viernes, 16 de abril de 2010

Diario de un poeta rolinga en Villa Gesell (parte 35)


5 de enero

Creo que a las morochas no les cayó muy bien mi experiencia laboral, porque las dos pusieron la misma cara de currículum. No sé por qué, todo el mundo sale con cara de tujes (es la única palabra que sé decir en ruso) en las fotos del currículum. Y escribiendo de eso, un amigo de Berazategui que se fue a vivir a España porque le habían dicho que ahí era más fácil conseguir un buen curro me dijo que allá lo tuvieron tres días en cana porque le habían pedido que llevara su “hoja de vida” a una entrevista de trabajo y él se presentó con un par de hojas de chala. ¿Cómo mierda iba a saber que los gallegos les dicen así al currículum?
“Bueno, Rolo, te cuento un poco de qué se trata el trabajo de jefe de minas”, dijo una de las morochas, “en primer lugar, tenés que saber vas a estar a cargo de muchas personas”. “Me gusta que llames personas al personal de la industria minera”, le dije para que viera el respeto que les tengo a las mujeres de la vida, “aunque la verdad es que sus pibes suelen ser bastante hijos de puta”. “¡Ay, Rolo, la boquita!” “Sí, todavía la tengo bastante hinchada, ¿no? Es para besarte mejor”, y le guiñé una vez más el ojo. “En segundo lugar”, dijo la otra, seguramente celosa, “vas a ser responsable de la seguridad del personal”. “Ah, por eso no se preocupen, que yo puedo poner a laburar a unos amigos que saben cómo alejar a intrusos de las minas y que siempre están bien calzados”. “Buenísimo”, dijo la morocha, “es muy importante que controles también que el resto del personal esté bien calzado, lo más recomendable es que usen botas”. “Yo, particularmente, soy devoto de las botas, valga la redundancia”, dije, “porque creo que es el calzado que más calienta, pero sé que hay gente que prefiere los tacos altos. Una vez visité a una mina que con tacos me sacaba dos cabezas. ¡Altos tacos, por Dios!”
Las morochas se miraban cómo si yo hubiera dicho varias palabras más en ruso además de tujes; menos mal, porque yo aproveché para acomodarme al saltarín Jack Flash, que con tanto hablar de minas había vuelto a despertarse.

jueves, 15 de abril de 2010

Diario de un poeta rolinga en Villa Gesell (parte 34)


5 de enero

Menos mal que la rubia se había acostado en el colchón de coté (de espaldas a mí, claro, aunque yo apenas si le presté atención a su espalda), y que no cambió de posición cuando me fui volando a sentar a la mesa con las morochas, porque si no hubiera descubierto el agujero en el colchón de donde habían salido los billetes de mi malla. La castaña seguía sentada entre las dos morochas, dele que dele a teclear en su noubuk. “¿Vos también vas a participar de la entrevista?”, le pregunté. “No, empiecen tranquilos”, dijo, “mientras yo termino de incorporar las expresiones que usaste al diccionario bilingüe Conurbano - Capital y zona Norte que estoy armando.” “Cacha, ¿sabés que yo siempre usé diccionarios bilingües en los cuatro años que hice de primaria para adultos?”, le dije; “mamá siempre les ponía un forro que tenía una lengua estón que calzaba justo en cada tapa”.

“Bueno, ¿empezamos entonces, Rolo, te parece?, dijo una de las morochas. “Antes que nada te contamos un poco de qué se trata el puesto”. “No se molesten”, les dije, “conozco al dedillo los gaffes del oficio”, y les mostré el dedo índice para hacerme el gracioso, pero enseguida tuve que volver a esconderlo debajo de la mesa, porque seguía bastante pegoteado. (Podría haber intentado pilotearla haciendo un chiste sobre Sticky Fingers, pero las morochas mucho inglés pero poco y nada de rocanrol. Seguro creían que Brown Sugar era el nombre que usaban las Azucar Moreno para salir de gira por Inglaterra y Estados Unidos). “No importa”, dijo la otra morocha, “aunque sepas te contamos igual, porque en la facu nos dijeron que es muy importante apabullar al postulante hablándole de las responsabilidades del trabajo, aunque sea para el puesto de cadete o barrendero.” “Ah, en eso también tengo mucha experiencia”, les dije, para impresionarlas, “durante diez años fui cadete del kiosco de uno de mis tíos, y durante esos mismo diez años me la pasé barriendo sin piedad a todos los delanteros de los equipos rivales en el potrero. Pablo Escoba, me decían, porque, después de barrerlos en el partido, iba, les pedía perdón y aprovechaba para venderles un poco de faso”.

miércoles, 14 de abril de 2010

Diario de un poeta rolinga en Villa Gesell (parte 33)


5 de enero

“Estoy un poco cansada”, dijo la rubia, “Rolo, ¿no me harías un lugarcito al lado tuyo en el colchón, así descanso un poco hasta que nos llamen para la cena?” No pude responderle de la emoción, y porque tanto estampar billete con saliva me había dejado la boca re-seca. Igual me las arreglé para decirle que sí con la cabeza, moviéndola más fuerte y más rápido que mis amigos que escuchan jevi metal. La rubia estaba tan buena que seguía gustándome por más de que no hubieran pasado ni cinco minutos del accidente del saltarín Jack Flash que me dejó Sticky Fingers (mi amigo que sabe leer en inglés me tradujo el título del disco), aunque era imposible que pudiera intentar otro salto antes de la cena. La verdad es que, a esa altura, estaba más muerto que las flores del tema Dead Flowers (ese nombre es más fácil, lo traduje yo solo con ayuda de un diccionario, y eso que no somos muy amigos).
“Bueno, Rolo, yo ya terminé”, dijo la castaña, mientras la rubia se acostaba al lado mío, “ahora es el turno de las chicas”. “Rolo, nosotras vamos a necesitar que vengas y te sientes acá en la mesa”, dijo una de las morochas. “¿Justo ahora?”, pensé. La otra morocha dijo: “vamos a hacer de cuenta que nosotras trabajamos en una consultora de recursos humanos y te vamos a tomar una entrevista de trabajo.” “Ufa, odio todo lo que tenga que ver con trabajo”, dije. “¿Y para que puesto sería la entrevista?” “Bueno”, dijo una morocha, “como nosotras solo trabajamos tres meses en toda nuestra vida en la industria minera, los únicos puestos que conocemos son los de ese sector.” La otra morocha aclaró: “la entrevista sería para el puesto de Jefe de Minas”. “¡Joya!”, grité y volé de un salto hasta una silla vacía, frente a las morochas. “Y… díganme una cosa, chicas:”, les dije, “si hago bien la entrevista, ¿puedo pedir un tapado de piel blanco para usar de uniforme?”

martes, 13 de abril de 2010

Diario de un poeta rolinga en Villa Gesell (parte 32)


5 de enero

¡Qué manera de flashear y hacerme la croqueta, por Dios! Creo que no me hacía tanto los ratones desde esa tarde que con un amigo nos hicimos un par de guitarras en el parque (aclaro que ninguno de los dos era lutier) y nos pasamos cinco horas tratando de sacar el Rock del Gato y el Rock del Pedazo en la cuerda más finita. A los diez segundos mi saltarín Jack Flash ya estaba listo; no listo para el oral, sino completamente listo, porque había hecho uno de sus saltos precoces que da cuando se excita mucho, y ahora, por su culpa, tenía yo toda la bermuda hecha un pegote.

Por suerte ni la castaña ni las morochas podían verme, porque las tapaba la mesa, pero tenía que tener cuidado que no me viera la rubia, que podía estar en cualquier parte de ese quincho que era más grande que el potrero donde jugamos al fútbol 17 con mis amigos todos los lunes a las 10 de la mañana, para empezar bien la semana. Menos mal que mi memoria es un flash, y me acordé que una vez, en la pileta de Laferrere, había visto a un pibe que tenía una malla estampada con los billetes de las películas yanquis. Volví a meter la mano, entonces, en el agujero del colchón, y empecé a sacar billetes y estampármelos sobre la bermuda. “¿Estás listo, Rolo?”, me preguntó la castaña. “Listísimo”, respondí, con voz ronca, sin dejar de estamparme los dólares. “Bueno, empecemos entonces”.

“Suponete que sos empleado de una fábrica que hace colectivos”, escuché que decía la castaña mientras yo ensalivaba los billetes con el dedo, para pegarlos en las zonas de la bermuda que estaban más secas, “vos trabajás en la última etapa de ensamblaje y acaban de terminar una nueva unidad. El capataz descorcha una botella de champán y propone un brindis por el trabajo realizado. ¿Qué frase dirías vos para brindar por la ocasión?” “Fácil, Cacha, diría: ‘¡eeeh, loco, se armó bondi!’” Se hizo un silencio que la castaña aprovechó para tipear mi respuesta, y yo, para sacar un par más de billetes. “Bueno, pasemos a la segunda”, dijo la castaña, “ahora imaginate que tu máma te pide a vos y a tus hermanos varones…” “¿A todos los quince hermanos varones?”, la interrumpí, para que viera que le estaba prestando atención. “No, solo a vos y otros dos hermanos más”, aclaró la castaña, “tu mamá les pide a vos y a dos de tus hermanos que vayan a descolgar la ropa que está secándose en la terraza, pero cuando llegan ves que la soga se cortó y la ropa está tirada en el piso. Vos les pedís entonces a tus hermanos que levanten la soga y la sostengan tirante, así vos podés sacar los broches y descolgar la ropa, pero mientras lo estás haciendo ves que la soga está torcida porque uno de tus hermanos la sostiene con una sola mano para poder mandar mensajitos de texto con la otra. ¿Qué le dirías para retarlo? “Lo mismo que le diría cualquier persona, Cacha: le diría ‘¡eh, hermano, aguantá los trapos!’”

“Uy, ahí llega mi familia”, dijo la rubia desde un ventanal abierto (seguro había estado ahí desde el minuto del pedo), “apurémonos que en cualquier momento nos llaman para cenar”, y se acercó hasta donde yo estaba tirado. “Ey, Rolo, ¡qué buena está tu malla!”, me dijo, “¿cómo no te la vi antes?” “Es algo normal, yo tampoco me fijo nunca en el color de las bikinis; a mí no me importa lo superficial sino lo que tienen adentro”. “Ay, Rolo, sos un tierno”, dijo la rubia, “apuesto que te debió haber costado un billete”. “Más de uno”, le dije, “hubo como dos o tres que me costó una barbaridad estamparlos”.

lunes, 12 de abril de 2010

Diario de un poeta rolinga en Villa Gesell (parte 31)


5 de enero

“Bueno, empecemos con el oral”, escuché que decía la castaña a mis espaldas, mientras yo me guardaba los cien D yanquis en uno de los bolsillos delanteros de la malla, porque el pedo había dejado inutilizable uno de los de atrás, y no quería arriesgarme a poner en el otro a un ex presidente yanqui, a ver si después me acusaban de haber gaseado a civiles, como Saddam Hussein. (Claro que las armas químicas de Saddam eran mucho más peligrosas que las mías, según me dijo la kurda que me agarré el otro día). Por un momento pensé en darle el billete a la castaña, para que se callara de una vez y le dejara el terreno libre a las morochas, pero, con esa carita de santa que tenía, era obvio que nunca iba a aceptar moneda extranjera. Las morochas, en cambio, tenían tanta cara de turras que yo estaba seguro que, llegado el caso, me hubieran hecho hasta seis cuotas sin intereses con tarjeta. Al final no dije nada porque me partía el alma dejar a la castaña sin su oral; las morochas también parecían tener algo de alma en su interior (espacio físico dónde llevarla, por cierto, les sobraba), porque, cuando me di vuelta para ver si seguían ahí, las dos estaban también que se partían.
“A ver, Rolo”, dijo la castaña, “quiero que hables como si estuvieras con tus amigos en Berazategui, olvidate que nosotras estamos acá escuchándote. Yo te voy a nombrar una situación, y vos vas a decir todas las frases habituales que solés decir en ese contexto. ¿Te quedó claro?” “La verdad que no”, le dije, “lo único que entiendo es que vos y las morochas van a quedarse ahí, en la mesa, y yo voy a seguir acá, solito, en el colchón. O sea que todo esto de la situación y no se cuánto vendría a ser nomás un jueguito previo, ¿no?” “¡No, Rolo, no!”, gritó la castaña, desesperada. “¡No entendés nada!” “Bueno, Cacha, está bien, tranquilízate”, le dije. “Yo tampoco tengo mucha experiencia en esto de los orales, y la verdad es que también estoy un poquito nervioso. Pero no te preocupes, todo va a salir bien. Por suerte acá están las chicas para ayudarnos”, y volví a darme vuelta para guiñarle un ojo a las morochas y relojearlas de arriba abajo con el otro, a ver si me inspiraba.
“A ver, Rolo, cerrá los ojos y hacé de cuenta que estás en Berazategui”, dijo la rubia, desde algún lugar del quincho. Yo quiero creer que lo hizo para tranquilizarme, pero apenas cerré los párpados empecé a escuchar las sirenas y los tiros de la bonaerense, las alarmas de los negocios y de los autos choreados, las batallas campales entre los barras de Quilmes para ver quien le dejaba más cicatrices a las facciones rivales… ¡Nooooo!, grité y abrí los ojos con la misma fuerza que los cerraba de chico cuando daban en la tele la película Pesadilla.
“Esto no está funcionando”, dijo una de las morochas, alardeando de sus conocimientos de psicología. “Rolo, volvé a cerrar los ojos y pensá en algo lindo”, dijo la otra morocha, para no ser menos. Esta vez la cosa pareció dar resultado. Ahora, como por arte de magia, me había tranquilizado. Lo único que rogaba era que no me pidiesen que les dijera en qué estaba pensando, porque en mis pensamientos estábamos ellas cuatro y yo en esa misma habitación, solo que bastante menos de ropa. ¡Y eso que estábamos en pleno verano!

viernes, 9 de abril de 2010

Diario de un poeta rolinga en Villa Gesell (parte 30)


5 de enero

Antes de que James se fuera, la rubia le indicó que acomodara el colchón en el piso y lo dejara perpendicular a la mesa. Menos mal que no soy mayordomo, porque justo falté a clases el año que explicaron el tema de paralelas y perpendiculares, y nunca sé diferenciarlas. (Ese año también me perdí las instrucciones de la seño para diferenciar cuál es la derecha y cuál es la izquierda). La mesa y el colchón formaban una cruz, y las minas me hicieron acostar de espaldas a ellas, boca arriba. “¿Estás cómodo ahí?”, me preguntó la rubia, “¿es así cómo dijiste que te gustaba?” “Sí, así está perfecto”, le dije. Desde la primera noche en Gesell que pasamos con Juan en la comisaría que no me acostaba en algo tan duro como ese colchón; parecía estar relleno de hojas de diarios en lugar de plumas. Mientras trataba de acomodarme, escuché que la castaña se paraba y empezaba a caminar. “Digo yo: ¿por qué no dejará que empiecen las morochas, así mira y aprende?”, pensaba yo. Cuando me di vuelta para quejarme, vi que la castaña simplemente se había cambiado de lugar, y ahora estaba sentada entre las dos morochas.

“Date vuelta y no mires”, me dijo la castaña. “Ya que pediste el colchón y que las chicas van a participar del oral, entonces voy a dejar que ellas aprovechen para practicar de paso un poco de psicoanálisis.” Ahí nomás se me frunció el culo. “Cacha, ¿no te dije ya que en Berazategui somos medios acartoneros y chapados a la antigua? ¿Por qué en vez de complicar las cosas no hacemos el oral de la manera clásica, como Dios manda?” “No te asustes”, dijo una de las morochas, “vos simplemente respondele a Emily, nosotras lo único que vamos a hacer es estar atentas en caso de que se produzca un lapsus linguae”. “La verdad es que se ve muy poco de psicología en la carrera de recursos humanos de nuestra facultad”, dijo la otra morocha, “todavía hay muchos profesores que se niegan a admitir que los obreros y empleados tienen alma, pero por suerte al menos llegamos a ver el concepto de lapsus linguae”. Yo no escuchaba una palabra en latín desde esa mañana de domingo de resaca que pasé tirado en la puerta de la iglesia de Berazategui mendigando monedas para comprar más birra y evitar que me agarrara el síndrome de abstinencia, pero enseguida entendí que las morochas iban a controlar que la castaña no dejara en ningún momento de usar bien la lengua. Con el alivio me relajé tanto que me rajé un pedito. Bueno, tan pedito no fue, porque terminó rajándose también el colchón. Cuando metí la mano para ver cuán grande era el agujero que había hecho, me di cuenta de que yo tenía razón: estaba lleno de papeles en lugar de plumas. Saqué uno para ver si eran de diario como yo creía y casi me ahogo en mi propia saliva al ver que era uno de esos billetes verdes escritos en inglés y con las fotos de tipos con peluca, igualitos a los de utilería que usan todos actores yanquis en las películas de Hollywood. ¿Dólares se llaman?

jueves, 8 de abril de 2010

Diario de un poeta rolinga en Villa Gesell (parte 29)


5 de enero

La castaña empezaba a hacer pucheros, tenía que hacer algo, y rápido, antes de que se me largara a llorar como esa viejita a la que le desvalijamos la casa con mi primo Pedro. “Mirá, Cacha”, le dije, “por qué no dejamos el escrito para otro día y pasamos directo al oral, así por lo menos terminamos bien” (Menos mal que soy un caballero y me cuidé de no decir “acabamos bien”). “Si no te animás, las morochas pueden ayudarte”, agregué. “Rolo tiene razón”, dijo la rubia, “acordate que las chicas ya participaron en una mesa examinadora en la facu”. “Ah, no, eso naaah, eh”, salté y me golpeé la rodilla contra el apoyabrazos de la silla (si me la daba un poquito más fuerte, un poquito más fuerte nomás, me la quebraba igual que Juanse en el recital de los Gansanrouses, estoy seguro). “Nada de mesa ni cosas raras, miren que en Berazategui somos medio chapados a la antigua. Estas cosas requieren concentración y yo necesito estar acostado boca arriba en un colchón o algo mullidito.” Las minas se miraron como si les hubiera hablado en otro idioma (obviamente no en inglés ni en francés, que ellas hablaban, o al menos se hacían las que entendían a la perfección), y yo aproveché entonces el confusionismo para agarrarme la rodilla con las dos manos y putear de dolor, usando el hombro de sordina.
Tan compenetrado estaba con las puteadas que apenas si escuché la campanita que hizo sonar la rubia. Cuando levanté la vista la castaña estaba tecleando a mil por hora en su noubuk (yo no sé inglés, pero lo poco que aprendí en la primaria para adultos me alcanza para saber que esas computadoritas se llaman así porque reemplazan a los brolis; son dos palabritas fáciles: no book). “Rolo, ¿podrías repetirme las últimas quince injurias que no llegué a escribirlas?, me dijo la castaña. “¿Te sentís bien, Cacha?”, le dije. Era obvio que la inclusión de las morochas en el oral la había afectado. “Mirá, yo sé que esto de que se sumen las chicas es duro para vos”, (más duro era para mi saltarín Jack Flash, pero no iba a andar ventilándolo), “pero no quisiera que justo ahora que está por cumplirse mi sueño me lo arruines agarrándote un surmenage á trois”, le dije para que viera que yo también puedo hacerme el que hablo en francés. “No, en serio, estoy bien, gracias”, dijo la castaña, “necesito que repitas esas puteadas así las incorporo al Diccionario Bilingüe Injurias-Puteadas Puteadas-Injurias que estoy preparando”.
Estaba repitiéndole la séptima de esas últimas quince puteadas, haciendo un esfuerzo tremendo por modular un poco más que el Pity de Viejas Locas, cuando apareció James, el mayordomo, con un colchón sobre la cabeza. “Acá está el colchón que me pidió, señorita”, le dijo a la rubia. “Gracias, James, dejalo ahí en el piso, al lado de la mesa. Es para Rolo”, aclaró la rubia. “Rubia, ¿cómo sabía James que tenía que traer un colchón?” “Ay, obvio, se lo pedí por mail”. “Pero… ¿y la campanita, entonces para qué?” “¿Para qué va a ser? Para avisarle que le había mandado un mail y que fuera a chequearlo, ¿o vos te pensás que voy a dejar que esté frente a la computadora navegando todo el día?”