sábado, 20 de febrero de 2010

Diario de un poeta rolinga en Villa Gesell (parte 19)


5 de enero


Me tomé un bondi que tenía un cartelito en el parabrisas que decía “Hasta las tetas X Cariló”, y que salió de la terminal más lleno que el 945 que me tomo en la estación de Quilmes y me deja a veinticinco cuadras de casa. En los asientos de atrás viajaba un grupo de voluntarios del cuerpo de bomberos “Llamas de Madariaga”, que habían sido alertados por el locutor de una FM acerca de un boliche que iba a arder esa noche en Pinamar. Aunque yo estaba bastante lejos, escuchaba que hablaban con orgullo de su trabajo. Recién a mitad de viaje me di cuenta que hablaban así porque se habían quedado sin autobomba y pensaban apagar el incendio con autobombo. (Al parecer la habían perdido en una misión suicida, por culpa de un gerente de compras bombero que, en vez de autobomba, les había comprado a unos iraníes un cochebomba usado porque era más barato). Toda el sector medio del bondi estaba ocupado por los suplentes de la cuarta división del C.A.S.I. S.E.R.E.S. H.U.M.A.N.O.S. Rugby Club, que, por el olor a vómito que tenían, seguramente se habían ido de gira la noche anterior. La primera mitad del viaje se la pasaron haciendo pogo en el pasillo (después me explicaron que no era un pogo, sino una práctica de escraun o algo por el estilo), y después, ya más tranquilos, organizaron una competencia para ver quien rompía más ventanillas con la cabeza, incluido el parabrisas del conductor.

Minitas había pocas, apenas un par de remarcadoras de precios agradecidas con el gobierno porque, gracias a la inflación, habían encontrado trabajo, y que se bajaron en el COTO que está justo a la salida de Villa Gesell. Cuando volvimos a enfilar para Pinamar me di cuenta que atrás mío no iba alguien con una radio prendida sino dos chicas que hablaban hasta por los codos, menos mal que los apoyabrazos estaban acustizados. Como no me animaba a sacarles una foto con el celu por encima del asiento para ver qué tal estaban, me puse a escuchar lo que decían. Al principio pensé que eran de Berazategui o de algún lugar de zona sur, porque se comían las “s” finales igual que mi hermana. Lo que no entendía era por qué pronunciaban las “s” que hay entre una palabra y otra como si fuera una “j”. Por ejemplo, en lugar de decir “a mí las olas grandes no me asustan”, decían “a mí la jola grande no me ajustan”. Como los poetas vivimos pendientes de estas cuestiones que no le interesan a nadie, me paré en el asiento, me di vuelta y les pregunté: “Chicas, perdonenmen, ¿de dónde son?” “¿De dónde te creé que somo?”, dijo la que tenía puesta una remera de Ñuls. “Somo de Rosario, ¿o so ciego?”, dijo la otra, que tenía puesta la camiseta de Central. “Uy, son de Rosario, me hubieran dicho y les cantaba Stray Cat Blues” dije y apenas pude esquivar por un flequillo el sombrillazo que me tiró la de Nuls como si yo fuera un canalla, y el bronceador que me revoleó la de Central como si fuera yo un leproso. “Ey, che, me rindo, era un chiste”, dije mostrándoles el pañuelito estón como una bandera blanca. “Ya tenía que salir un porteño de mierda a joderno con el tema de lo gato”, dijo la de Ñuls. Yo no sabía si tomar lo de “porteño de mierda” como un insulto o un halago, lástima que no estuviera ahí la rubia para escucharlo. “No soy porteño, che, soy de Berazategui”. “¿Y dónde queda eso?”, preguntó la de Central. “En zona sur”. “Zona Sur ¿de dónde?” “Del Gran Buenos Aires” “Entonce so de Buenojaire, so porteño”.

De nada sirvió que les jurara que no había estado en la capital más que tres veces en mi vida: esa vez que me bajaron los dientes de leche en la cancha de Boca, la excursión la Parque Rivadavia con la escuela primaria, y el día en que me quedé dormido en el bondi y me desperté en Constitución. No hubo caso, para las rosarinas yo seguía siendo un porteño de mierda. Lo único que llegué a arrancarles era el motivo de su viaje; iban a Pinamar porque en Gesell les habían dicho que ahí era el único lugar de la costa donde se podía pegar faso pinito. Lo peor de todo es que, justo con las rosarinas empezaban a hablar, el flaco que viajaba al lado mío me cagó a putedas y me dijo que me sentase. “Sentate negro cabeza del conurbano”, me dijo. “Ven, chicas”, les dije a las rosarinas antes de que me sentaran de una piña, “él es un porteño, no yo”.

jueves, 18 de febrero de 2010

Diario de un poeta rolinga en Villa Gesell (parte 18)


5 de enero

Al final me comí un par más de sándguches de pan con manteca y azúcar, así que, en lugar de irme a dormir, terminé en haciendo futing en la orilla con unos empleados del Banco de Arena que se entrenaban para las corridas bancarias de marzo. Cuando quise darme cuenta estaba otra vez en las playas del centro, rodeado de botellas vacías, forros usados y familias que intentaban aprovechar la mañana para tomar sol sin que sus hijos les preguntaran todo el tiempo por qué los cigarrillos de la gente grande tenían un olor tan raro. De a poco los efectos del pan con manteca y azúcar comenzaron a disiparse, y palmé en mitad de un médano como si me hubiera caído un coco en la cabeza.
Desperté ya entrada la tarde, a la sombra de una nube formada por la evaporación del chivo de mi frente. (Ahora entiendo el título del disco Sopa de cabeza de cabra.) Tampoco había personas a la vista; apenas un ave carroñera que se relamía por mi olor a muerto y un lobo de mar notablemente excitado por mi aliento. Como no me gustan mucho los animales, los espanté cantándoles con voz ronca de recién levantado el tema Get Off of my Cloud.
Me di un chapuzón para despabilarme, y de paso lavarme los dientes con el dedo y vaciar la vejiga. Cuando salí del agua me hice la milanesa para que la arena me protegiera del sol, aunque a esa altura, después de haberme quedado dormido en el médano, hasta el pelo se me había teñido de colorado. No sabía si volver al departamento o mandarme de una para Pinamar, a ver si encontraba a la rubia para robarle un beso o, si fracasaba, ir a buscar a mi primo para desvalijarle el chalecito por despecho. Finalmente, después de consultar un par de oráculos que caminaban por la orilla, decidí hacer las dos cosas: primero pasar por casa para dejarle una notita a Juan, y después seguir camino hasta la terminal, que queda ahí cerca, y tomarme el primer bondi a Pinamar.
En la casa solo encontré una araña y una mosca que se habían vaciado el tarro de azúcar y bailaban colgadas del techo al ritmo de la versión de The Spider and the Fly andplague del disco Stripped. De alguna manera Juan y su amigovio se las habían ingeniado para volver al departamento, tomar merca y darse masa. Eso lo deduje porque me acordé que Juan une vez me dijo que es disco no le gusta, que solo lo pone cuando se pasa de rosca con el tarro de azúcar y le pinta hacer un strip-tis. Saqué una hoja de mi cuaderno y escribí:

Me voy a Pinamar a pegar minita, no como vos que sos puto. Chau.

Dejé la nota sobre la mesa y me fui cantando I’m Free, el siguiente tema del disco, pero sin mover demasiado los brazos ni los hombros porque los tenía rojos por el sol y me ardían.

miércoles, 10 de febrero de 2010

Diario de un poeta rolinga en Villa Gesell (parte 17)


4 de enero

Inspirado por la rubia, decidí yo también volver a mi medio ambiente por la playa, que a esa altura, ya casi de día, parecía una playa de Brasil en pleno carnaval: había parejas en todas las posiciones imaginables, y otras que, directamente, desafiaban a la imaginación. La más bizarra era, lejos, la de Juan y su amigovio, aunque de cerca no eran más que una simple pareja gay que, por estar pegoteada, tomaba mate al ritmo del tema Cachete con cachete sin poder darse masa.

Esquivé a un par de hippies treintañeros que seguían cantando temas de la película Tango Feroz y me prendí el porro que encontré tirado al lado de una parejita de cumbieros que se estaban apuñalando por motivos pasionales. A la altura del muelle vi que el viejo seguía firme en su puesto de trabajo; trataba de bajarle la caña a una chica que, después de haber planchado en el boliche, había querido suicidarse metiéndose en el mar con una piedra de faso en cada bolsillo pero que ahora, arrepentida, volvía a hacer la plancha para no ahogarse.

Llegué al medio ambiente fisurado, porque entre la locura, el cansancio y el pedo que tenía, me llevé puesto un cantero del vecino. (¡Ay, qué dolor!) Por suerte Juan y su amigovio no estaban ahí, así que tenía la cama para masturbarme tranquilo pensando en la rubia. Antes de acostarme me tomé medio litro de cerveza para tener una buena resaca, y me clavé un sánguche de manteca y azúcar para matar el bajón. Después de una hora de dar vueltas carnero en la cama sin poder dormir, me acordé de que Juan una vez me había dicho que él guardaba la merca en la azucarera por si las moscas. Con razón me habían dado tantas ganas de ponerme a cantar Brown Sugar.

Como sabía que iba a tardar al menos dos horas en dormirme, saqué el cuaderno y me puse a escribir todo lo que me pasó ayer. ¡Qué día largo, por Dios! Ahora ya me está dando un poquito de sueño, aunque pensándolo bien podría hacerme otra sanguchito de manteca y azúcar… ¿por qué no?

martes, 9 de febrero de 2010

Diario de un poeta rolinga en Villa Gesell (parte 16)


4 de enero

La castaña era una mala onda total: abría la boca solo para contradecirme o para corregir mi pronunciación tanto en inglés como en castellano, y lo peor de todo es que no me dejaba acercar a la rubia por ninguno de los costados. Se interponía entre ella y yo como esas señoras que acompañaban a las minas cuando salían por primera vez con tipos, para vigilar que no les metieran mano.
“Chaperonas”, volvió a corregirme la castaña con su tonito de sabelotodo, para mostrarme cuántas palabras raras sabía. “Si fueras una verdadera "chaperona" me dejarías "chapar "con tu amiga, o al menos intentarlo”, le dije. “Además, si seguís corrigiéndome cada vez que hablo nunca vas a aprender los yiros del conurbano”. “Tiene razón, Emily”, saltó la rubia a defenderme, “si no dejás que hable nunca vamos a poder terminar nuestras tesis”, y sacó un cuaderno para tomar apuntes.
Justo en ese momento llegamos a la playa, que a esa altura de la noche estaba más llena que el boliche. Había parejas besuqueándose por todos lados y un bañero que hacía horas extras como conserje. “El sector de tríos es a la izquierda, síganme”, dijo el bañero y nos llevó hasta un fogón donde estaban cantando temas de los Catupecu Machu y de Soda Stereo. La rubia y la castaña se sabían todas las letras, así que no me quedó otra que sanatear haciéndome el que las conocía. La castaña no me dejaba pasar una: llevaba una lista con todos mis errores y me los corregía al final de cada tema. “Es que con el labio hinchado no puedo pronunciar bien”, le decía yo para justificarme.
Cuando comprendí que no había chances de que los violeros consideraran a Jagger, Richards y Watts como el trío de los Estón originales, me acerqué a la rubia y le dije al oído que me acompañara a la orilla “Tengo algo importante que decirte”. No sé cómo hizo la castaña para escucharme, pero fue ella la que respondió. “No puede, tenemos que irnos, le dijimos a su papá que íbamos a estar de vuelta antes de que amanezca”. “Emily tiene razón, tenemos que irnos”, dijo la rubia, “pero venite mañana a Pinamar así vamos a la playa y de paso te hacemos unas preguntas para nuestras tesis”. “Esperen”, dije, “las acompaño a tomar el bondi”. “¿Qué bondi? Nos vamos en la cuatro por cuatro de mamá. La dejamos estacionada acá cerca, en la orilla”, dijo la rubia. “¿Pero saben cómo volver solas a Pinamar?” “Fácil, igual que como vinimos: todo derechito por la orilla hasta llegar a Bunge. Es imposible perderse.”
La castaña se fue sin saludar. La rubia me dio un beso en el cachete y una de sus notitas autoadhesivas con su número de teléfono de teléfono. “Atrás está la dirección del chalecito que alquiló papá”, dijo y se perdió en la oscuridad. Acerqué el papelito al fogón para poder leer:
Submarino Amarillo Nº9
entre Corbeta Misilística Massera
y Lancha Torpedera Liniers
Yo no sabía que Pinamar tenía un puerto, y menos me imaginaba que el puerto pudiera tener “chalecitos”. Menos mal que tengo memoria fotográfico (mis amigos dicen que es un flash), porque acerqué tanto el papelito al fuego que terminó por quemarse. Mientras me chupaba los dedos chamuscados escuché el ruido de un motor que se encendía. A lo lejos se prendieron las luces de la camioneta y la rubia salió arando, levantando una tormenta de arena y atropellando a una parejita en la maniobra. Yo me acerqué hasta la minita, que ya estaba más muerta que viva, y le planté una botella de Vodka vacía que había tirada por ahí, así a la justicia no le quedaban dudas de quién había sido responsable del accidente.

lunes, 8 de febrero de 2010

Diario de un poeta rolinga en Villa Gesell (parte 15)


4 de enero

Justo cuando los imitadores de Jagger y Richards habían descubierto la traición del falso Wyman, y ya podía olerse en el aire la sangre y el vino de una nueva batalla campal en la pista, vi a la rubia salir del baño mujeres. Venía contoneando las caderas mientras arrastraba del brazo a su amiga, una flaca de pelo castaño como el de Mick Taylor y la cara de susto de Jagger cuando vio a uno de los Hells Angels apuñalar a un flaco del público en mitad de Simpatía por el Demonio. “Sorry por la demora”, me dijo la rubia, “no podía sacarla del baño. Se había encerrado en uno de los retretes y quería llamar a la policía porteña para que viniera a buscarla.” Y enseguida agregó: “Che, qué caro que es Gesell. Quise retocarme el maquillaje y le pedí un poco del polvo para la nariz a unas chicas en el baño, pero quisieron cobrármelo más caro que en el free shop del Buquebús. Y no sabés cómo se pusieron cuando quise explicarles que les convenía más usar el espejo grande en lugar de agacharse todo el tiempo sobre ese espejito de mierda que tenían. Casi me matan.”

“¡Hola, Castaña!, le dije a la amiga de la Rubia para hacerme el simpático, ¿cómo te llamás?” La mina me miró con cara de asco y dijo un nombre en inglés que no entendí, porque no era ni Carol ni Angie ni ningún otro nombre que aparezca en las canciones de los estón. Traté de repetirlo y me mordí uno de los labios hinchados. “Bueno, para mí vas a ser Cacha”, le dije, “Cacha Castaña. Bueno, Cacha, un gusto conocerte. Ahora tu amiga y yo nos vamos a dar un paseíto por la playa, chau, pasala lindo”. “Voy con ustedes”, se apuró a decir la castaña mientras se atenazaba al brazo la rubia para dejar en claro que hablaba en serio.

No hubo manera de sacárnosla de encima, aunque la rubia no hizo demasiados esfuerzos que digamos. Igual no era momento de quejarse, porque la verdad es que disfruté mucho salir del boliche con las dos minas ante el asombro y los aplausos de la barra de Quilmes, que seguían pateando la cabeza del Wyman caído en desgracia. Por un momento me sentí tan langa como Jagger en el video de Sex Drive, lo malo era que la castaña se había puesto en el medio y no me dejaba acercarme ni a ella ni a la rubia. No tuve más remedio que darles charla, por suerte la playa estaba a un par de cuadras nomás.

“Che, Cacha, ¿y vos qué hacés?”, le dije a la castaña, que estaba más cerca. “Ya te dije que no me digas Cacha, me llamo Emily y estudio Letras en la misma universidad que Enriqueta. De ahí nos conocemos”. “Mirá vos, qué copado, che. Yo siempre quise estudiar las letras de los estón, pero me dijeron que para eso antes tenía que aprender inglés y terminar el secundario. ¿Vos las letras de qué banda estudiás?” “De ninguna, nabo, estudio Letras porque me gusta la sintaxis.” Por un momento pensé que me estaba hablando de una ciudad en donde no había más que bondis y remises, pero cuando empezó a hablar de sujetos y predicados me di cuenta de que se refería a otra cosa. “Emily está preparando su tesis sobre Giros Idiomáticos del Conurbano”, dijo la rubia, “seguro vos podés ayudarla”. Entre el viento que soplaba desde la playa y la papa que la rubia parecía estar masticando cada vez que hablaba, yo entendí algo así como “yiros y neumáticos del conurbano”. “Yiros conozco bastante”, le dije, “pero de neumáticos no sé nada, a menos que te refieras a las gomas de los yiros”. La rubia se rió como si yo hubiera dicho una gran ocurrencia; la castaña me miraba con ganas de matarme.

viernes, 5 de febrero de 2010

Diario de un poeta rolinga en Villa Gesell (parte 14)


4 de enero

Entre la calor que hacía adentro del boliche y el calor que me había hecho pasar la rubia en la pista, yo estaba tan chivado que tenía miedo que el número setenta y nueve de la remera se me estampara en el pecho. Si sabía me ponía otra que tengo con la tapa del disco Tattoo You, que es mucho más colorida y adecuada para el caso. Para colmo, todavía tenía los labios hinchados y la transpiración me hacía arder las encías más que las patadas que me bajaron los dientes de leche cuando fui por primera vez a la bombonera. ¿Qué le voy a hacer?, siempre tuve problemas con la hinchada de boca.
“Rubia, ¿no querés que vayamos a tomar un poco de aire fresco con vino tibio a la playa”, sugerí. “Bueno”, me dijo, “pero esperá que voy a avisarle a mi amiga.” Vi como la rubia atravesaba el boliche dejando a su paso ríos de baba que corrían desde la boca de todos los flacos hasta la lengua de sus remeras, mientras yo trataba de identificar a otra rubia, castaña o pelirroja que desentonara en la pista los temas de los estón. Lo único que veía eran parejitas de flequillos largos que bailaban dándose una mano y sosteniendo cada uno su cerveza de litro con la otra, un par de batallas campales entre barras bravas de equipos de Primera C de donde, cada tanto, salía un inconsciente manchado con una mezcla de vino y sangre, y dos flacos que se disputaban una mina en una competencia de imitaciones de Jagger y Richards mientras la mina transaba con otro flaco que, evidente, disfrutaba más imitando a Bill Wyman. (Mi amigo que sabe leer en inglés me contó que Bill era el Rolling con más levante. Al parecer levantaba minas con pala, aunque yo una vez quise hacerlo y acabé en la comisaría por querer convidarle merca a una cana de civil. A lo que iba es que mi amigo me contó que Bill era un langa total que le gustaba curtirse a las mujeres de sus amigos. Me dijo que su apellido artístico se lo pusieron los propios amigos engañados, porque cuando descubrían la traición todos le hacían la misma pregunta: ¿Wyman? Yo nunca entendí la anécdota, pero igual la anoto en este diario porque quizás algún día alguien la lea y la entienda).

jueves, 4 de febrero de 2010

Diario de un poeta rolinga en Villa Gesell (parte 13)


4 de enero

Llevar a la rubia al centro de la pista fue un error, no había manera de hacerle entender siquiera los pasos más rudimentarios de la danza estón. Volcaba los hombros hacia adelante en vez de hacia atrás, levantaba la mano izquierda en lugar de la derecha, se señalaba a ella misma con el índice en vez de señalar al otro, y, lo peor de todo, cantaba encima del tema en perfecto inglés en lugar de sanatear a la que te criaste. A los cinco minutos todo el mundo nos estaba mirando con ganas de practicar tiro al blanco con un porrón de cerveza. “¡Qué divertido! ¡Qué barato se divierten los pobres!”, gritaba la rubia totalmente descontrolada, mientras anotaba unas frases en unos papelitos autoadhesivos y se los pegaba en la frente. “Rubia, me estás haciendo quedar en ridículo delante de los barra brava de Quilmes. Explicame qué hacés pegándote esos papelitos en la frente”, le dije. “Estoy tomando nota mental de todo lo que veo así lo incorporo a mi tesis”, me dijo y se pegó otro papelito en el zapato. “¿Y eso?”, le dije. “Eso fue una nota al pie”.

Mientras trataba empujar a la rubia hacia un costado de la pista, nos chocamos con Juan y su amigovio que todavían seguían pegados por la transpiración. Como sé que a las mujeres les caen bien los homosexuales porque son los únicos hombres que les dan charla sin esperar nada a cambio, traté de mostrarme simpático con la pareja. “Ey, amigos, qué pasión la de ustedes, eh”, les dije impostando una bondad tan falsa que hasta a mí me dio asco, “¿che, para cuando el casorio?”. Los dos me miraron con el ojo que no tenía pegado al del otro y me respondieron al unísono, porque era la única manera que tenían de mover las bocas sin lastimarse: “¿qué casorio ni qué casorio? Lo que necesitamos es un abogado y un juez que no ayuden a tramitar la separación”, y se alejaron bailando Brown Sugar como si fuera un tango. “¿Y, rubia? ¿Qué te parecieron mis amigos guei?” “Hay que matarlos a todos”, dijo. “Eso es lo que nos dice el profesor de Diseño de Campos de Concentración que acaba de presentarle un proyecto a Macri para construir un hotel gay unfriendly en el edificio de la ESMA.”

miércoles, 3 de febrero de 2010

Diario de un poeta rolinga en Villa Gesell (parte 12)


4 de enero

Me hice unas gárgaras con los hielos, que ya se habían despegado por el calor, y recité mi poema:




Nací en el fuego cruzado
entre la policía
y mi padre,
que era barra brava de Huracán
y le pegaba a mi madre porque a la noche se iba a trabajar
Fui criado por una vieja rusita que no creía en el niño Dios
y que una noche, mientras yo dormía, casi me hace la circuncisión
Soy el saltarín Marcelo, como dicen los estón, me pintaron de negro.

Soy el saltarín Marcelo, agachate y conocelo.


“Buenísimo”, me dijo la rubia, “nunca antes había conocido un poeta ni leído un poema. Después mandámelo por mail así lo llevo a mi clase de Literatura del Siglo sin un Cobre del Conurbano Bonaerense”. “¿Qué? ¿Me vas a dar tu mail?”, dije tartamudeando, mientras deslizaba mi mano derecha entre la bermuda y el calzoncillo para acomodarme la erección. “Ay, qué dulce que sos”, dijo la rubia. “Claro que te voy a dar mi mail. No solo eso, te voy a dar también mi número de celu así me llamás y te venís mañana a Pinamar a conocer a mis compañeras de la facu. Tenemos que hacer un trabajo de marketing zoológico sobre los segmentos XYZ menos diez y XYZ diez a la menos uno y alguien como vos nos viene como cuatriciclo a la cuatro por cuatro”. No le pude responder porque me cerraban la garganta la emoción y el hielo que me acaba de tragar.
“¿Qué olor raro que hay acá, ¿no”, dijo la rubia y miró a todos lados para ver de dónde venía. “Es olor a faso”, le expliqué, “¿vos no fumás?” “No, una sola probé un porro mezclado con Virginia Slims y casi me muero de tuberculosis. Además, allá, en Pinamar, si te pescan con faso te deportan a Gesell. Lo que sí tengo ganas de probar es Bicho, me dijeron que es afrodisíaco.” “Sí, en Berazateguí hay mucho bicho”, le dije, “sobre todo en verano. Es un peligro por el tema del Dengue, ¿viste?” Volví a acomodarme el calzoncillo porque la erección comenzaba a ceder. “¿Y chupar te gusta?” Logré esquivar la cachetada de la rubia por un flequillo y me apuré a aclarar: “quise decir si te gusta tomar alcohol” “Ah, disculpá, pensé que me estabas hablando de otra cosa”, me dijo ella. “Sí, me gusta el Miami Libre, pero solo si lo hacen con el ron que trae un gusano en la botella. También me gusta el shampú.” “¿En serio?”, le dije, “de chico con mis hermanos tomábamos mucho shampú, hasta que mi mamá nos descubrió y durante un año dejó de comprar y tuvimos que lavarnos el pelo con jabón. Por suerte habíamos encanutado dos sobrecitos que nos alcanzó para bañarnos todo ese tiempo”
No sé por qué, me pareció que la rubia me miraba con un poco de asco. Para evitar que se fuera sin dejarme su celular renuncié a mis principios y le pregunté si le gustaban los bitels. “Un poco, no mucho. En realidad esta remera es de mi mamá”, me dijo. “Yo pensaba venir con una de Britney Spears pero mi hermanito me dijo que me iban a linchar en la 3, así que pedí ésta prestada.” “Y los Rolling no te gustan?, le dije. “Muy poco”, me dijo, “solo cuando tocan bosa nova y Jagger canta con vos de mujer. Pero acá parece que a todo el mundo le gusta.” “Porque son lo más grande que hay. Vení, rubia, que te explico como se baila esto”, dije y me la llevé de la mano para la pista que pasaba música de los estón de los años sesenta y setenta.

martes, 2 de febrero de 2010

Diario de un poeta rolinga en Villa Gesell (parte 11)


4 de enero

“Ay, qué tierno, un poeta”, dijo la rubia. Y enseguida agregó: “¿Y se gana bien con eso?” Le dije que la mano estaba dura. “La competencia es feroz: en las peñas y recitales siempre hay más poetas que público, y últimamente están apareciendo poetas que ni siquiera saben leer ni escribir. La verdad es se gana muy poco, hace dos semanas los organizadores de una peña me premiaron con una copa de vino blanco por haber leído el poema más corto, y esta semana me enteré que gané un concurso para publicar mis obras completas pagando nada más que diez mil pesos. ¿Y vos qué hacés, rubia?” “Yo trabajo de hija y estudio”, me dijo. “Mi papá me paga un sueldo para que critique todo lo que hace mi mamá y para que vaya de compras una vez por semana al shopping, y así evitar que la economía entre en recesión. Igual, por suerte, es un trabajo part-time, que me deja tiempo para chatear con mis amigas y darme de vez en cuando una vuelta por la facu.” “¿Qué estudias?” “Una carrera nueva que se llama Artes Fascistas Combinadas”, me dijo, “tiene un poco de Sociología del Marketing, Historia del Nazismo, y algo de Diseño de Campos de Concentración. Es una carrera corta que solo se estudia en la Universidad Alfredo Astiz de Plaza de la Horqueta. De hecho estoy acá haciendo trabajo de campo para mi tesis que se va llamar “¿Cómo hacen los pobres para divertirse?: un análisis etnográfico de los negros cabeza”.

La verdad es que yo no entendía nada de lo que me hablaba la rubia, un poco porque ella usaba palabras muy difíciles y otro tanto porque yo estaba haciendo un esfuerzo sobrehumano por mirarla a la cara y no bajar la vista a sus tetas. “Contame un poco de tu poesía”, me dijo, “¿qué poetas te gustan?” “En realidad casi no leo poesía de otros”, le dije, “para que no influencien mi estilo. Pero mi libro favorito y mi fuente de inspiración es una traducción al español de las letras de los estón que compré en Parque Rivadavia, una vez que fui de excursión a la capital con el secundario. El problema es que está traducido al español de España, y hay muchas palabras que no entiendo. La que más me gusta es El Saltarín Jack Flash, ¿querés que te lo recite?” “Dale”, me dijo. Tosí un par de veces para aclarar la garganta, escupí un garzo, volqué los hombros para atrás y empecé a mover los brazos como Jagger:

Yo nací en el fuego cruzado de un huracán
y aullé a mi madre bajo la lluvia torrencial,
pero ahora está todo bien,
de hecho es fantástico.
Soy el saltarín Jack Flash, es fantástico, fantástico

Fui criado por una bruja desdentada y barbuda,
me educaron fajándome la espalda,
pero ahora está todo bien...

“Buenísimo, me encantó”, dijo la rubia. “Sí, para mí Jagger es el mejor poeta inglés y del mundo. Un día en una peña un flaco me dijo que había otro poeta inglés muy bueno, un tal Yekspir, pero como nunca encontré ningún disco de él no te sabría decir.” “A ver, recitame un poema de los tuyos”, me dijo. “Justo el otro día escribí uno inspirado en el que te acabo de recitar. Se llama El Saltarín Marcelo, agachate y conocelo.

lunes, 1 de febrero de 2010

Diario de un poeta rolinga en Villa Gesell (parte 10)


4 de enero

Le dije a la rubia que un beso estaría bien para empezar. “Una le da una mano y ellos enseguida te piden el codo, típico de negro del conurbano”, dijo y me puso el codo en la cara para que se lo besase. “No, no, un beso en la boca”, le dije. “Ni en pedo”, me contestó, “mirá cómo tenés ese labio de hinchado”. Me di cuenta de que iba a tener que remarla, menos mal que la hinchazón de la boca me daba mucha labia. Me inspiré y le pregunté el nombre. “Me llamo María Enriqueta de Anchorena y Beruti”. “Ah, sos de la capital”, le dije para demostrarle mis conocimientos de geografía. “Ay, nada que ver, nene,”, me dijo, “Anchorena y Beruti es mi apellido, soy de Ishidro”. “Mirá vos, yo tengo un primo lejano que también vive en Isidro Casanova. Antes éramos primos cercanos porque vivíamos los dos en Berazategui, pero cuando se casó de apuro se mudó porque decía que Isidro Casanova era el único lugar del conurbano donde todavía se construían monoblocks nuevos.” “Ay, no entendés nada”, me dijo, “soy de Shan Ishidro, zona norte, en donde están el SIC y el CASI, ¿conocés esos clubes?” Le dije que no, cosa rara porque yo me sé el nombre de todos los clubes de fútbol de la Argentina. Probablemente habían ascendido a Primera D en diciembre, y por eso todavía no los conocía ni de nombre.
“¿Venís siempre a este boliche?”, le pregunté en otro rapto de inspiración, cuando vi que nos estábamos quedando sin tema de qué hablar. “No, es la primera vez que vengo”, dijo, “de hecho es la primera que vengo a Gesell en mi vida.” “¡Qué casualidad!”, le dije, “yo también. De chico iba siempre a la Bristol o a Mar de Ajó, ¿vos a dónde ibas? “Yo veraneé toda mi vida en Pinamar, pero papá nunca nos dejaba ir más allá de Cariló”. “¿Queda lejos eso?, le pregunté. “No te puedo creer”, me dijo, “¿en serio no sabés dónde está Pinamar? Queda acá nomás, a quince kilómetros.” “Ah, sí, ya sé”, mentí que me acordaba, “justo ayer me encontré a mi primo Pedro que tiene unos negocios allá. Probablemente vaya mañana a darle una mano.” “¿En serio? ¿A qué se dedica tu primo?” “Eh… hace… mudanzas de verano… viste que hay mucha gente que no le gusta andar de un lado a otro con las cosas con este calor, así que él le lleva las cosas.” “Pero mirá qué copado tu primo, che. ¿Y vos a qué te dedicas?” “Yo soy poeta”, le dije. Enseguida le aclaré: “escribo poemas”.