jueves, 25 de marzo de 2010

Diario de un poeta rolinga en Villa Gesell (parte 28)


5 de enero


La castaña guardó la foto de la papa y me mostró otra más fácil todavía: un bondi de la línea 597, lleno de hinchas de Deportivo Laferrere (lo reconocí al toque porque adelante iba mi tío Omar apuntándole con un caño al chofer, y más atrás estaba mi primo Tito, tocándole el culo y las tetas a una embarazada). “Fijate las opciones y marcá una”, me dijo la castaña. Ahí se me complicó la cosa, porque para mí casi todas estaban bien. Las respuestas decían así: “1.Bondi 2.Coletivo 3.Ónibus 4.Camión”. “Cacha, para mí las primeras tres están bien, la cuarta no sé de dónde la sacaste.” “La escuché en Cancún”, me dijo ella, “así le decían allá a los colectivos. Como al que se la escuché decir era bastante morochito, pensé que a lo mejor ustedes también usaban el mismo término. Igual, ahora que lo pienso, no viene mal que haya una palabra de otro dialecto para confundir”. “Si querías confundirme hubieras puesto la foto de un verdadero camión como la Cirio o Angelina Jolie”, le dije yo, “o la de alguna de las chicas en bikini”, y volví a guiñarle un ojo a la rubia y a las morochas. “Esto no está funcionando”, dijo la castaña, “pasemos mejor al punto siguiente. Te leo, dice así: Conjugue el verbo caber en los siguientes tiempos verbales: Pretérito perfecto simple, presente del subjuntivo y futuro imperfecto”. “Cacha, ¿qué me estás haciendo, un examen de inglés? ¿Me hacés el favor de traducirme lo que acabás de decir al castellano de Berazategui?” “Ay, qué suplicio”, dijo la castaña, “a ver: primero conjugá el verbo caber en pasado”. “Ah, pero me lo hubieras dicho antes. Eso es facilísimo, se conjuga igual que el verbo escabear. Si hasta tienen el mismo tallo y la misma descendencia.” “Raíz y desinencia”, acotó la rubia. “¿Qué cosa?” “Digo que habrás querido decir que tienen la misma raíz y la misma desinencia”, explicó. “Mirá, rubia, lo de la descendencia no te lo discuto, porque somos jóvenes y tenemos mucho tiempo por delante, y además recién nos conocemos. Pero, por favor, no vengas a decirme que caber y escabear tienen la misma raíz. ¿No ves que hay un “es” adelante”? Esa es la raíz, lo que sigue vendría a ser el tallo.”

martes, 23 de marzo de 2010

Diario de un poeta rolinga en Villa Gesell (parte 27)


5 de enero

La castaña me dio una carpeta con fotos y una hoja con preguntas. Me pareció raro que las preguntas vinieran ya con las respuestas escritas, pero lo más raro era que cada pregunta tenía como cuatro respuestas diferentes. “Cacha, me diste el examen de otra persona”, dije para que la rubia y las morochas vieran que soy un tipo inteligente y honesto (en realidad lo hice porque la castaña me había avisado que el examen iba sin nota), “acá están las respuestas ya escritas”. “Ya lo sé”, me dijo ella, “hay cuatro respuestas, pero vos tenés que elegir solo una. Señalá cuál es haciéndole una cruz.” “Por favor, Cacha, a ese programa de radio le hice la cruz hace rato ya”, le dije, “ese Pergolini se las da de fanático de los estón pero es un careta que tiene más guita que mis primos ladrones”. “Basta”, gritó la castaña, “respondé las preguntas y después hacemos el oral. Ahora silencio”.

¿Por qué no dejará que me hagan el oral las morochas, que tienen más experiencia?, me preguntaba yo. Así se me fueron los primeros cinco minutos del examen. Recién entonces pude concentrarme y leer la primera de las preguntas, y en eso se me fueron otros cinco minutos más (cómo me acostaron los de ese curso de lectura veloz, y yo que lo hice para poder leerme el Olé en menos de un día). La primera pregunta decía: “Observe las fotografías y señale cuál de los siguientes términos utilizaría usted para referirse a ese objeto/persona”. “Cacha, dejame decirte un par de cositas antes de empezar”, le dije a la castaña, “primero, no hace falta que me trates de usted, podés vosearme, y segundo, no estoy de acuerdo con poner a objetos y personas en la misma bolsa: hasta las mujeres objeto son personas”, y le guiñé un ojo a las morochas.

“A ver, dame eso”, gritó la castaña y me sacó la carpeta con las fotos. “Te voy a hacer yo las preguntas directamente. Voy a mostrarte una foto y vos vas a decirme cuál de las cuatro palabras que figuran en la hoja de respuestas es la que usás para nombrar lo que aparece en la foto”. “Joya”, dije, y, mirando a la rubia y a las morochas, agregué: “esto es una papa”. “Bien, marcá la respuesta con una cruz”, dijo la castaña, que a todo esto había sacado la primera foto, que era justamente de una papa. Tuve mucho pedo, es verdad, pero de todas formas creo que hubiera acertado lo mismo, porque las otras opciones directamente no las había escuchado nunca. Una era tubérculo, o algo por el estilo, que a mi me sonaba más a hemorroides o a un yanqui acusándome de haber relojeado el orto de su novia; las otras era potato y pomme du terre, dos palabras que en mi puta vida había visto ni escuchado. ¿De dónde mierda las habrá sacado?

lunes, 22 de marzo de 2010

Diario de un poeta rolinga en Villa Gesell (parte 26)


5 de enero

Me clavé dos porciones de chiskeik, cuatro de lemonpai y me llevé otras cinco de torta bombón para comer en el caminito que llevaba desde el jardín de invierno hasta el quincho que había atrás de la casa. La rubia había instalado ahí un locutorio con uifi y más computadoras que las que necesitábamos para jugar al counter en red con todos mis compañeros del secundario. (Si habremos pasado tardes y tardes de sol cagándonos a tiros en ese sótano, preparándonos para lo que iba a ser nuestra vida adulta). Estuve a punto de pedirle a las morochas que me dieran la dirección de su página web, pero supuse que el viejo de la rubia había instalado un filtro anti-porno.
“Chicas, me parece que lo mejor es que nos turnemos”, dijo la rubia, “primero que pregunte Emily, después ustedes que estudian lo mismo y por último yo, ¿les parece? Vos, Rolo, sentate en la cabecera y usá esa pizarra si precisás explicarte mejor”. Miré para todos lados pero hacía tantos años que no veía un pizarrón que ya no me acordaba cómo eran. Lo más parecido que encontré fue un plasma apagado. “En quince minutos empieza el partido del Arsenal de Inglaterra”, dije, “¿les molesta si lo veo mientras me hacen las preguntas? Lo veo sin volumen, posta, si igual no me sé el nombre de ninguno de los jugadores”. “Eso no es una tele, Rolo”, me explicó la rubia, “es una pizarra magnética. Para escribir, solo tenés que apoyar el dedo, y borrás con la palma de la mano.”
Las cuatro minas prendieron sus computadoras al mismo tiempo y me aturdieron con la musiquita del Windows. La castaña abrió una carpeta y me entusiasmé porque dijo que iba a buscar unos cuantos papeles, pero al final resultaron ser unas hojas con palabras y dibujitos.
“Bueno, Rolo”, dijo la castaña, “como ya te conté, yo estudio Letras y estoy haciendo mi tesis sobre los Giros Idiomáticos del Conurbano. Te voy a hacer un test de multiple-choice.” “¿Multiple qué?”, grité y escupí bolitas de torta masticada sobre toda la mesa. Si las morochas me hubieran dicho esa palabra rara, enseguida hubiera entendido que querían hacer una partuza conmigo, pero con la castaña había que andar con cuidado, seguramente me estaba acusando de haber cometido ese homicidio múltiple que salió en los diarios. (En realidad yo no tuve la culpa, fue una desgracia sin suerte. ¿Cómo iba a saber que era peligroso preparar un trago Satanás con alcohol de quemar?). “Castaña, a mí hablame en cristiano”, le dije, “a menos que quieras cantar conmigo un tema de los Rolling”.

viernes, 19 de marzo de 2010

Diario de un poeta rolinga en Villa Gesell (parte 25)


5 de enero


El tsunami de té le dejó a la castaña la pierna tan roja como la mía, como si ella también se hubiera quedado dormida al sol en un médano. El mayordomo y yo nos ofrecimos a pasarle un poco de crema pero ella prefirió ir al baño con la rubia. Antes de irse nos advirtió que no le entráramos al chiskeik ni al lemonpai en su ausencia, confirmando mis sospechas de que era una tortillera. Había que a arrimar el bochín con las morochas antes de que me las birlara a ellas también.

“Che, morochas, así que ustedes hicieron una pasantía en la industria de las minas”, les dije mientras me limpiaba con el mantel la crema chantilly que me había puesto al pedo en la mano para pasarle a la castaña, “a ver, cuenten un poco cómo fue eso”. “Brutal”, me respondió la que tenía mejores gomas, “es brutal ver a los negros sacar el mineral en bruto”. “Tal cual”, dijo la otra, que era más linda de cara y, por la forma en que se sentaba, daba la impresión de tener buen orto, “yo no sé cómo hacen para sacar cobre de esas piedras”. “Bueno, eso no es nada del otro mundo”, les dije yo, “conozco varios en Berazategui que saben sacar bastante de un par de piedras, aunque después en dos minutos vuelven a quedarse sin un cobre igual que antes. Pero lo que más me interesa que me cuenten es si les gustó eso trabajar con tantos machos”. “Bueno, la verdad es que al principio nos daba un poquito de cosa trabajar con tantos negros juntos”, dijo la carilinda, “pero después te acostumbrás y está bueno porque terminás adquiriendo mucha experiencia”. “Qué grosas”. La otra agregó: “Yo no sé cómo hacen para meterse en una mina por tan poca plata.” “¿Poca plata?”, grité sorprendido, casi indignado, “yo hubiera jurado que ustedes cobraban bastante”. “Nosotras sí”, dijo una de ellas (yo estaba tan excitado que no sabía ni quien me hablaba ya), y nuestros jefes también, pero la gente del pueblo cobraba una miseria y se quejaban bastante”. “¿Qué? ¿Encima tenían la cupé de quejarse?, grité con la boca llena, “¿dónde se vio clientes que cobren?”

Las morochas me miraron con cara de no entender de qué les estaba hablando. Por suerte enseguida apareció la rubia con la castaña, que se había pasado crema y ahora tenía las piernas más blancas que Michael Jackson. La rubia dijo: “Che, comamos rápido las tortas así podemos empezar a trabajar en las tesis”.

miércoles, 17 de marzo de 2010

Diario de un poeta rolinga en Villa Gesell (parte 24)


5 de enero

¡Por favor! ¡Qué desperdicio de jardín! El parque de la entrada tenía lugar suficiente para armar un jardín botánico y ni los dueños de la casa ni la familia de la rubia habían sido capaces de plantar ni siquiera una mísera plantita de faso. ¿Y a esto le llaman Pinamar? Peor me puse cuando me enteré que el viejo de la rubia tenía campos llenos de vacas y no se le había ocurrido traer al menos una para ver si crecía algún hongo parecido al cucumelo.
Nos abrió la puerta una mucama que estaba más buena que la rubia y que tenía un delantal más cortito y ajustado que el que usaban mis compañeritas de la primaria (ah, qué buena época esa en que podías hacer cualquiera con las chicas del colegio sin miedo a dejarlas embarazadas). “Las señoritas acaban de llegar”, anunció la mucama, “están en el jardín de invierno tomando el té”. Por un momento me ilusioné pensando que tal vez los hermanos de la rubia habían reservado el jardín de invierno para la cosecha propia (ya me conformaba hasta con echarle un champignon al té), pero perdí las esperanzas cuando descubrí a Cacha, la amiga castaña de la rubia, con las manos en las masas finas. Al lado de ella había dos morochas que explotaban (la rubia me había advertido que ellas estudiaban recursos infrahumanos y que habían hecho una pasantía en la industria minera), pero la verdad es que no parecían tener mucha pinta de yiros que digamos. Se veía que eran de la industria minera de lujo, esas que trabajan en hoteles cinco estrellas y les gusta que las llamen “acompañantes”. De fondo se escuchaba la voz del mayordomo, que acababa de servir la merienda y ahora tarareaba bajito el tema de Soda Té para tres.
“Chicas, él es Rolo y vino a ayudarnos con nuestras tesis”, dijo la rubia. “Hola, Rolo”, me saludaron las morochas; la castaña solo hizo una mueca de disgusto. “Qué tal, chicas, ¿todo tranca?”, les dije y me senté en la silla que estaba más cerca de las masas finas, “a ver: qué quieren que les expliqué”. “Primero terminemos de merendar y después empezamos con las preguntas”, sugirió la rubia. “Joya”, dije y me tiré de cabeza sobre el plato con masas. “Me hacés un favor, Castaña, ¿no me alcanzás la tetera?” Como la castaña no amagaba siquiera a responder, agregué: “Che, estaba hablando de ese coso de porcelana con té, no de tu corpiño, ¡Ja!”. Las morochas se cagaron de risa; la rubia me dijo: “Rolo, en casa no acostumbramos servirnos nosotros mismos, papá nos enseñó que tenemos que amortizar el sueldo del mayordomo al máximo, por más bajo sea”, y empezó a hacer sonar una campanita. Si no hubiera visto el rosario que tenía colgado la abuela de la rubia en la playa, hubiera dicho que ella también era una rusita. El mayordomo apareció y se quedó parado con cara de Bill Wyman, esperando las órdenes de la rubia. “James, serías tan gentil de servirnos té a Rolo y a mí. Gracias”. James agarró la tetera y le sirvió primero a la rubia y después a mí. Mientras él llenaba mi taza, le dije: “Gracias, amigo, esa tetera estaba lejísimos. ¿Sabés cómo le dicen en Chile a las teteras que están lejos…? Té remoto, ¡jaaa!”, y le di una palmada tan fuerte en la espalda que terminó volcando la mitad del té sobre la castaña. Por el grito de la mina me di cuenta que el agua del té todavía estaba hirviendo. “Perdoná, Cacha, fue la onda expansiva de mi chiste sobre el té remoto.”

lunes, 15 de marzo de 2010

Diario de un poeta rolinga en Villa Gesell (parte 23)


5 de enero

El Mini Cooper era tan chiquito por dentro que la rubia no tenía manera de hacer los cambios sin rozarme con el hombro o con el codo. Yo viajaba relativamente tranquilo porque llevaba entre las piernas su bolso playero con tres mudas de ropa (había dejado la valija playera en su casa porque sabía que iba estar solo un ratito en el balneario, me dijo), y entonces era casi imposible que ella manoteara al saltarín Jack Flash por error, incluso si llegaba a meter quinta. Igual hubo un momento jodido en que la rubia quiso tirar un rebaje y casi me deja estéril, pero por suerte iba distraída mirándose en el espejito retrovisor y, como estaba acostumbrada a manejar la 4x4 de su mamá, que tiene dos palancas de cambios, no se dio cuenta de nada. Además tuve suerte de que en la radio justo estaban pasando un tema de ese yanqui muy blanquito al que le gustaban los pibes y que murió hace poco, así que mi gritito de dolor pasó completamente desapercibido.

“Qué kul que sos”, me dijo la rubia, “no sabía que te gustaba Maicol”. Yo iba a decirle que me parecía tan muerto con Lennon y Harrison, pero era tan grande el dolor que pegué otro un gritito y me llevé instintivamente la mano al bulto. “Te sale igual”, me dijo la rubia, “¿sabés hacer también el pasito de moonwalker?” “No”, le dije a la rubia, “vi un par de veces la película en Sábados de Super Acción pero la verdad es que no soy muy fanático. Yo creo que es porque de chico tenía peinado casquito y flequillo largo y entonces siempre me tocaba hacer de Bart Veider, el malo.” La rubia se rió y casi atropella a un señor petiso y medio peladito que le gritó “no me pisen, soy Giordano”. “No, no hablo de La Guerra de las Galaxias”, dijo la rubia, “te preguntaba si sabés ir para atrás mirando para adelante como Maicol”. “Bueno, antes de vender la última pleisteiyon que se rescató en una de las mudanzas, mi primo Pedro me invitó a jugar y dijo que mi equipo iba para atrás, no se si es a eso a lo que te referís.” “Ay, Rolo, sos tan divertido”, me dijo la rubia, “las chicas te van a adorar cuando te conozcan”.

La rubia estacionó en veinticinco maniobras delante de una tremenda mansión casi tan grande como la que debe tener Jagger y Richards en las Bahamas. “Llegamos”, dijo la rubia”, este es el chalecito que alquiló papá para que pasemos la temporada, ¿te gusta?” “No está mal”, le dije mientras bajaba del auto casi en mitad de la calle (la rubia había atracado el Mini Cooper a mitad de cuadra, por suerte las calles de la zona tenían nombre de Barco y eso la piloteaba un poco). Para juntar un poco de valor antes de enfrentar a las amigas de la rubia, mientras atravesábamos el jardín de la entrada me puse a cantar un temita de Los Ratones.

No traten de encontrarme

No salgo ya a ninguna parte

Me gusta caminar por mi mansión…

“Dale, rubia, cantá conmigo”, le dije.

Ya morí,

ya morí, de espaldas nena.

Ya morí.

viernes, 12 de marzo de 2010

Diario de un poeta rolinga en Villa Gesell (parte 22)


Enero 5

Primero comparé meticulosamente los culos (nalga la redundancia) de todas las rubias de la orilla con el recuerdo más vívido que tenía de la rubia, después hice lo mismo con las tetas, y por último, cuando ya estaba a punto de darme por vencido y llegar a la conclusión de que todas las rubias estaban igual de buenas (o una más buena que la otra, que, para el caso, era lo mismo), reconocí a mi rubia por la nota al pie que todavía tenía pegada en el tobillo. Como el proceso de comparación me había alzado la malla, durante los primeros minutos de la conversación tuve que fingir que la rubia me había sorprendido en medio de un picadito de fútbol, más precisamente mientras formaba la barrera para un tiro libre.
“Llegaste justo”, me dijo la rubia, “había venido a la orilla a mojarme los pies para despegarme esta notita y ya me estaba yendo a casa, a juntarme a estudiar con mis amigas. Venite conmigo así te las presento y nos ayudás con nuestras tesis”. Yo todavía tartamudeaba un “bueno, dale” cuando la rubia me agarró del brazo y me arrastró hasta la carpa donde estaban todos los miembros de su familia (el padre y tres hermanos), y también la madre y la abuela. El papá era un tipo alto, aproximadamente de la misma edad y con las mismas canas de Charly Watts, solo que con mucho menos rocanrol encima. Era obvio que había terminado de leer La Nación hacía rato y que ahora hojeaba las necrológicas nomás para cubrirse la cara y no tener que responder a los comentarios de su esposa, mientras soñaba despierto con ver el nombre de su suegra escrito ahí en letra de imprenta. La madre era una rubia enchulada a nuevo con más operaciones encima que la bolsa de Nueva York: labios botox tipo Jagger, gomas recauchutadas, nalgas lipoaspiradas y casi tantos liftins en la cara como Mirta Legrand. La abuela veía fotos de Punta del Este en la revista Caras y se lamentaba en voz alta por haber rechazado la invitación de su otro yerno, que veraneaba ahí. A primera vista calculé que los hermanos de la rubia debían tener entre veinte y veinticinco años, pero cuando abrieron la boca me di cuenta que no eran más inteligentes que cualquier chico de quince años de cualquier escuela primaria de Berazategui. Acababan de ahogárseles dos caballos y cinco petiseros en un partido de water polo, y, aunque yo les había caído peor que la postulación de Pino Solanas para intendente de Pinamar, me invitaron a jugar una tocata porque eran impares. Yo les dije que no porque creía que eso de la tocata era un deporte parecido al del manoseo que practicamos mis amigos y yo en los vagones del Roca, y no daba ni ahí hacer una cosa así con los futuros cuñados. Después la rubia me explicó que la tocata era una especie de partido amistoso de rugby playero, en donde en vez de pisarle la cara al rival simplemente le fracturabas una costilla. Los hermanos de la rubia jugaban a ese deporte para ver a quién le tocaba bañarse último, pero las discusiones para definir quién había perdido duraban tanto que al final no se bañaba ninguno. La madre de la rubia llamaba a ese jueguito “tocata y fuga”.
“Papuchi, Rolo y yo nos vamos a casa. En un rato vienen las chicas a estudiar y él va ayudarnos con la tesis”, dijo la rubia. Desde atrás del diario, el viejo le contestó: “Llevate el Mini Cooper de Pedro y dejale la camioneta a mamá, así no tengo que llevarla ni a ella ni a la abuela en la mía”.

miércoles, 10 de marzo de 2010

Diario de un poeta rolinga en Villa Gesell (parte 21)


5 de enero

Después de caminar tres cuadras detrás de las promotoras, llegué a la playa con una carpa tamaño de circo. Por suerte la canaleta de las minitas (las que dejaban a su paso) era Honda, porque precisamente promocionaban esa marca de motos, y la arena que se acumulaba a los costados me cubría hasta por encima de la cintura. Menos mal, porque me pareció que un par de abuelas que había en la orilla me estaban relojeando con sus anteojos de sol sin esquivar el bulto. Yo también las miraba fijo a ellas, a ver si mi saltarín Jack Flash se tranquilizaba un poco, pero en esa playa hasta las abuelas estaban razonablemente buenas, así que no tuve otra que ponerme el pañuelito estón como pareo para poder salir del surco.

¡Qué playa tan rara! En la arena había más rubias que en las porno suecas, y en el mar, más jetesquíes que personas. (Después me enteré que, para ser bañero en Pinamar, además de tener un buen bronceado y unos buenos lentes de sol, también tenías que ser mecánico, para poder salvar al motor de las motos en caso de que se ahogaran.) Como me estaba muriendo de hambre y de sed, y sospechaba que no podía comprar nada en el parador sin antes haber choreado, al menos, a tres personas, decidí probar suerte con un vendedor ambulante de sushi. El tipo resultó ser un oriental hincha de Peñarol que hablaba con voz más grave y pausada que la del Enzo. Al principio me pareció un careta, porque en la lista de precios que me dio había California Rolls, Manhattan Rolls, Dragon Rolls, pero nada de Rock’n Rolls, pero al rato me di cuenta que el yorugua era del palo, porque te ofrecía, ahí mismo y a plena luz del día, la posibilidad de tomarte un sake. Lo que no entendía era por qué mierda la lista de precios indicaba la medida del sake en centímetros cúbicos y no en gramos, pero como costaba un billete (¡cien pe!) di por descontado que una de dos: o bien era mucha, o sino de la buena. El problema era que esa era toda la plata que tenía para tirar hasta el fin de la quincena, y, como no tenía cambio, si pagaba con mi único billete después iba a tener que tomarme el sake con pajita.

Menos mal que soy rápido y al toque me di cuenta que eso del sake era todo un chino. (¿A dónde se vio una merca que sea líquida y venga en botellita de vidrio?) El yorugua no había terminado de destaparlo que yo ya estaba a cincuenta metros de ahí con el billete de cien pe a salvo (me lo puse debajo de esa telita blanca que filtra el meo antes de que moje la malla). En eso siento una voz que me llama desde la orilla: “Ey, Rolo, Rolo, acá, acá, zzoy zzo”. Era la inconfundible voz de la rubia, que me había reconocido porque era el único con la remera de los Rolling Stones con el número 79 (todavía tenía que tirar otros 2 días con esa remera según mis cálculos) en toda la playa. La cuestión ahora era ver cómo hacía yo para reconocerla a ella, porque en la orilla había como unas cincuenta rubias todas idénticas como dos hielos de fernet con cola.

martes, 9 de marzo de 2010

Diario de un poeta rolinga en Villa Gesell (parte 20)


5 de enero

La piña que me dio el porteño me dejó el ojo morado, cosa que no me pasaba desde el día en que me puse a cantarle Paint It Black a un turista inglés que andaba perdido con su novia por las calles de Sarandí. El tipo se había ido hasta ahí creyendo que su equipo, el Arsenal, había abierto una nueva sucursal en la zona. Se ve que la novia del flaco también era juligan, y aparentemente fanática estón, porque me cortó el rostro con una gillette y se puso a cantarme Let It Bleed. (Reconozco que la culpa había sido mía. Yo había querido imitar a unos amigos que cantaban en la calle para juntar monedas para la birra, pero cuando me lo contaron había mucho ruido y por eso no entendí que ellos cantaban “a la gorra” y no “de la gorra”, como estaba yo cuando me crucé con el inglés y la novia.)
El porteño se bajó cerca de un arbolito de navidad gigante que decía Valeria del Mar. Por el nombre homosexual del balneario y las caras de los caretas que paseaban a esa hora por la calle principal, enseguida me di cuenta que ahí debían juntarse a veranear los fanáticos de Valeria Lynch. Las rosarinas siguieron hablando un rato más con sus falsas “j” y sus “s” finales mudas, y se bajaron una parada después de Ostende, desesperadas por llegar a un pino enorme que había al costado de la ruta. Por la ventanilla vi que corrían al grito de “pinito, pinito, vamo a pegar pinito”.
De repente el bondi dobló en una avenida enorme que tenía más autos estacionados sobre las veredas que circulando en la calle, y todo el mundo se paró para bajar. Como la cola no avanzaba y el chofer parecía tener pocas pulgas (una sola vez lo vi rascarse la espalda en todo el viaje), los bomberos hicieron un agujero en la parte de atrás con sus hachas. El buraco era demasiado chico para que pasara una persona, por suerte los rugbiers confundieron la abertura con un apertura rival y se tiraron todos juntos de cabeza a tacklearla. Al final se hizo un agujero tan grande que bajamos todos por ahí, hasta un flaco con su tabla de surf.
Apenas puse un pie en la avenida Bunge casi me atropella un nene de cuatro años que salió arando de una de las diez concesionarias de la cuadra arriba del cuatrociciclo que acababan de regalarle para reyes. Yo estaba más asustado y perdido que Mick Taylor en la mitad de los temas que tocaron los Rolling en el concierto tributo a Brian Jones en el Hyde Park, dos días después de su muerte. No tenía idea ni siquiera para dónde quedaba el mar. El cartelito de la esquina decía que estaba en Bunge y Born, pero con eso no hacía nada. Me sentí igual de en bolas que la última vez que fui a Capital y me bajé en la esquina de Corrientes y 9 de julio. Por suerte justo pasaban dos promotoras en bikinis que rajaban la tierra, y no tuve más que seguir el surco que dejaban sobre el pavimento para llegar hasta la playa.