domingo, 31 de enero de 2010

Diario de un poeta rolinga en Villa Gesell (parte 9)


4 de enero

En el boliche estaba todo Gesell, hasta las manos de Fillipi. No cabía ni un alfiler, así que tuve que dejar el de gancho que me sostenía las bermudas en el guardarropa y ponerme el pañuelo de cinturón. El lugar tenía dos pisos (uno de parquet y otro de baldosa) y tres pistas para todos los gustos: en una pasaban discos de los Rolling de los años sesenta y setenta, en otra, discos de los Rolling de los años ochenta y noventa, y en la tercera pasaban música de los Ratones y de Viejas Locas. Llegar hasta la barra estaba más complicado que atarse los cordones de las topper en un recital de los estón en River, así que tuve que tirarme un par de pedos silenciosos para que la gente me dejara pasar hasta una barra que atendía una petisa que rebajaba los tragos para sentirse más alta, y que sabía tanto de bebidas como yo de francés. Igual la carta tenía menos renglones que un Haiku: las únicas opciones eran birra, vino de cartón y fernet con cola de carpintero, como lo tomamos nosotros en Berazategui.

Mientras revolvía mi fernet con el dedo para despegar los hielos del vaso de plástico, sentí una mano en la espalda. Un gordo le había tirado una trompada a un flaco que estaba sentado a mi izquierda y sin querer me había pegado a mí. Para evitar otro accidente de esos, me fui chupando los hielos (el fernet y la cola se habían caído al suelo con el golpe) hasta el centro de la pista, donde encontré a Juan con su amigovio. Bailaban Angie muy apretados, pero al rato me di cuenta de que no los unía el amor o la calentura sino la transpiración que los pegoteaba uno a otro. Por suerte para ellos estaban pasando una serie de lentos, ¿pero que iba a pasar cuando empezara el pogo de Satisfaction? Lo bueno era que en esas condiciones Juan y su amigovio difícilmente podrían patear las cuarenta cuadras hasta el medio ambiente, así que esa noche, al menos, lo tenía para mí solo. Era mi oportunidad de pegar minita.

Primero puse en práctica la estrategia de pararme en un pasillo y agarrarle la mano a toda minita que pasara, pero a los dos minutos tuve que empezar a agarrarle las dos manos juntas porque ya me había comido unas cuantas cachetadas. Finalmente, después de hora y media de intentos fallidos, una minita pareció darme bola .Al menos se quedó parada en el lugar sin pedir ayuda a su novio o a algún patovica. Enseguida me di cuenta de que era una mina muy rara. Era rubia, pero increíblemente no tenía las raíces negras como todas las rubias que yo había conocido antes. También el color oscuro de su piel era distinto al color oscuro de las rubias que yo conocía. Se notaba que era producto del sol, porque la bikini le había dejado unas marcas de piel mucho más blanca. Tenía puesta una remera de los Bitels, pero, como estaba buena, en vez de bardearla (cosa que se merecía por llevar la remera de esos putos), me puse a cantarle el único tema de los Bitels que conozco: Aiwonajoliorjen, ese que dice Aiwonajoliorheeeee….

“Bueno, ya me agarraste la mano”, me dijo ella, “¿ahora qué más querés?”

sábado, 30 de enero de 2010

Diario de un poeta rolinga en Villa Gesell (parte 8)


4 de enero

Llegué a casa agitado un poco por el susto que me dio la cajera y otro poco por el miedo a encontrar a Juan y a su amiguito en nuestra cama. Solo a mí se me ocurre alquilar un departamento con una sola cama de dos plazas con un flaco que es gay. Por suerte no había rastros de la pareja, más allá de unos forros usados y un tarro de vaselina que encontré en la mesita de luz. En el grabador todavía seguía sonando el disco Still Life, que Juan pone de fondo cada vez que pinta un cogollo recién cosechado para su serie de naturalezas muertas. Otras veces pone algún disco de Robert Plant, me dijo. Yo creo que esta vez dejó el disco sonando para no asustar a los vecinos con sus gemidos durante la siesta y convertir a Gesell en Sodoma y Modorra.
Aproveché entonces que tenía el medio ambiente a mi disposición para cambiar de música. Saqué el compac de Still Life y puse Flashpoint. Después fui a la cocina y me comí tres sándwiches al hilo (no había en todo el medio ambiente un miserable cuchillo para cortar el hilo del salamín) en lo que canta Jagger Start Me Up, el primer tema del disco. Cuando fui a la heladera a buscar algo de líquido para bajar el pan que tenía atorado en la garganta, lo único que encontré fueron las gotitas que se pone Juan para no salir con los ojos rojos en las fotos con flash.
Después de ducharme y practicar unos pasitos de Jagger frente al espejo del baño mientras me planchaba el flequillo, me pusé las topper, el pañuelito y una remera que dice Rolling Stones y tiene el número setenta y nueve en la espalda, que yo siempre creí que era el uniforme de mi escuela secundaria de Berazategui.
Pateé las cincuenta cuadras hasta el centro en menos de dos horas, haciendo escala en la 3 y 120 para jugarme unos fichines en el flipper de los Rolling. Perdí rápido porque me costaba mucho darle a la bola y hacer el pasito de Jagger todo junto, pero eso me ayudó a llegar al centro justo a tiempo para hacer otras dos horas de cola en el boliche que recién abría.
Lamentablemente el patovica me mandó a una fila que era solo de varones, así que mucho no se podía encarar. Adelante mío había dos pibes de treinta que hablaban de las materias que se habían llevado a marzo; atrás había un grupo de rugbiers de zona oeste que venía de destruir un shopping mall por aburrimiento y que ahora pretendía que todos los que estábamos en la fila hiciéramos un mol gigante para entrar al boliche a los empujones sin pagar entrada. Cuando finalmente llegué a la boletería, el patova me miró de arriba abajo y me preguntó: “¿De qué año es Sticky Fingers?” “¡Mil nueve setenta y uno!”, me apresuré a responder. “Bien, pibe, pasá”, me dijo el patova, “aguante los estón”.
¡Aguante los estón carajo!

viernes, 29 de enero de 2010

Diario de un poeta rolinga en Villa Gesell (parte 7)


4 de enero

Cuando salí del muelle ya era casi de noche y el sol pegaba menos que una lata de Liberty. Las topper que había pescado estaban muy mojadas, así que decidí volver al medio ambiente y ponerme uno de los dos pares que me traje de Berazategui. De paso, pensé, juntaba coraje y me daba una ducha antes de ir al boliche a encarar minitas. Como seguía con el estómago más vacío que tribuna visitante del Nacional B, paré en un minimercado a comprar un poco de fiambre para hacerme unos sánguches. La cajera resultó ser casi tan fanática de los estón como yo. No podía saber si estaba buena o no, porque hacía rato que no pasaba por la peluquería y el flequillo le tapaba la cara y las tetas, igual que al Tío Cosa. Tenía puesta una musculosa con la tapa del disco Flowers, así que empecé a cantarle Ruby Tuesday, a ver si se copaba y me hacía un descuento. (Tanto cruzarme con rusitos y rusitas comienza a afectarme, veo). Intuí que la cajera sonreía por debajo del flequillo, pero lamentablemente sus jefes coreanos todavía no habían aprendido el significado de la palabra “rebaja”. Me lo hizo saber cantando “Take it or leave it”, otro tema del mismo disco. Los verdaderos fanáticos de los estón sabemos que ese el mejor disco de la banda, y que, en comparación, todo lo que vino después suena como un disco de Los Ratones. Pero la chica esta tenía una debilidad especial por el disco, porque ella era de Flores y estaba convencida que los estón le habían puesto ese título en honor a su barrio. Allá en Flowers, como llamaba ella a su barrio, también trabajaba como cajera en otro minimercado coreano, y había pedido que la transfirieran a Gesell para desenchufarse un poco. Como había onda la invité al boliche y le pedí su celu. La chica me lo dio de una y se levantó el flequillo para guiñarme un ojo. Ahí me di cuenta que era más fulera que Blas Armando Giunta. Salí del supermercado corriendo con las bolsas en una mano y el celular de la cajera en la otra. Voy a ver si se lo doy a mi primo Pedro para que lo venda así nos hacemos unos pesos.

jueves, 28 de enero de 2010

Diario de un poeta rolinga en Villa Gesell (parte 6)


4 de enero (con cuaderno nuevo)
Ahora sí puedo seguir con la historia de los Rolling en Gesell. La escribo tal como me la contó ayer el viejo en el muelle:

«Yo llegué acá en enero del ’62, con mi esposa, mi amante y cuatro hijas de un matrimonio anterior. Todavía faltaba mucho para que empezara el hippismo y el amor libre, yo venía con esposa y amante simplemente porque todavía eran épocas de machismo y mujeres sumisas, y Gesell era entonces uno de los balnearios más tranquilos y familiares de la costa. Yo acaba de cumplir 30 años y era un tipo muy serio. Trabajaba como contador público independiente, y Carlos Gesell me había contratado para que contara cuántos granitos de arena había en la villa. Una noche caminaba con mis dos mujeres y mis cuatro hijas por las 3 cuando escucho a mis espaldas que hablan en inglés. Me doy vuelta y veo a cinco tipos con chaleco, botas y pelo largo hasta por debajo de las orejas. Yo sabía bastante inglés porque mi padre, que era un militar golpista, me había mandado de chico como agente secreto a Malvinas para averiguar si los kelpers ya tenían televisión. ¿Quiénes son ustedes? ¿Qué hacen acá en Gesell?, les pregunté a los inglecitos. “Oh, io soy Brian Jones, y estos son mis amigos Mick, Keith, Bill y Charly, somos los Rolling Stones, una orquesta de de Rythm and Blues. Aquel que va adelante es Andrew, nuestro manager”, me dijo el rubiecito de flequillo estilo Carlitos Balá en un español de mierda. “Hacemos covers y vinimos acá en busca de inspiración, a ver si podemos componer un tema propio. Como no nos alcanzaba el dinero para ir a la India, vinimos a Gesell, que es más barato y hay más sol en esta época del año. Desgraciadamente nos gastamos todos nuestros ahorros en el pasaje, ¿no tendría unas monedas para comprar una birra?”
A la noche siguiente volvía cruzármelos en la 3. Esta vez estaban armando un escenario en mitad de la calle, que entonces no era peatonal. La gente no estaba acostumbrada a los espectáculos callejeros y todos fueron a sus casas a buscar sillas y reposeras para sentarse. Tocaron un par de temas que nadie conocía y a lo último hicieron un cover de Sandro y de Palito Ortega, que el público reconoció únicamente por la música, porque nadie entendía la pronunciación de Jagger. Yo quise irme en la mitad del show pero mis dos mujeres y mis hijas estaban entusiasmadísimas. Al final las seis se fueron con los Rolling y su manager y nunca más volví a verlas. Me deprimí tanto que perdí la cuenta de los granitos de arena y me quedé sin trabajo. Al año siguiente, mientras desayunaba un cartón de vino, leí en un diario que los Stones eran furor en Inglaterra y que su manager había elegido la frase “¿Dejaría que su hija salga con un Rolling Stone?” para promocionarlos. Para no pegarme un tiro me hice rockero y pescador, y acá me ves, vivito y coleando a los setenta pirulos.»

Yo no lo podía creer: estaba delante de un tipo que había estado con dos mujeres que estuvieron con los estón y que además les entregó sus hijas en sacrificio. ¡Una leyenda! A pesar de la emoción seguía teniendo hambre. El viejo me dijo que mejor que darme un pescado era enseñarme a pescar, y se fue dejándome nada más que su medio mundo. Yo la bajé al agua un par de minutos y lo único que saqué fueron una topper blanca y otra celeste de distinto número, que igual me las llevé para que a la noche no me rebotaran en el boliche por estar en ojotas.

miércoles, 27 de enero de 2010

Diario de un poeta rolinga en Villa Gesell (parte 5)


4 de enero

El asunto del picadito terminó a las patadas. En Berazategui siempre fumamos faso a secas, nunca lo mezclamos con nada. ¿Cómo iba a saber que cuando el pibe me dijo que hiciera un “mezcladito” se refería a mezclar porro con tabaco y no con arena? Los pibes me corrieron un par de kilómetros por la orilla para cagarme a trompadas, por suerte habían estado jugando a la pelota y se cansaron poco antes de llegar al muelle. Entre el mar, la corrida y el faso yo tenía tanta hambre que mi estómago hablaba a los gritos y comiéndose las “s” finales. Me mandé al muelle a ver si pescaba a algún desprevenido a quien afanarle aunque sea un cornalito. Al subir al muelle casi lloro de emoción. Esa estructura de madera es lo más parecido que vi en mi vida a la pasarella del escenario de los estón, esa que camina Jagger cuando quiere estar más cerca de nosotros, su público. Ahí nomás empecé a correr y a cantar hasta llegar a la punta, donde estaba el único pescador: un viejo canoso que se asustó tanto al escuchar mi interpretación de Shattered (hasta hace un mes yo pensaba que el estribillo decía “Jagger… Jagger”, pero un amigo que sabe leer en inglés me mostró la contratapa del disco y me di cuenta de que el tema no se llamaba así) que instintivamente me tiró un golpe con su caña y yo, que estaba con la boca abierta, mordí el anzuelo.

El viejo se disculpó y me ayudó a desenganchar mi labio, que me quedó casi tan hinchado como los de Jagger. Lo bueno es que ahora ya no necesito hacerme ese implante de colágeno para el que venía ahorrando desde que abandoné la secundaria. El viejo dijo llamarse Pipo Fisher. (“Otro rusito”, pensé). Me pidió disculpas y dijo que estaba un poco nervioso porque había pasado la época de peces gordos y la marea estaba en baja. Cuando le pregunté si no tenía algo de pescado para darme, me dijo que se había dejado todos los discos en su casa, pero que iba a fijarse en su bolso a ver si tenía algo de Almendra. Me di cuenta de que estaba ante un rockero de la primera ola, de esos que alguna vez encontraron discos como Sticky Fingers en las bateas de novedades. Pero cuando le pregunté si le gustaban los Rolling me dijo que no volviera a mencionar esa palabra. “No me hablés de esos sinvergüenzas de Brian Jones y sus amigos”, me dijo, “si los vuelvo a ver acá por Gesell los mato”. Le dije que se quedara tranquilo, que Brian Jones estaba muerto desde hacía rato y que era poco probable que los Rolling volvieran a Gesell hasta que no grabaran un disco nuevo. “¿De veras Brian Jones y los Rolling estuvieron acá en Gesell”?, le pregunté casi al borde del llanto. “Claro, pibe, ¿o vos te pensán que sos el primer estón en venir de vacaciones a Gesell?” Ahí nomás empezó a contarme la historia de los estón en Gesell; yo la voy a tener que dejar para la próxima, porque me acabo de dar cuenta que ésta es la última hoja del cuaderno.

martes, 26 de enero de 2010

Diario de un poeta rolinga en Villa Gesell (parte 4)


3 de enero (desde la playa)

Cuando salí de fumarme el faso en el baño, los dos tortolitos estaban bailando y dándose besos de lengua estón al ritmo de Let’s Spend the Night Together. Yo estaba tan fumado y confundido por el olor a garco que salí imitando la patadita de Richards y me puse a cantar y bailar con tanta emoción que casi termino también yo a los besos con los dos putos. Cuando me di cuenta de que mi invicto corría peligro, salí corriendo a darme un chapuzón, a ver si me despabilaba un poco y me concentraba de una buena vez en pegar minita, que para eso es que vine a Gesell. Hacía tanta calor que el mar estaba tan lleno como la pileta de Laferrere, a donde uno de mis cuarenta tíos más cercanos me lleva los domingos. La única diferencia es que acá el agua es muchísimo más fría y tiene un poco de gusto a sal. Igual que como hago cada vez que voy a la pileta, ni bien me metí en el mar aproveché para echarme un cloro, a ver si de esa manera sufría menos escalofríos cuando el agua me llegara a la cintura. Después de barrenar un par de olas en pose de Jagger (descubrí que es la mejor posición para barrenar sin tabla, aunque un poco incómoda para cantar Brown Sugar), decidí salir a tomar sol y encarar minitas. Cuando puse un pie en tierra firme casi me atropella un fanático de Pappo que le había agregado un par de esquíes a su Harley Davidson y manejaba a las chapas por la orilla convencido de que estaba haciendo moto ski.
A los dos minutos en tierra ya estaba otra vez tan seco como mis bolsillos y con un bajón tan grande que me puse a cavar en la orilla a ver si conseguía al menos un berberecho que llevarme a la boca. Mientras hacía el pozo no podía dejar de mirar a una morocha con físico de levantadora de pesas que le daba sin asco a la paleta y a cien gramos de jamón cocido. Al bajar la vista vi que el pozo se había llenado con la saliva que caía de mi boca. ¡Qué bajón! En eso siento un golpe en la nuca. Alguien me había pegado un pelotazo y me desafiaba a un picadito. Al menos eso fue lo que yo entendí al principio cuando el pibe me dijo: “Ey, amigo, ¿hacemo’ un picadito?” En realidad lo que quería era que me pusiera a picar faso y armara un porro grande para que estuviera listo cuando él y sus amigos terminaran de jugar su partidito de fútbol playero. Acepté nomás porque me hicieron un lugar junto a sus novias, que estaban bastante buenas, para que pudiera picar tranquilo. Las minas resultaron ser unas cumbieras hinchas de Villa Dálmine que, al igual que las rusitas de Macabi, pensaban que Rolling Stone eran solamente el nombre de una revista. Como no teníamos ningún tema en común y vi que sus novios pateaban fuerte, en vez de chamuyar les pedí una seda para armar el faso y otras cinco para escribir esta entrada de mi diario.

domingo, 24 de enero de 2010

Diario de un poeta rolinga en Villa Gesell (parte 3)


3 de enero (más entrada la tardecita)

Como no podía pegar un ojo en nuestro medio ambiente (hacía tanta calor que cuando abrías el agua de la canilla salía vapor), fui a ver si podía pegar mejor algo de faso en el chalecito de al lado. Anoche me pareció escuchar ahí unos temitas de regui. La puerta estaba abierta, así que me mandé de una con la pera bien el alta, los hombros volcados hacia atrás y cantando bien fuerte “Neibors”, el tema ideal para la ocasión. Cuando entré me llamó la atención que todos los muebles tenían los cajones salidos y que había ropa tirada por todo el piso. “Se ve que anoche estuvieron de joda hasta tarde”, me dije en voz alta cuando escuché un ruido de pasos. Un tipo apareció con la cara cubierta con un pañuelo estón (a propósito: el otro día vi en Crónica un video de unos palestinos que usaban el mismo tipo de pañuelo, se ve que ahí también pegó fuerte la música de los estón) y un caño en la mano. “Quedate quietito o te mato”, me dijo mientras amenazaba con partirme la cabeza con el caño. Yo me cagué todo porque sé algo de plomería y enseguida me di cuenta que el caño estaba bastante oxidado, pero me tranquilicé cuando lo escuché decir: “¿Rolo? ¿Qué hacés vos acá? Soy yo, Pedro”.

Efectivamente era Pedro, uno de mis veinte primos hermanos a los no veo muy seguido. Además de afanar casas en verano, Pedro tiene una banda de rocanrol que se llama Guiller Motel. Me pidió que le diera una mano para cargar el plasma que había en una de las habitaciones y llevarlo hasta la camioneta que había dejado estacionada a dos cuadras, porque se había confundido el Paseo 145 con el paseo 145 bis. Cuando terminamos de meterlo en el baúl deslizándolo por debajo de la puerta, me convidó un poco de la piedra de faso que acaba de afanarse, en pago por mis servicios. “Mañana tenemos un laburito importante en Pinamar”, me dijo. “Anotá mi celu y llamame, seguro vamos a necesitar varios changarines”.

Cuando volví al medio ambiente encontré a Juan con otro flaco que acababa de conocer en la playa. Estaban tomando la merienda y hablando de sus gustos musicales. A los dos les gustaba más Brian Jones que Mick Taylor, sobre todo cuando Brian estaba todavía vivo y tocaba las maracas. Para que no me garronearan el faso, saludé y me fui directo al baño a fumarlo yo solo. Me di cuenta que Juan acaba de cagar porque había varias cucarachas muertas de asco y porque no quedaba ni rastro del papel higiénico. No tuve más remedio que armarme el porro con un jirón de la camisa de seda que la dueña se había olvidado en el bidé. Mientras fumaba le pedí a Juan que me pasara mi libretita, para poder seguir con este diario. Ahora voy a dejar de escribir porque estoy reloco y no sé qué cosa me pegó más: el faso o el olor que hay en este baño.

viernes, 22 de enero de 2010

Diario de un poeta rolinga en Villa Gesell (parte 2)


3 de enero (por la tardecita)

Nos despertamos antes del mediodía, asustados por el ruido de las ratas que huían del olor y el hacinamiento de nuestro medio ambiente. A media mañana Juan se había tirado un pedo que, estoy seguro, habrá activado la alarma de tsunamis en la costa de Sudáfrica. Desayunamos una copita de vino tibio con leche y enseguida nos fuimos a la playa, a ver si el sol y el mar nos distraían y tirábamos hasta la cena sin gastar en comida. Cuando llegamos a la orilla Juan se ofreció a pasarme su bronceador por la espalda. Yo le dije que no, que eso era de putos, y él me respondió que él era puto, que por eso había aceptado venir conmigo de vacaciones. Ahí entendí por qué se había pasado todo el viaje en bondi durmiendo sobre mi hombro. Primero pensé en cagarlo a trompadas pero en seguida lo perdoné porque me acordé que hasta el ídolo de Jagger alguna vez había estado con un hombre. En la arena hacía calor y en la orilla hacia frío; sugerí que fuéramos a tomar algo al parador pero los precios me dieron más escalofríos que las olas.¡8 pe una botellita de agua mineral! ¡Más salada que la del mar!
Como Juan no pareció entusiasmarse demasiado con mi plan de ir a hablar con minitas, le dije que buscara un lugar a la sombra y se quedara leyendo la poesía completa de Keith Richards, un librito de cinco páginas que le había comprado en Retiro a un canillita rubio y de pelo largo que se hacía llamar Claudio Paul. Yiré de un lado a otro hasta que finalmente encontré un grupo de minitas más hot que la arena. El único problema era que estaban todas en círculo alrededor de un logi que tocaba tema de los Bitels en la viola. Sin pensarlo dos veces, me acerqué al grupo contoneando brazos y caderas al ritmo de She’s so Cold y, cuando estuve a medio metro de la mina con mejores tetas, dije: “Eh, loco, Harrison y Lennon son unos muertos, ¡tocate una de los Estón!” “Tocame vos ésta”, me respondió el pibe antes de partirme la viola en la cabeza.
El desmayo fue un flash. Soñé que Keith Richards me partía su guitarra en la cabeza mientras tocaba Satisfaction en la gira de 1981 de Still Life. Cuando abrí los ojos, Juan me estaba haciendo respiración boca a boca y todo el balneario aplaudía como si se hubiera perdido un chico. "¿Qué hacés, puto? Volá de acá", le grité a Juan y me volví al medio ambiente silbado y abucheado por toda la playa. Mejor duermo un poco para olvidar este horrible comienzo de día. A ver si junto pilas para esta noche en el boliche.

jueves, 21 de enero de 2010

Diario de un poeta rolinga en Villa Gesell


1 de enero

Esta mañana llegamos a Gesell con Juan, un pintor que conocí hace un mes cuando leí mis poemas en Los Cantos Rodados, una peña rolinga de Berazategui, el barrio donde los dos vivimos. Llegamos completamente dados vuelta, porque el bondi que nos traía volcó cuando quiso doblar en el Pinar a ciento veinte kilómetros por hora. Creo que no fue buena idea convidarle al chofer la pepa que nos había sobrado de anoche. Juan tuvo tanta mala suerte que su bolso salió volando por la ventanilla y fue a parar al hocico de un perro policía. Ahí nomás nos incautaron los veinte kilos de faso que habíamos traído para consumo personal y los frascos de acrílico que Juan suele masticar cuando pinta “El Bajón”, un cuadro en el que viene trabajando desde hace cinco años y que nunca termina porque a los dos minutos de tomar la paleta siempre se cuelga para hacer un poco de yoga. El cana que nos arrestó nunca había visto un cuadro en su vida, ni siquiera uno de los retratos que te hacen en la 3, y estaba convencido de que los acrílicos de Juan eran una nueva droga que toman los futbolistas para pintarle la cara al rival en el campo de juego. Sí yo hubiese sabido que íbamos a pasar la primera noche en la comisaría, arreglaba con la dueña para que nos entregase el departamento mañana, como ella había sugerido. Igual la celda no esta nada mal: es mucho más luminosa que el medio ambiente que alquilamos en la 8 y 145 y el baño está muchísimo más limpio. Como en el calabozo no hay luz y todavía nos dura el efecto de la pepa, creo que vamos a pasar la noche en vela. A Juan el arresto le pegó para el lado de la inspiración, y ahora está pintando “La Trulla”, una obra maestra inspirada en el accionar de la policía. Yo también quise ver si aprovechaba el encierro para escribir un poema, pero la musa tardó en llegar porque los guardias se colgaron viendo Policías en Acción y no se dieron cuenta que el chico del delivery estuvo esperando una hora en la puerta de la comisaría que le abrieran. La pizza llegó tan fría que solo me inspiró “Lástima”, un poema de tres versos que quizás algún día lea en “Haiku Chillan”, el ciclo de poesía Haiku de La Matanza.

Ojalá mañana esté lindo si nos liberan, o llueva a cántaros si nos dejan acá adentro.


2 de enero

Finalmente nos liberaron esta mañana por falta de mérito. El comisario dijo que Juan pintaba tan mal que pensaba dejar su cuadro en las paredes de la celda para escarmentar a los detenidos. Cuando llegamos al departamento, quise violar a la mujer que nos lo alquiló, nomás para poder dormir de nuevo en una comisaría. El medio ambiente era tan chiquito, sucio y oscuro que uno se daba cuenta de que era de día solamente porque las cucarachas salían a tomar sol con tal de no quedarse ahí adentro. Para no deprimirnos, decidimos ir hasta las playas del centro caminando por la orilla. Llegamos a Windy a las nueve de la noche, cuando todo el mundo ya se había ido darse la ducha previa a la previa. Con Juan nos acercamos hasta el dueño del balneario y le pedimos permiso para fumarnos un porrito con carpa. Lamentablemente el dueño era un careta que nos sacó carpiendo, aunque tuvo la gentileza de ofrecerse a llamar a la policía. Tras cartón de vino que tomamos mezclado con cola de carpintero para que pegue más, fuimos a probar las hamburguesas de Carlitos de las que tanto me habían hablado en Berazategui. Nos atendió un viejo de pelo gris y gorrito de Capitán Piluso que se enojó mucho cuando le pregunté si el lugar se llamaba así en honor a Carlitos Watts, el baterista de los Estón.

En la mesa de al lado había dos minitas que resultaron ser rusitas de Macabi. Yo me acordé que Ron Wood últimamente había salido con varias rusitas, así que empecé a parlarles de él y de la poesía de Jagger. Para qué. Fue como hablar con un fanático de los Bitels. Las rusitas no conocían ningún tema de los Rolling, ni siquiera habían escuchado las versiones de sus temas en ritmo de Bossa Nova. En un último esfuerzo por enseñarles de qué genios del rocanrol estaba hablando, me paré y les hice el pasito de Jagger mientras les cantaba a capella el tema judío de los Estón: Ruth 66.

No hubo caso. Las minitas se fueron a bailar al boliche de enfrente y cuando quisimos seguirlas el patovica nos rebotó porque todavía estábamos en ojotas y malla y con olor a comisaría.

Ya dijimos con Juan que mañana nos vamos a dar un baño en el mar antes de venir al centro, a ver si así nos dejan entrar al boliche a pegar minita.

lunes, 18 de enero de 2010

You’ve got it inside, Passman: nuevo y revolucionario método de enseñanza del inglés como puteada extranjera


Faltan menos de seis meses para el puntapié inicial de la copa del mundo y todavía queda por resolver la cuestión más importante de nuestro seleccionado de futbol: cómo va a hacer Maradona para hacerse entender en inglés con los periodistas sudafricanos. Hasta ahora, cada vez que pisó el suelo de un país angloparlante se las arregló para zafar diciendo dos palabras: Argentina, Maradona, pero esta vez, él lo sabe, se le acabó la joda.
Casi 100 profesores de inglés desfilaron por la casa del astro en lo que va del año y ninguno consiguió hacerle entender la diferencia entre un verbo, un adjetivo y una pelota de rugby. Ninguno de los métodos tradicionales parece funcionar con el Diego, aunque muchos de los profesores reconocen haber aprendido más de un nuevo insulto en castellano y uno incluso aprendió a hacer más de tres jueguitos seguidos con una naranja. En un último intento por lograr que Maradona pronuncie un adjetivo delante de un sustantivo, el equipo de lingüistas del MIT, bajo la dirección técnica de Noam Chomsky, ha intentado desarrollar un nuevo y revolucionario método de enseñanza del inglés como puteada extranjera al que bautizaron: You’ve got it inside, Passman.

Primera lección: cómo putear a un periodista en caso de haber pasado de ronda por diferencia de gol gracias a un gol con la mano de Palermo en el último minuto del tercer partido:

Cuando no se tiene la capacidad ni el tiempo necesario para encarar la lectura de las obras completas de Shakespeare, lo ideal es concentrarse en cuestiones básicas que hacen a los asuntos cotidianos. Hay a quienes les basta con aprender frases sueltas como How much? o saber contar hasta cien, pero técnicos de la talla de Maradona no lograrían sobrevivir a una primera ronda (tanto en caso de pasar como de quedar eliminado) sin antes aprender al dedillo una considerable cantidad de exabruptos sexuales.


Para putear a los periodistas

You’ve got it inside, Passman: puteada infaltable que no requiere traducción y que le da nombre al método.

Drinks are on the house: (sigan chupando)

There’s more to Nigeria than meets the eye: (los negros daban miedo, la tenían tan grande que parada les llegaba al ojo)

It ‘s all Greek to me: quise espiar el entrenamiento de los jugadores de Grecia pero no entendí un carajo de lo que decían. Creo que hablaban en Griego.

I didn’t catch a football: no solo no les entendía nada sino que ni siquiera pude afanarles una pelota de fútbol.

Let’s call it a day: dos horitas de entrenamiento es un día de trabajo, muchachos, no jodan.

Para putear los jugadores

Don’t put all your eggs in one basket: No sean putos y pongan huevo que esto no es basket.

You are as dead as a dodo: puteada ideal para Heinze.

Ball is on your court: no pasamos nunca mitad de cancha, che.

Lamentablemente los lingüistas del equipo de Chomsky nunca pudieron ir más allá de la primera lección porque a los dos minutos ya estaban todos a las puteadas.

sábado, 16 de enero de 2010

Nueva gramática pinamarense


Estaba tomando un café a precio dólar en plena avenida Bunge de Pinamar cuando escuché el siguiente diálogo:

Esta noche me voy a quedar despierto para ver el amanecer en la playa.

Está mal decir amanecer. Debería ser “manecer”, porque la “a”, al principio de la palabra, significa no. Amanecer en realidad significa atardecer, y atardecer significa amanecer.

Alcé la vista para ver al responsable de aquel hallazgo filológico. Casi no me sorprendió ver que se trataba del típico veraneante pinamarense: joven padre de familia que aprovecha el descanso estival para despuntar el vicio del rugby playero y cubrir la cuota de lectura anual equivalente a las primeras cuarenta páginas del best-seller del verano. Me dije que la academia argentina de letras necesitaba más gramáticos improvisados para descomprimir un poco el corsé de nuestro idioma. Sin pensarlo dos veces, igual que aquel improvisado filólogo, acometí las primeras páginas de la nueva gramática castellana:

Amanecer: Cualquier momento del día que no sea la mañana.

Atardecer: Cualquier momento del día que no sea la tarde.

Anochecer: Cualquier momento del día que no sea la noche.

Aterrizaje: Inundación.

Alunizar: Ocultar la luna de nuestra vista interponiendo un pulgar entre nuestro único ojo abierto y el satélite de la Tierra.

Alistar: tachar ítems de una lista de supermercado.

Abadía: programa televisivo conducido por cualquier persona que no sea Juan Alberto Badía.

Abajo: cualquier instrumento musical que no sea un bajo eléctrico.

Abalanzarse: abstenerse de controlar el peso de uno.

Abanderado: hincha de futbol a quien le birlaron la bandera de su equipo.

Abaratar: encarecer.

Abarcar: hundir la flota del enemigo.

Abarrotado: recién salido de la cárcel.

Abasto: cualquier naipe de copa, oro o espada.

Abatido: Gancia sin revolver.

Abeto: Ver Abadía.

Ablandar: endurecer

Abocado: en ayunas.

Abono: Cualquiera de los integrantes de U2 que no sea su cantante.

Abrazo: Manco.

Abuelo: pedestre.

Aburguesarse: caer en desgracia (de la burguesía al proletariado).

Acabar: hacer una montaña de tierra.

Acallar: cederle la palabra a alguien.

Acalorado: fresco como una lechuga.

Acampar: trazar los planos de una ciudad futura.

Acampante: preocupado. Como en la frase: “estaba lo más acampante”.

Acanalado: privado de la televisión por cable.

Acanto: afónico.

Afónico: acanto.

Acaramelado: niño al que acaban de sustraerle un dulce.

Acariciado: persona sin nadie que lo mime.

Acaso: causa perdida. Como en la frase “Che, con vos acaso”, que originalmente se decía. “Con vos no hay caso, che”.

Acatar: beber vino sin antes degustarlo.

Acerca: lejos.

Acierto: falso.

Aclarar: oscurecer. De ahí viene la frase "no aclares que oscurece".

Acodarse: desarrollar codo de tenista.

Acogida: virgen.

Aconcharse: someterse la mujer a una operación para cambiar de sexo.

Acondicionado: apto para todo público.

Acopiar: responder las preguntar de un examen sin ayuda de ningún compañero.

Acople: adaptación en prosa de un poema originalmente escrito en verso.

Acordonar: desabrochar.

Acoso: Persona que habla con propiedad y llama a todas las cosas por su nombre.

Acumulado: cualidad del cielo sin nubes.

Adivina: mujer desagradable.

Afín: interminable. Como en la película La historia afín.

Afirmar: regalar un libro de nuestra autoría sin autografiarlo.

Agente: desierto.

La llegada del mozo con la cuenta interrumpió la redacción de mi nueva gramática. El sol caía a mis espaldas y para él era hora de cerrar mi mesa y volver a casa. Lo miré en los ojos y le dije: “amanece que no es poco”.