lunes, 23 de febrero de 2015

TEMA DEL TRAIDOR Y DEL HÉROE

El caso Nisman esclarecido por un miembro de Carpa Abierta

"Borges, en el centro de la carpa, a la vista de toda la playa, con una camisa rabona (de las llamadas remeras) y sin pantalones ni calzoncillos, al aire el promontorio oscuro de testículos y pene. 'Estás en bolas', le digo, arreándolo detrás de la lona. 'Ah, caramba', comenta sin perder la ecuanimidad". 'Como no ve —comenta después Silvina— está como una careta".
Compañero A.B. CASARES, Carpa Abierta, Mar del Plata, febrero de 1964.

Bajo el notorio influjo del ajenjo (discurridor y digestivo de rápidos efectos) y del consejero comercial de la embajada iraní en Buenos Aires, he imaginado un nuevo relato para el modelo, y para justificar de algún modo las tardes inútiles que le quedan a la presidenta de acá a las elecciones. Como en todo relato, faltan pormenores, rectificaciones, ajustes, chicanas, chantajes; hay zonas de la historia que no me fueron reveladas por los agentes de la ex SI, ex SIDE; hoy, 18 de febrero de 2015, víspera de la marcha de los infieles, la vislumbro así.
La acción transcurre en un país dividido en dos facciones: algún estado peronista donde conspira la oposición. Ha transcurrido, debo admitir, pues el país ha debido ganar un siglo para que un narrador del futuro se atreva a referir esta historia que ocurrió en la realidad al final de la primera década ganada. Digamos (para comodidad narrativa) Argentina; digamos enero de 2015. El narrador se llama Brian; es bisnieto del circunciso, del coqueto, del suicidado fiscal Alberto Nisman, cuyo sepulcro estuvo a punto de ser el lugar destinado a los suicidas en el cementerio de La Tablada, y terminó estando justo enfrente de la explanada de los caídos en las guerras de Israel.
Nisman, como todo fiscal, fue un agente, un secreto e ignominioso agente de inteligencia al servicio de potencias extranjeras; a semejanza de Moisés, que desde la tierra de Moab divisó y no pudo pisar la tierra prometida, lo último que divisó Nisman fue la tierra del Uruguay, donde reposaban gran parte de sus divisas extranjeras. También él, al que muchos llamaban Moishe, murió en las vísperas de la denuncia victoriosa que había soñado. Se aproxima la fecha del primer centenario de su muerte (enero de 2115, aclaro para quienes no tienen el don de hacer de cuentas); las circunstancias del crimen siguen siendo enigmáticas; Brian, dedicado a la redacción de un tweet sobre su bisabuelo, descubre que el enigma no se deja reducir a ciento cuarenta caracteres. Nisman fue suicidado en un baño, lo que implica decir que alguien lo cagó; la prefectura no dio jamás pie con bola, pero el Secretario de Seguridad de la Nación Sergio Berni se apersonó a la escena del crimen cuando el cadáver aún estaba tibio, para asegurarse que esa institución no fuera a cambiar de hábitos justo en esa ocasión; los historiadores declaran que esa caracterización de los prefectos no empañan su crédito, porque muchas veces cobraban bastante por exagerarla. Otras facetas del enigma inquietan a Brian. Son de carácter costumbrista y crónico; parecen repetir y combinar hechos que se dan siempre en la misma región del Río de la Plata: la ribera occidental. Así, nadie ignora que los esbirros que examinaron el cadáver del héroe primero debieron pasar ellos mismos un examen elaborado por el propio Berni; hallaron un escrito de Nisman en el tacho de basura y una carta abierta que le advertía el riesgo de concurrir al Congreso a la tarde siguiente sin invitar a las cámaras de la televisión pública; también Julio César Chávez, al encaminarse al centro del cuadrilátero donde los aguardaban los afilados guantes de su rival, recibió un memorándum por izquierda que no llegó a ver y lo dejó en la lona. La mujer de Nisman, Sandra, vio en sueños abatida la torre Le Parc donde vivía su ex marido y funcionaban los bulines de gran parte del senado; falsos y anónimos cables informativos, la víspera de la muerte de Nisman, publicaron en todo el país el incendio del país, hecho que podría parecer desmedido, pues haría falta mucho más que una denuncia de encubrimiento para inquietar a la presidenta de los cuarenta millones de argentinos y argentinas. Esos paralelismos (y ningún otro) de la historia de Julio Cesar Chavez y de la historia del conspirador judío inducen a varios periodistas a centrar sus investigaciones en las rutinas gimnásticas de Nisman, en suponer que sus camisas esconden un dibujo de líneas pectorales y cuadrados abdominales que se repiten, como los de un boxeador. Piensa en los hombres de Hesíodo, que degeneran desde el oro hasta el hierro, y comprende por qué la tradición grecolatina le sienta mejor al país que las culturas precolombinas. Piensa en la transmigración de las cuentas bancarias, doctrina que da honor quienes poseen ahorros en Suiza y que los propios suizos atribuyen a los druidas y gurúes que dirigen la banca británica; piensa que, antes de ser Nisman, los otros fiscales federales que convocaron a la marcha del silencio por la justicia eran meros burócratas abocados a entorpecerla. De esas persecuciones circulares y recíprocas entre fiscales, agentes secretos y políticos salva a Nisman un curioso ingeniero al que apodan Jaime, por lo servicial, un ingeniero que se abisma tan hondamente en los secretos de estado que la propia secretaria de inteligencia prescinde de sus servicios: ciertas palabras que Jaime dijo por teléfono a Alberto Nisman el día anterior a su muerte fueron prefiguradas por Arnold Schwarzenegger al final de Terminator 2 y por Shakespeare en la tragedia de Macbeth: ser presidente del Congreso Judío Mundial o recibir un pasaje al Mundo Venidero en forma de pistola, that is the question. Que la política argentina hubiera copiado a un bardo a nadie resulta ya pasmoso; que un agente secreto sepa algo de literatura resulta ya inconcebible… Brian indaga que, en 2014, Antonio “Jaime” Stiusso, el más cercano de los compañeros del héroe, había traducido del farsi los principales improperios que había dedicado D’Elía a su bisabuelo. También descubre en los archivos de Wikileaks un artículo manuscrito de Stiusso sobre los soft coups: vastos e inefectivos golpes de estado que, a diferencia de los orquestados por la CIA cuarenta años antes, requieren una sola bala y miles de actores periodistas y periodistas actores que reiteran y denuncian hechos de corrupción en las mismas ciudades donde ocurrieron, sin que a ninguno de los acusados se les mueva un pelo. Otro talk show inédito le revela que, pocos días antes del fin, Nisman, presidiendo el último cónclave de los conspiradores, había firmado la sentencia de muerte de un traidor que porfiaba en encubrir a los culpables de la causa AMIA, cuyo nombre ha sido borrado. Esta sentencia no condice con los piadosos hábitos de Nisman, que en los diez años previos no ha ordenado una sola detención tan siquiera. Brian investiga el asunto (esa milagrosa investigación que llega a buen puerto es un hito en la historia argentina) y logra descifrar el enigma.
Nisman fue suicidado en un baño, pero de baño hizo también la entera ciudad, tanto los que se cagaron en su muerte como los que salieron a ducharse en la lluvia y marchar por primera vez en su vida, y los adultos mayores fueron legión y el drama de su muerte abarcó varios titulares y varios zócalos muchos días y noches. He aquí lo acontecido:
El 2 de enero de 2015 se reunieron los conspiradores en el despacho de Magnetto, el CEO del grupo Clarín. El país estaba maduro para el golpe blando; algo, sin embargo, fallaba siempre: algún judío traidor había en el país, además del Canciller Héctor Timmerman. Alberto Nisman había encomendado a Antonio Stiusso el descubrimiento de ese traidor. Stiusso ejecutó la tarea: anunció en pleno cónclave que el traidor era el mismo Nisman. Demostró con pruebas irrefutables la verdad de la acusación; los conjurados condenaron a muerte a Nisman. Este firmó su propia sentencia, feliz porque su castigo perjudicaría a la presidenta.
Entonces Stiusso concibió un extraño proyecto. La Recoleta idolatraba a Nisman; la más tenue sospecha de su vileza hubiera comprometido la revolución del PRO; Stiusso se propuso un plan que hizo de la ejecución del traidor el instrumento de la emancipación de Nordelta. Sugirió que el condenado muriera a punto de pistola, en circunstancias deliberadamente dramáticas, que se grabaran en la imaginación popular de la clase media alta pero en ninguna de las cámaras de seguridad de las torres Le Parc. Nisman juró colaborar con ese proyecto, siempre y cuando le facilitaran un arma que no manchara sus uñas con rastros de pólvora.
Stiusso, urgido por el tiempo y limitado por sus escasas luces, no supo inventar las circunstancias de la ejecución, y tuvo que pedir a un asistente de Nisman que prestara su arma; tuvo que plagiar a otro Jaime, el agente robot de Control; repitió escenas del inspector Clouseau y su secreta representación comprendió varios días. El condenado volvió de Europa, ingresó custodiado en Ezeiza, obró, rezó, blasfemó y cada uno de esos actos que reflejarían los programas de televisión había sido fijado por Stiusso. Miles de actores colaboraban gratuitamente con el protagonista; el rol de la mayoría fue momentáneo, sin nada de complejo de clase. Las cosas que dijeron e hicieron perduran en los zócalos de TN, en las discusiones acaloradas de los cafés de Plaza Francia. Nisman, arrebatado por ese minucioso destino que lo redimía y que lo perdía para futuros partidos de tenis, más de una vez se enriqueció con actos y palabras vacías que nunca llegaban a los despachos de ningún juez. Así fue desplegándose en el tiempo el ampuloso drama, hasta que el 18 de enero de 2015, en un baño de funerarias cortinas, una bala apócrifa atravesó la sien del traidor y del héroe, que apenas pudo peinar, entre dos efusiones de brusca sangre, el mechón de pelo que le cayó sobre la frente.
En la obra de Stiusso, los pasajes imitados de James Bond son los menos; Brian sospecha que el actor los intercaló para que una persona, en el porvenir, lo confundiera con Sean Connery. Comprende que él también forma parte de la trama de Stiusso… Al cabo de tenues cavilaciones, resuelve silenciar un revolver y descerrajarse un balazo. Antes de hacerlo, publica un tweet dedicado a la gloria del héroe; también eso estaba previsto por Magnetto.
Compañero Georgie 
Carpa Abierta   

sábado, 5 de octubre de 2013

EL FACEBOOK DE SILICON BÁBEL


By this social network you may contemplate the variations of the 23 states of mind…
The Anatomy of Melancholy, part. 2, sect. II, mem. V.

El Universo (que otros llaman el Facebook) se compone de un número indefinido, y tal vez infinito, de publicaciones rectangulares, con vastos comentarios en la parte baja, cercados, a la derecha, por la barra del chat. Desde cualquier publicación, se ven los comentarios inferiores y los pulgares que simbolizan los “me gusta”: interminablemente. La distribución de la lista de amigos es alfabética, variable. Veinte amigos en la letra A, pero ninguno en la Ñ, y muy pocos en la Z; su longitud, que es equivalente a un edificio de dos pisos, excede ampliamente la cantidad de amigos que puede tener un ser humano a lo largo de su vida. Cada una de las caras que aparece en la foto de perfil corresponde a una imagen tomada ayer, o hace ya unos cuantos años; todas dan a una novelada biografía, idéntica a todas las demás. A izquierda y derecha hay dos columnas de distinto tamaño. Una permite dormirse de pie leyendo el listado de las instituciones en donde estudió y trabajó el guardián de la biografía; la otra, ver al guardián en casi todas las acciones posibles, incluso satisfaciendo las necesidades fecales. Por el medio pasa la línea de tiempo, que se abisma y desciende hacia el remoto momento en que el guardián se unió al Facebook. En el ángulo superior izquierdo hay una foto de perfil, que infielmente duplica el rostro del guardián. Los hombres suelen inferir de esa foto que las guardianas son, todas, más bellas que Miss Universo (si lo fueran, ¿a qué esa imagen ilusoria?); yo prefiero soñar que los rostros y las figuras son reales y no un prodigio del Instagram o un mero reflejo de otro tiempo… Los comentarios al pie de la imagen proceden de admiradores o amigas condescendientes. Las hay de dos tipos: las que se saben más bellas que la guardiana y las que están en pareja. La luz que emiten las fotos de perfil es insuficiente, de ahí la necesidad de renovarlas de manera periódica.
Como todos los hombres del Facebook, he viajado en mi juventud, que aún no se agota; he peregrinado en busca de una mujer, acaso huyendo de otra; ahora que mis recuerdos casi no pueden descifrar su rostro, lo escribo, porque de nuevo estoy a punto de morir a unas pocas leguas del barrio en que me críe, el Once. Muerto, no faltaran manos de mujeres piadosas que escriban comentarios en mi muro; mi sepultura será mi foto de perfil: mi cuerpo se confundirá largamente en las distintas fotos que no sean de primeros planos. Yo afirmo que el Facebook es interminable. Los floggers idealistas arguyen que las publicaciones rectangulares son una forma necesaria para obtener nuestra atención absoluta, o, al menos, diez segundos de nuestro aburrimiento. Razonan que es inconcebible publicar fotos en un formato triangular o pentagonal. (Los floggers místicos pretenden que el éxtasis les revela una habitación circular, con una gran pantalla circular, continua, donde las fotos publicadas dan toda la vuelta a las paredes; pero su testimonio es sospechoso; sus palabras, mucho más oscuras que sus fotos. Esa pantalla cíclica es más cara que un acelerador de partículas.) Básteme, por ahora, repetir el dictamen clásico: el Facebook es un baile de disfraces cuyo centro cabal es la biografía de la mujer que nos gusta y no nos lleva el apunte.
A cada uno de los muros le corresponden cinco saludos de cumpleaños, como mínimo: algunos saludos encierran un mensaje encriptado, encubierto. También hay omisiones que indican o prefiguran más que muchos saludos inocuos. Sé que esa contradicción, alguna vez, pareció misteriosa. Antes de resumir la solución (cuyo descubrimiento, a pesar de sus trágicas proyecciones, es quizá el germen de esta historia) quiero rememorar algunos axiomas.
El primero: El Facebook existe ab aeterno. De esa verdad cuyo corolario inmediato es la vanidad futura de las personas, ninguna mente razonable puede dudar. El hombre, el imperfecto ser humano que vemos en pantalla, puede ser obra de una etiqueta ajena, pero solo un torpe y malévolo demiurgo se deja etiquetar de manera involuntaria; el Universo, con su elegante dotación de publicaciones, de comentarios enigmáticos, de infatigables pulgares arriba para la persona que gusta y de indiferencia para los menos populares, solo puede ser obra de un judío neoyorquino que se mudó a la costa del Pacífico para darse una idea de la distancia que hay entre Nueva York y Buenos Aires.
El segundo: El número de símbolos ortográficos es veinticinco.[1] Esa comprobación permitió, hace tres días, formular esta teoría general del Facebook y resolver satisfactoriamente el problema que ninguna conjetura había descifrado: la naturaleza informe y caótica de casi todos los comentarios que en él pueden leerse. Uno, que mi padre publicó sin querer mientras revisaba las fotos publicadas por una de mis primas, constaba de las letras LTA, perversamente repetidas a lo largo de veinte renglones. Otros (también muy populares en la zona oeste del conurbano) es un mero laberinto de letras, pero la última línea dice Oh Samanta tus pirámides. Ya se sabe: por una línea razonable o una recta noticia hay leguas de insensatas fotografías, de fárragos verbales y de publicidades encubiertas. (Yo sé de una legión atemporal y clásica de hombres que repudian la lisonjera y vana costumbre de dar me gusta a publicaciones, y aún hoy prefieren regalar flores o enviar cartas de amor manuscritas… Admiten que los inventores del Facebook facilitaron mucho el tema del Levante, permitiendo que el conflicto entre palestinos e israelíes puedan tener un nuevo  foro donde propagarse al resto del mundo, pero sostienen que esa aplicación es casual, que lo que los desarrolladores del programa querían, en verdad, era crear una plataforma que les permitiera elegir a sus mejores compañeros de curso para formar grupos de estudio. Ese dictamen, si se fijan en Wikipedia, verán que no es del todo falaz.
Durante mucho tiempo se creyó que las publicaciones impenetrables correspondían a lenguas pretéritas o remotas; hoy se sabe que son producto de los niños menores de cinco años que juegan frente a las computadoras de sus padres. Es verdad que los hombres más anticuados, los que descubrimos el Facebook bastante después de haber terminado el secundario, usamos un lenguaje formal en comparación con el que utilizan los estudiantes de hoy en día; es verdad que un par de millas al oeste de la General Paz, la lengua es dialectal, y que noventa kilómetros más al sur, es directamente incomprensible.
Hace quinientos años, al desembarcar en las costas del Nuevo Mundo, Cristóbal Colón dio con un idioma tan confuso que incluso él, que era de Génova, se dio cuenta de que no se trataba de una variante centroamericana del castellano. Hoy en día, cuando el único mundo nuevo es el virtual, cuesta mucho establecer en donde termina nuestro idioma. Antes de que pase un siglo podrá establecerse si las nuevas generaciones escriben sus comentarios en un dialecto samoyedo-lituano del guaraní, con inflexiones de árabe clásico, o si simplemente se trata de un castellano de mierda. También se descifrará su contenido, aunque esa habrá de ser una tarea harto más difícil. Ese hallazgo tendrá lugar cuando un guardián de genio descubra la ley fundamental del Facebook. Ese pensador observará que todos los comentarios, por diversos que sean, constan de elementos iguales: el espacio, el punto, eventualmente una coma, alguna que otra letra del alfabeto, y nunca menos de dos o tres emoticones. También alegará un hecho que todos los viajeros han confirmado: no hay, en el vasto Facebook, dos fotos idénticas, por más que hayamos visto unas cuantas decenas, tomadas en París, Londres y Machu Picchu, que se parecen tanto o más que dos viejas postales idénticas. De esas premisas deducirá que el Facebook es total y que sus publicaciones registran todas las posibles combinaciones de los símbolos ortográficos; todo lo que es dable expresar pero sería mejor callar en todos los idiomas. Todo: el relato minucioso de los últimos veinte partidos de El Porvenir, las autobiografías de los egresados del jardín de infantes, el catálogo infiel de las películas que ha visto un estudiante de cine, miles y miles de catálogos tan falsos como ese, la demostración de la falacia de esos catálogos, la demostración de la falacia del único catálogo que parecía ser fiel, el comentario de la novia del estudiante dueño de ese catálogo, el comentario del comentario de ese novia, la relación verídica de tu propia muerte, contadas por tus únicos amigos verdaderos fuera del Facebook.
Cuando se proclamó que el Facebook abarcaba todas las mentiras posibles, la primera reacción fue de extravagante alivio. Todos los hombres nos sentimos a salvo del patetismo. No había drama personal que no resultara insignificante en comparación con algún otro que hubiera sido ya tergiversado por algún guardián en una dudosa historia de éxito. El exhibicionismo estaba justificado, el pudor inglés había pasado a mejor vida. En aquel tiempo se habló mucho de Reivindicaciones: historias de amor truncas que resucitaban gracias al Facebook. Miles de memoriosos descartaron la foto de perfil familiar y se lanzaron a remar por el chat, urgidos por el vano propósito de reconquistar a una mujer perdida. Esos peregrinos chateaban desde su celular en los corredores, proferían oscuras maldiciones a sus esposas e hijos, se estrangulaban el salario para comprar teléfonos de última generación, arrojaban los celulares al inodoro cuando intuían la inminente requisa de sus mujeres. Otros se enloquecieron y cerraron sus cuentas… Las reivindicaciones existen (yo he visto dos parejas de novios de la adolescencia caminar de la mano veinte años después de haberse separado), pero los buscadores no recordaron que la posibilidad de que un hombre encuentre a su primera novia soltera y sin hijos es computable en cero.
También se esperó entonces la aclaración de los misterios básicos de la humanidad: el origen del Facebook y las leyes que guían la conducta de las mujeres. Es inverosímil que esos graves misterios puedan explicarse en palabras: si no basta el lenguaje de los filósofos, qué esperar del idioma inaudito e informe que circula por el Facebook. En vano muchos hombres hemos fatigado libros durante veinte siglos que nos permitieran entender a la mujer… Hay buscadores oficiales, seductores. Yo los he visto en el desempeño de su función: las mujeres caen rendidas ante sus lisonjas infames. Visiblemente, únicamente con ayuda de fotos, ninguno de los hombres ajenos a la secta habremos de descubrir qué es lo que escriben en sus chats.
A nuestra desesperada esperanza, sucedió, como era natural, una depresión excesiva. La certidumbre de que algún comentario en alguna publicación encerraba a una mujer comprometida y de que esa mujer nos dejaba comentarios en todas nuestras publicaciones nos resultaba muy excitante. La secta de hombres casados sugirió que cesaran las buscas, ante el temor de que esa mujer no fuera otra que la suya. Las mujeres se negaron a cerrar su perfil. La secta desapareció, pero en cuestión de meses volvieron a surgir de los vestuarios de fútbol, ahora bajo el nombre de secta de recién divorciados; he visto a esos hombres ocultarse largamente en las letrinas, con tabletas de metal, para remedar la conducta que antaño censuraban.
Otros, inversamente, creyeron que lo primordial era eliminar a las mujeres feas. Invadían sus publicaciones, dejaban comentarios socarrones, no siempre falsos, ojeaban con fastidio sus perfiles y condenaban letras enteras del listado de sus amigas: a su furor higiénico, ascético, se debe la perdición de millones de mujeres que podrían ponerse buenas con el tiempo. Su nombre es alabado, pero quienes ningunean los rostros que su frenesí destruyó, negligen dos hechos notorios. Uno: el Facebook es tan enorme que toda reducción del elemento femenino resulta infinitesimal y baladí. Otro: cada mujer es única, irreemplazable, pero (como el Facebook es total) por cada mujer eliminada siempre habrá varios centenares de mujeres casi perfectas: de mujeres que difieren del ideal de belleza por un lunar o por un comentario que nos daría vergüenza que leyeran nuestros amigos. Contra la opinión general, me atrevo a suponer que las consecuencias de las depredaciones cometidas por los Purificadores han sido exageradas por el oprobio de quienes se han visto suprimidas.
También sabemos de otra superstición de aquel tiempo: la del hombre del libro. En algún comentario de alguna publicación (razonaron las mujeres) debe existir un hombre que sea la cifra y el compendio perfecto de todos los hombres que tengan facha y hayan leído, al menos, un libro, en el último año: alguna guardiana ha recorrido su perfil y concluyó que es verdaderamente un Dios. En el lenguaje de esta zona persisten aun vestigios de los vocablos que se utilizaban para rendir culto a este hombre: potro, chongo, caño. Muchas peregrinaron en busca de Él. ¿Cómo localizar el venerado perfil que lo hospedaba? Alguna propuso un método regresivo: Para localizar al hombre A, agregar previamente a un amigo B; para localizar a ese amigo B, consultar previamente a un amigo C, y así hasta lo infinito… En aventuras de esas, he prodigado y consumido mis años, pero siempre como amigo H o F, nunca más allá de la letra D. No me parece inverosímil que algún perfil de Facebook haya un hombre total; [2] ruego a Dios que una mujer – ¡una sola, esa mujer, aunque sea, de aquí a veinte años!—lo haya conocido y haya comprobado lo aburrido que es un tipo de esas características. Que yo sea ultrajado y aniquilado, pero que en un instante, en un ser, tú te des cuenta que no hay en todo el Facebook un hombre que no me justifique.
Afirman los impíos que el disparate es normal en el Facebook y que lo razonable (y aun la humilde y pura coherencia) es casi una milagrosa excepción. Hablan (lo sé) del “Facebook febril de las madrugadas de los sábados, cuyas azarosas publicaciones corren el incesante albur de trocarse en un mensaje de texto, y que todo lo afirman, hasta el propio vacío existencial, lo niegan y lo confunden con un insomnio galopante”. Esas palabras, que no solo denuncian el desorden mental sino que lo ejemplifican también, notoriamente prueban un gusto pésimo y una soledad desesperada. En efecto, el Facebook incluye todas las estructuras mentales, todas las sandeces que pueden escribirse con los veinticinco símbolos ortográficos, pero así y todo no hay un solo disparate absoluto. Inútil observar que la mejor publicación del perfil que administro se titula The Voice, y otra George sigue vivo en el Uritorco y otra Bucólicas… Esas proposiciones, a primera vista incoherentes, sin duda son capaces de una justificación criptográfica o alegórica; esa justificación casi siempre es sexual y, ex hypothesi, dirigida a una mujer que figura en el Facebook. No puedo combinar unos caracteres
gsuhfhainlair
que la divina no haya previsto y que en una alguno de sus labios yo no haya pronunciado. Nadie puede articular al oído de la mujer amada una sílaba que no esté llena de ternura y temores, ni pronunciar una broma que verdaderamente sea graciosa. Hablar es incurrir en tautologías y lugares comunes. Esta epístola inútil y palabrera ya existe en uno de los cuentos más famosos de la literatura argentina, con apenas unas palabras de diferencia. Tú, que me has leído hasta aquí, ¿sabes de qué cuento estoy hablando?
La escritura metódica me distrae de mi presente condición de hombre aun en ciernes. La certidumbre de que el futuro no está escrito me afantasma. Yo conozco distritos en que los jóvenes besan con barbarie a las mujeres, pero no saben descifrar uno solo de sus pensamientos. Las epidemias de videos virales, las discordias por el control remoto, las reuniones de egresados que inevitablemente degeneran han multiplicado la población de solteros. Creo haber mencionado los casos, cada vez más frecuentes, de guardianes que administran varios perfiles. Quizás me engañen la timidez y el temor, pero sospecho que las relaciones humanas –las únicas- están por extinguirse, y que el Facebook perdurará: actualizado, solitario, infinito, perfectamente inútil, armado de publicaciones preciosas, inservibles, sin ningún secreto.
Acabo de escribir infinito. No he interpolado ese adjetivo ciegamente, como el autor del cuento que parodio; digo que no es ilógico pensar que el Facebook es infinito. Quienes los juzgan limitado, postulan que en lugares remotos como el Sahara, o dominado por dictaduras como la China, o con conexiones pésimas como las nuestras, las publicaciones y los comentarios pueden inconcebiblemente cesar –lo cual no es absurdo. Quienes lo imaginan sin límites, olvidan que los tiene el número posible de disparates. Yo me atrevo a insinuar esta solución del antiguo problema: el Facebook es ilimitado y periódico. Si un eterno soltero lo atravesara en cualquier dirección, comprobaría al cabo de los siglos que las mismas mujeres se repiten con los mismos desórdenes (que, repetidos, serían ya un desorden suyo: el Desorden). Mi soledad se alegra con ese elegante consuelo.




[1] El prototipo original no contemplaba la letra ñ. La puntuación había sido limitada a la coma y al punto, y ninguna de los desarrolladores tenía permitido perder el tiempo en descubrir la manera de combinarlos para formar emoticones. Esos dos signos, el signo de exclamación y las veintidós letras del abecedario son los veinticinco  símbolos que enumera el desconocido escritor. (Nota del desconocido escritor)
[2] Lo repito: basta que un hombre sea posible para que exista en el Facebook. Solo está excluido lo imposible. Por ejemplo: ningún hombre es al mismo tiempo un galán de telenovela y un buen plomero, aunque hay hombres que discuten y afirman que existe esa posibilidad, y otros que se creen Gardel simplemente porque saben hacer bien un guiso de cordero.

domingo, 27 de mayo de 2012

La otra muerte


Un par de años hará (he borrado su mensaje de texto), Brauer me escribió desde Corrientes, anunciándome que finalmente se dignaría a prestarme el volumen con las obras completas de Chesterton en inglés, agregando, a través de un chat, que don Néstor Kirchner, de quien yo guardaría alguna memoria porque había sido Presidente de nuestro país durante cuatro años, había muerto tres meses atrás, en Calafate, de un infarto. El hombre, arrasado por las críticas que sobrevinieron al asesinato de un joven integrante del partido obrero, había revivido en su delirio los sangrientos años de su propia militancia universitaria; a pesar de que provenía de Brauer, la noticia me pareció previsible y hasta convencional, porque don Néstor, durante los últimos siete años de su vida, se la había pasando hablando de los derechos humanos y de sus años mozos en los que había seguido las disímiles banderas de Perón y de Galimberti, en las que había creído ver una sola, en gran parte debido a su estrabismo. El golpe de estado de 1976 lo tomó en los pasillos de la Facultad de Derecho de la Universidad de La Plata, a donde había ido en busca de mujer y de un diploma de abogado; Néstor Kirchner era santacruceño, de Río Gallegos, pero fue a estudiar adonde los amigos, tan animoso y tan ignorante como ellos. Combatió en algún entrevero de café y en la batalla última por ver quién conquistaría a la mujer más bonita de la facultad; repatriado a Santa Cruz ese mismo año, abandonó la militancia y se abocó con ambiciosa tenacidad a la usura en beneficio propio y de los bancos de su provincia, hasta que la situación se apaciguó y él hubo adquirido dinero y poder suficiente como para aspirar a la función pública. Que yo sepa, ya no volvió a dejar la política. Los últimos veinte años los pasó en algún puesto de gobierno, como intendente, gobernador, presidente o primer caballero; en medio de aquel trajín de negociados, yo conversé con él una tarde (yo traté de conversar con él una tarde, porque no me llevaba el apunte y siempre parecía estar mirando a otro lado), hacía 1992. Era hombre charlatán, de pocas luces. La huída de La Plata al Sur y un efímero arresto en Río Gallegos agotaban su historia de militancia durante la dictadura; no me sorprendió que no los reviviera en la hora en que avalaba el indulto de Carlos Menem a los militares y durante la privatización de YPF… Supe que no vería más a Néstor elogiar a Menem y quise recordarlo; tan pobre es mi memoria visual que le pedí a un camarógrafo que me enviara una copia del video que filmó para la televisión local en donde se ve a Néstor recibir al entonces presidente riojano y hablar maravillas de él. El hecho nada tiene de singular, si consideramos que al hombre lo vi a principios de 1992, cuando ver videos en Internet era casi tan utópico como imaginar a Néstor en la Casa Rosada. Brauer me mandó hace poco el link a ese video en youtube; lo he perdido y ya no lo busco. Me daría miedo encontrarlo.
El segundo episodio se produjo en Buenos Aires, años después, cuando Néstor asumió la presidencia. La dicción y el estrabismo del santacruceño me sugirieron una película fantástica sobre un joven militante universitario que seduce a dos mujeres al mismo tiempo mirándolas en los ojos; el chueco Suar, a quien le referí el argumento, me dio unas líneas que le habían sobrado de la noche anterior con tal de que lo dejara en paz; dijo que la próxima vez mejor fuera a molestar al periodista Horacio Verbitsky, que había militado en Montoneros en los años de estudiante de Néstor. El periodista me recibió después de cenar, para no tener que convidarme más que un café. Desde un sillón de hamaca, en un patio, recordó con desorden y con amor los tiempos que fueron. Habló de municiones que no llegaron, de minas que eran una bomba y de yeguas rendidas a sus pies, de hombres dormidos tejiendo laberintos para no abordarlas, de Galimberti, que pudo haberse asentado en la ciudad y que se desvió, «porque el peronista le teme a Buenos Aires», de una guerra civil que me pareció menos la colisión de dos ejércitos que el sueño utópico de un puñado de trasnochados. Habló de Firmenich, Vaca Narvaja, Perdía. Lo hizo con períodos tan cabales y de un modo tan vívido que comprendí que muchas veces había referido esas mismas cosas, o que estaba leyendo en voz alta. En un respiro conseguí intercalar el nombre de Néstor.
                     ¿Néstor? ¿Néstor Kirchner? —dijo el periodista—. Ése no sirvió conmigo. Un pingüinito al que le decían Néshtor los muchachos—. —Inició una ruidosa carcajada y la cortó de golpe, con fingida o veraz incomodidad.
Con otra voz dijo que las dictaduras servían, como la mujer, para constreñir las libertades de los hombres, y que, antes de entrar en la clandestinidad, nadie sabía quién es el dueño de la casa donde habrá de dormir esa noche. Alguien podía pensarse cobarde y ser un valiente, y asimismo al revés, como le ocurrió a ese pobre Néstor, que se anduvo floreando en los bares de la facultad con sus pantalones patas de elefante y después flaqueó el 24 de marzo de 1976. En algún tiroteo con los peronistas de López Rega se portó como un hombre, pero otra cosa fue cuando las tres armas se levantaron y empezaron las desapariciones y cada hombre sintió que cinco mil hijos de puta se habían coaligado para matarlo. Pobre gurí, que se la había pasando hablando del General y que de pronto comprendió a qué se dedicaban los generales…
Lógicamente, la versión de Verbitsky avergonzaría a muchos simpatizantes de La Cámpora. Ellos hubieran preferido que los hechos no ocurrieran así. Con el joven Néstor, entrevisto en una vieja fotografía en blanco y negro, ellos habían fabricado, sin proponérselo, una suerte de ídolo revolucionario; la versión de Verbitsky lo destrozaba. Súbitamente comprendí el revanchismo de Néstor y su saña contra los militares; no los había dictado la sed de justicia sino el bochorno y la hipocresía. En vano me repetí que un presidente acosado por un acto de cobardía es más complejo y más interesante que un presidente meramente corrupto afecto a las mujeres y las Ferraris. El amor carnal de Menem por George Bush, pensé, es menos memorable que el encono de Galtieri por Thatcher, aunque igualmente perjudicial para la Argentina. Sí, pero Néstor, como presidente electo con menos del treinta por ciento de los votos, tenía la obligación de despotricar indistintamente contra uno y otra —particularmente ante los micrófonos. En lo que Verbitsky dijo y no dijo percibí el agreste sabor de lo que se llamaba populismo: la consciencia (tal vez incontrovertible) de que el votante en Uruguay es menos elemental que el de nuestro país, y, por ende, resulta más bravo engañarlos con el cuento del tío Cámpora y el transversalismo… Recuerdo que esa noche me fui a dormir con ganas de irme a vivir a la rambla de Pocitos.
En el verano, la falta de uno o dos miles de dólares para irme a Cabo Polonio y de muchísimos más para filmar mi película fantástica (que torpemente se obstinaba en no dar con su productor) hizo que yo volviera a ver al periodista Verbitsky. Lo hallé con otro señor de edad: el señor Firmenich, que también había militado en Montoneros. Se habló, previsiblemente, de fútbol y de mujeres. Firmenich refirió unas anécdotas de alcoba y después agregó con lentitud, como quien está aprendiendo a hablar en otro idioma:
               Lo hicimos toda la noche con la Santa Irene, me acuerdo, y en mitad de la fiesta se nos incorporó alguna gente. Entre ellos, un octogenario francés que murió la víspera de la acción por sobredosis de Viagra, y un abogado ejecutor de hipotecas, de Santa Cruz, un tal Néstor Kirchner.
Lo interrumpí con acritud.
                          Ya sé —le dije—. El santacruceño que flaqueó ante las balas.
Me detuve; los dos se miraban en el espejo.
               Usted se equivoca de pe a pa—dijo, al fin, Firmenich—. Néstor Kirchner murió como querría morir cualquier hombre: con cuentas en Suiza. Serían las 7 de la mañana. En la cumbre del Monte Chingolo se había hecho fuerte la infantería del ejército; los nuestros cargaron, pero ellos se hicieron un festín con el estrabismo y los pantalones de Néstor, que iba de punta en blanco y una bala lo acertó y lo manchó de sangre en pleno pecho. Se abrochó el saco cruzado, concluyó el grito y rodó por tierra y quedó entre las patas de elefante de un compañero. Estaba muerto y la última carga del celular no le había servido de mucho. Tan valiente y no había empezado aún su pelea con el campo.
Hablaba, a no dudarlo, de otro Néstor, pero algo me hizo preguntar qué gritaba el pingüino.
               “¿Qué te pasha? ¿Estás Nervioso?” —dijo Verbitisky—, que es lo que gritaba cuando lo cargaban.
               Puede ser —dijo Firmenich—, pero también grito ¡Viva Perón!
Nos quedamos callados. Al fin, Verbitsky murmuró:
               No como si peleara contra el ejército de un gobierno peronista, sino contra la Revolución Libertadora, veinte años antes.
Agregó con sincera perplejidad:
               Yo comandé esas tropas, y juraría que es la primera vez que oigo hablar de un Néstor.
No pudimos lograr que lo recordara, ni que nos invitara otro café.
En mi casa de Flores, después de ver a dos peruanos robar un estéreo, el estupor que me produjo su olvido se me olvidó. Ante el deleitable volumen con las obras completas de Chesterton en inglés, que me había prestado el día anterior, encontré, a la tarde siguiente, a Martín Brauer. Me preguntó si ya las había terminado de leer, porque quería utilizarlo para un curso de humor que pensaba dar en las cercanas villas del Bajo Flores. Le pregunté si no le convenía trabajar con una traducción. Dijo que no pensaba enseñar a Chesterton traducido, porque las traducciones españolas eran tan tediosas que podían lograr que el mismísimo Chesterton sonara aburrido. Le recordé que me había prometido no reclamarme el libro, al menos, durante seis meses, en el mismo mail en que me escribió la muerte de Néstor. Preguntó quién era Néstor. Se lo dije, en vano. Con un principio de terror advertí que lo único que le interesaba era que le devolviera su libro, y busqué amparo en una discusión literaria sobre los detractores de Chesterton, escritor más complejo, más diestro y sin duda más difícil de encontrar entre las novedades que Dan Brown.
Algunos hechos más debo tergiversar. En abril tuve gripe de Horacio Verbitsky (me había contagiado al convidarme agua de la canilla en su mismo vaso); éste ya no estaba engripado y ahora se acordaba muy bien del santacruceñito que hizo Punta en plena primavera menemista y que enterraron como si fuera un héroe de la revolución de mayo. En julio pasé por Calafate; no di con el rancho que compró Néstor durante la dictadura; en su lugar encontré un hotel de cinco estrellas. Quise interrogar al kioskero Diego Arroba, que lo vio cambiar de auto varias veces; éste había fallecio de hambre porque le habían prohibido vender ejemplares de Clarín. Quise traer a la memoria los rasgos de Néstor; meses después, mirando una película en el canal Volver, comprobé que el rostro desorbitado que yo había conseguido evocar era el del célebre comediante Tristán, en Mingo Cavallo y Aníbal Fernández contra los fantasmas de la inflación.
Paso ahora a los desvaríos. El más fácil, pero también el menos gracioso, postula dos Néstores: el cobarde que se enriqueció durante la dictadura hacia 1976, el valiente, que descolgó el cuadro de Videla en 2004. Su defecto reside en no explicar lo realmente enigmático: cómo es que existen jóvenes universitarios de clase media que apoyan a este modelo de la hipocresía. (No acepto, no quiero aceptar, un desvarío más simple: el de que muchos de estos jóvenes hayan soñado que el de Néstor no sería otro gobierno peronista). Más curioso es el desvarío sobrenatural que ideó Martín Brauer. Kirchner, decía Brauer, pereció en las elecciones legislativas a las que se presentó como candidato testimonial a diputado por la Provincia de Buenos Aires, y en la hora de su muerte política suplicó a Dios que presentara a Magnetto como su nuevo enemigo. Dios vaciló un segundo antes de otorgar esa gracia, porque un titular de Clarín en su contra bastaría para vaciar las iglesias, y porque quien la había solicitado había sido, hasta hacía muy poco, aliado de Magnetto, y algunos millones de hombres lo habían visto concederle la transmisión del fútbol a Cablevisión y la fusión de Multicanal. Dios, que es argentino pero solo atiende en Buenos Aires, cambió la imagen nítida del Trece por el desfallecimiento de la del Siete, y la sombra de Marcelo Araujo volvió de la tierra. Volvió, pero debemos recordar su condición de menemista, así como debemos recordar que Menem ahora es kirchnerista. Néstor, por su parte, vivió en la soledad del poder, gobernando sin consultar a su mujer, sin amigos; todo lo acumuló y lo poseyó, pero desde lejos, a través de testaferros; «murió» políticamente, y su tenue imagen se transformó en la de un héroe. Ese desvarío es erróneo, aunque bastaría para convencer a más de un camporista. El verdadero despropósito (el que hoy creo verdadero, porque quizás mañana no tenga más remedio que hacerme pasar por oficialista) es a la vez más argentino y más peronista. De un modo casi mágico lo descubrí en el último atado de cigarrillos que compró Néstor. En la segunda advertencia de ese atado, se sostiene que Dios puede efectuar que alguien haya sido lo que no nunca fue, pero no puede limpiar los pulmones de un fumador. Leí esa advertencia y empecé a comprender la trágica muerte de Don Néstor Kirchner.

La adivino así. Néstor se portó como un cobarde durante la dictadura, y dedicó la vida a hacer plata para aprovechar esa bochornosa flaqueza. Volvió a Santa Cruz; no alzó la mano ni la voz a ningún militar, no perdonó ninguna deuda hipotecaria, no buscó fama de valiente, pero en los despachos de la intendencia, primero, y luego en los de la gobernación, se hizo duro e hipócrita lidiando con el aparato peronista y su esposa chúcara. Fue preparando, sin duda y sin saberlo, una pantomima del progresismo y la transversalidad. Pensó en lo más hondo: si el destino me trae alguna vez una segunda vuelta contra Menem, yo sabré ganarla con ayuda de Duhalde, aunque en la primera vuelta no obtenga ni el 22% de los votos. Durante veinticinco años la aguardó con oscuras intenciones, y el destino al fin se la trajo, con el país en la hora de su muerte. En la agonía de la convertibilidad, revivió la flotación cambiaria y se condujo como un hombre y encabezó el desfile de asunción a pie y una cámara fotográfica lo acertó en pleno rostro. Así, en 2010, por obra de la propaganda oficial, Néstor murió como si hubiera muerto en 1977, peleando codo a codo con Rodolfo Walsh.
En la Torá se niega que Dios pueda condonar las deudas hipotecarias del pasado, pero nada se dice acerca del default y de la intrincada concatenación de presidentes que desfilaron en los años previos a la asunción de Néstor, que es tan vasta y tan ignominiosa que no cabría rescatar una sola medida tomada por ellos, por insignificante que fuera, que haya contribuido a mejorar el presente. Modificar el pasado no es tan fácil como modificar un cuento de Borges hasta convertirlo en una sátira; es anular los contratos que se firmaron y negar sus consecuencias, que tienden a ser infinitas. Dicho sea con palabras más actuales: es crear dos relatos. En el primero (digamos, cipayo o golpista, para quedar bien), Néstor Kirchner murió en una clínica en 2010; en el segundo, peleando por los derechos humanos, durante la dictadura. Esta es la que vivimos ahora, pero la supresión de las conferencias de prensa que permitieran indagar más acerca del pasado no fue inmediata, y produce incoherencias como el apoyo a la privatización de YPF que he referido. En el periodista Verbitsky se cumplieron diversas etapas: al principio recordaba que Néstor obró como un cobarde durante la dictadura y como un obsecuente durante el menemismo; luego lo olvidó totalmente; luego recordó que era Él quien financiaba el periódico para el que estaba escribiendo. No menos esquizofrénico es el caso del ex Jefe de Gabinete Alberto Fernández; éste fue obligado a renunciar, porque tenía demasiadas memorias de don Néstor Kirchner.
En cuanto a mí, entiendo correr un peligro análogo. He adivinado y registrado un proceso no accesible a la prensa oficial ni a mis amigos kirchneristas, una suerte de escándalo del progresismo de Palermo Hollywood; pero algunas circunstancias mitigan las críticas que me esperan. Por lo pronto, al igual que los funcionarios del Indec, no estoy seguro de haber escrito siempre la verdad. Sospecho que en mi relato, tal como sucede con el relato oficial, hay falsos recuerdos. Sospecho que Néstor Kirchner (si existió y no fue un ángel enviado para salvarnos del oprobio menemista) no se llamó Néstor Kirchner sino simplemente Él, con mayúscula, y que yo lo recuerdo con ese nombre para no confundírmelo con Dios. Algo parecido acontece con el libro de Chesterton que mencioné en el primer párrafo y que versa sobre un vicepresidente proveniente de la Ucedé que se hace pasar por rockero para poder infiltrarse en una secta anarquista y despotricar con impunidad contra el hombre que fue Domingo. Hacia 2012 creeré haber fabricado una parodia fantástica y habré escrito otro bodrio monumental; también el inocente Moisés, hará tres mil quinientos años, creyó recibir de manos de Dios un prototipo de las milagrosas tablets de Steve Jobs y en realidad se trataba de unas tablas con mandamientos que prohibían los pocos juegos y diversiones que se habían inventado hasta ese momento.
¡Pobre Néstor! La muerte lo llevó a los sesenta años en una clínica ignorada luego de una lasaña casera, pero consiguió el funeral de estado que anhelaba su corazón, y se gastó mucho para conseguirlo, y acaso no hay gastos más superfluos que los de los funerales.

viernes, 4 de noviembre de 2011

Un futbolista del hambre


Por Martín Brauer y Sebastián Kleiman

La candente mañana en que cumplía treinta y cinco años, luego de un sueño intranquilo, Juan P. Lotas despertó convertido en un horroroso bichi Borghi. Al verse en el espejo comprendió que había escrito ya todo lo que tenía para decir como joven escritor, e, intuyéndose incapaz de competir con escritores de la talla y porte de Saer, decidió abandonar el ejercicio de la literatura para probar suerte en el football. Temeroso de incurrir en el pecado de tantos otros viejos escritores, que a cinco lustros de haber publicado por última vez sus poemas en una baldosa siguen gambeteando sin suerte al olvido en las áreas chicas de la literatura juvenil, a la espera de que una idea de centro a la olla les caiga en la cabeza, vendió al peso todos sus manuscritos al cartonero Brod e invirtió lo recaudado en un par de botines.
A la mañana siguiente, para probarse a sí mismo y al mundo que un hombre de treinta y cinco años puede ser viejo para ser reputado joven escritor pero no para ser reputeado por otro de setenta desde la tribuna, se probó en la segunda de Fulbense un par talle cuarenta y tres, que era la edad de Roger Milla cuando jugó su segundo mundial, y enfiló hacia el barrio de Nuñez, para probarse en la primera del recién descendido River Plate.
En la esquina de Udaondo, unos simpatizantes colgaban un banderazo con faltas de ortografía.  Indignado, Lotas les gritó: ¡“Bárbaros, ‘Pasarella, la puta que te parió´’ lleva tilde”! La turba, que no parecía simpatizar con la prosodia, se encaminaba ahora hacia él, en la esperanza de lincharlo. Una multitud de razones conminaba Juan P. Lotas a hacer una concesión. Finalmente, como quien no quiere la cosa, dijo: “Bueno, amén del tilde, que a cualquiera se le puede pasar por alto, debo admitir que con esas consonantes plosivas han logrado un feliz ejemplo de aliteración.” Para reforzar la lisonja, citó versos aliterados de la alta San Martín (/ponelo a Ponzio la p…/), luego recitó el final del Martín Ferro (/sacalo a Sacardi/), y estaba ya por pronunciar el piano piano de Mostaza Allighieri cuando recibió el puntapié inicial en mezzo del canto.
 Ahí nomás, de golpe y porrazo, los borrachos del tablón le forjaron a Juan P. Lotas, negro, el paladar. No habríamos sabido más de la zurda humanidad de nuestro héroe de no ser por otra manifestación riverplatense, que, providencial como rechazo de zaguero en la línea, en el preciso instante en que alguien blandía un arma circuncida que habría privado a J. P. Lotas de garra,  irrumpió por Figueroa Alcorta al grito de “Aparición sin vida de J.J. López”. Principió en ese momento una gresca de proporciones, que Juan aprovechó para escabullirse dentro del clú.
A gatas llegó al vestuario, aunque él nunca se percató de que las indicaciones para llegar hasta ahí se las había dado la mismísima Gata Fernández, que tenía entre manos la biografía de Agatha Christie escrita por Sócrates, el delantero brasilero: A Gata mais grande do mundo.  En la pizarra había una leyenda que rezaba: era el Beto Alonso persignándose. Juan no sabía ni quería saber ni quería preguntarle a nadie de qué jugador se trataba, porque creía que solo valía la pena aprender de jugadores muertos. La leyenda continuaba: “hoy prueba de nuevos talentos en la cancha auxiliar”. Y, en letra más chica: “El salir gambeteando desde el área propia es perjudicial para la salud del hincha”.
Deshizo Juan el nudo de Corbatta, se lavó la nuca para quitar todo rastro de Perfumo, y, después de un breve automasaje, y a pesar de que era un Viernes[1] negro, casi tan negro como el del crack de la bolsa surgido de Villa Fiorito, se endomingó de elegante sport y se dirigió a la cancha. Ni bien puso un pie en Céspedes, sintió la primera gota de lluvia, como quien oye llover. Al borde del campo se erguía el entrenador. Juan P. Lotas se presentó y solicitó entrar a la práctica.
-    ¿Y vos de qué jugás, pibe?  
-    Bueno, yo empecé escribiendo  a deux mano a mano con un marcador de punta; después tuve un período de escribir volantes de contención para un psicólogo, y desde hace unos meses escribo una zaga de poemas centrales.
-    Pibe, no cazo un fulbo de lo que decís. Esta es la prueba de la novena, a vos te veo jugando en la posición del Beto, ¿me equívoco?
-    De cabo a rabo, señor. Odio sordamente a Bethoven, especialmente su novena, cuyas melodías suenan de cuarta. En todo caso prefiero su quinta, que, según el rumor del clarín, suena cada vez más fuerte para reemplazar a la de Olivos.
-    No, pibe, quiero decir que te veo pasta de crack.
-    Me ofende, señor. Confieso que una vez he probado droga, pero jamás fui más allá de una pequeña sobredosis de heroína. Sepa que para mí el opio es el opio de los pueblos del Afganistán.
-    Pibe, a mí hablame en cristiano Ronaldo, que todavía debo dos materias para recibirme de técnico de las inferiores.
-    ¡Misógino! ¡Cómo se atreve a hablar así de las mujeres? ¡Varios hombres han demostrado ya que las mujeres no son inferiores! Que últimamente haya mucha poetisa escribiendo con los tampones de punta no significa que no haya ninguna que nos llegue a los poetas a los tapones. Además, las costureras son mayoría en el Gremio de Porto Alegre, pero nadie ha hilado más fino que Jean Paul Sastre.
-    Pibe, dejá de hablar y serví para algo. Andá y pateále unos penales al quinto arquero.

Ante la valla se erguía el guardameta. Juan P. Lotas ignoraba por qué debía ejecutarse la pena máxima, pero igual acató la orden, como acepta salir en el entretiempo el goleador que atraviesa una mala tarde. Debajo de los tres palos, ningún contrato podía atraer al Rey de los Hunos. No por nada le decían el Gardel del Mano a mano, el Cervantes del arco, el Stephen Hawking de los penales, el infatigable buscador de la red, el ladrón de guante blanco.  Siempre atajaba para los anales del travesaño. Era legendaria ya su tapada con una mano (on the one hand), y su vuelo de la muerte con mano cambiada (on the other hand) había elevado las pulsaciones y los testículos de más de cuatro tribunos de la San Martín.

-    Dale, pibe, pateá de una buena vez –le gritó el técnico.

Juan P. Lotas desanduvo el camino hasta los doce pasos, y, en su esfuerzo por impulsar el esférico, tropezó y cayó de espaldas al piso.
- ¡Como un perro! – dijo el técnico, y era como si la vergüenza debiera sobrevivirlo.


[1] Nota del preparador físico cortita y al pie: Viernes era el negro que asistía de free kick (patada libre Defoe) a Robinson, que jugaba siempre aislado y de pescador. Solo una vez en subida Robinson bajó y Crusoe la mitad de cancha para defender un corner (córner). Tan perdido se encontró en su propio área chica, que, en lugar de peinar la pelota, ese día cepilló.