miércoles, 2 de junio de 2010

Diario de un poeta rolinga en Villa Gesell (parte 36)


5 de enero

“Bueno, Rolo, ahora vamos a evaluar tu capacidad de liderazgo”, dijo una morocha, no sé cuál de las dos porque yo en ese momento estaba cabizbajo, vigilando al saltarín que seguía cabizalto y a punto de despegar uno de los billete de la malla de un cabezazo.

¡Creer o reventar! ¡En apenas un par de hora horas el saltarín Jack Flash me estaba haciendo más alzamientos que los carapintadas a Menem y Alfonsín juntos! Ahora que lo pienso y lo escribo, yo de chico siempre creí que los carapintadas eran esos yankis del grupo Kiss. Menos mal que la noche anterior a votar por primera vez para gobernador se me ocurrió preguntarle a mi viejo si Aldo Rico tenía algo que ver con Gene Simmons, y ahí nomás me dio con un vate e la cabeza (me revoleó un Martín Fierro de tapa dura que acababa de regalarme la profesora de literatura de tercer año porque había sido el primero de la clase en aprender a leer) y empezó a gritarme que me iba a desaznar. Yo me apuré a defenderme y le aclaré que nunca me gustó Pedro Aznar, porque hace música de putos. “Sos un salvaje, igual que todos los que apoyan a esta cruel democracia en que vivimos”, gritaba papá mientras me perseguía por toda la casa; “los carapintadas no tienen nada que ver con esos vagos forráneos que tocan la guitarrita para no ir a laburar (siempre puteando a los rockeros mi viejo, yo no sé cómo hizo para cumplir veinte años el mismo día que los estón sacaron Sticky Fingers y no conocer ni siquiera a Jagger de nombre); los carapintadas fueron los únicos patriotas que tuvo este país desde que derrocaron a los militares en el ‘83. Igual, no te preocupes, que el día menos pensado van a volver al poder de un día para el otro, así de golpe.”

Ay, cómo le gusta hablar al viejo de política. Siempre dice que las únicas urnas que sirvieron para algo en toda la historia fueron las de los antiguos griegos, porque no las usaban para votar sino para guardar las cenizas de los sinvergüenzas que inventaron la democracia.

“Rolo, acostumbrate a mirarnos a la cara cuando te hablamos”, dijo la misma morocha, “los buenos líderes siempre miran a los ojos a la gente en el trabajo, tanto a la alta jefatura como a los subalternos”. Decí que me agarró medio desprevenido porque si no ahí nomás le confesaba que yo, cuando me toca hablar con una alta jefatura (¡y qué altas jefas eran las dos, por favor!), no puedo dejar de subalternar la mirada entre las dos tetas.