jueves, 9 de diciembre de 2010

El muerto


A otro Martín, fanático de Georgie y gran lector de los partidos de Boca.

Que un hombre del suburbio de La Plata, que un alegre centrodelantero sin más virtud que su optimismo, se interne en las áreas rivales con la intención de picar la pelota por sobre la salida del arquero, parece de antemano imposible. A quienes lo entienden así (y, más aún, a quienes no), quiero contarles el destino de Martín, de quien acaso perduran goles inverosímiles pero ninguna clásica definición ante la salida del arquero, y que murió en su ley, de un cabezazo al poste, en los confines del área chica. Ignoro los detalles de su pelea con el compadrito de San Fernando Juan Román; cuando me sean revelados, he de rectificar y ampliar estas páginas, a ver si despierta el interés de algún otro que no sea el amigo a quien van dedicadas. Por ahora, este resumen es lo único que hay.
Martín cuenta, hacia 1992, diecinueve años. Es un mocetón de frente generosa, de sinceros cabellos oscuros, de reciedumbre de vaca; un peluquero infeliz lo ha convencido de que cualquier hombre puede jugar con una vincha y un arito, pero que solo los más valientes se atreven a salir a un estadio repleto de barras bravas con toda la cabeza teñida de blanco; no lo inquieta la habilidad de los contrarios, tampoco la inmediata necesidad de hacer, de vez en cuando, un pase con los pies. El caudillo de la parroquia le da una carta para el circunciso Miguel Ángel, por entonces director técnico de Estudiantes, y lo despide con un “que Dios te ayude”. Martín llega tarde a la práctica, porque se detiene en un potrero a perfeccionar una revolucionaria técnica para cabecear con la nuca; esa noche pernocta en el campo de juego vacío, con exhausta tristeza, tras comprobar que resulta imposible patear y cabecear un mismo tiro de esquina. Al día siguiente tampoco da con Miguel Ángel; hacia la noche, en un almacén de Villa Elisa, asiste a un altercado entre unos mellizos triperos. Un objeto contundente, presumiblemente botín, vuela apenas unos centímetros por encima de su fuente de trabajo; Palermo no sabe cuál de los dos hermanos es Guillermo y cuál es Gustavo, pero sabe que de todas maneras que Guillermo es que le cae peor. Para, en el entrevero, un plato de lentejas que iba dirigido a un comensal ubicado en una mesa del fondo. Este, después, resulta ser Carlos Salvador, manager de Estudiantes. (Martín, al saberlo, le entrega el plato de lentejas, porque prefiere comenzar la relación con el pie derecho, igual que los partidos). Carlos Salvador da, amén de contrahecho, la impresión de haber malogrado en su juventud varios goles recontrahechos; en su rostro, de nariz siempre demasiado cercana, están el judío (Brailovsky), el negro (Jota Jota) y el indio (Solari); los anteojos que llevan son un adorno más: después de rendir la última materia de Medicina no ha vuelto a tocar un libro.
Proyección de un defensor central o error de cálculo del arquero, a la mañana siguiente Martín convierte su primer gol de cabeza a los cinco minutos de haber ingresado en la práctica. En el entretiempo, comparte unas copas libertadoras con Carlos Salvador y, al promediar el segundo tiempo, se hace expulsar para poder acompañarlo a una farra y luego, ya con la luna bien alta, a un caserón del bosque de la Plata donde vuelve a encontrar a los hermanos triperos. En el último patio, que es de tierra, los cuatro hombres tienden su recado para improvisar dos arcos. Oscuramente (porque un frondoso ombú tapa ahora la luz de la luna), Martín compara ese diminuto potrero con el estadio donde jugó esa mañana, y comprende que será difícil que pueda llegarle un buen centro. Por fortuna para él, los mellizos comienzan una vez más a discutir entre ellos, y solo se ponen de acuerdo a la hora de mentar la mala reputación de la madre del otro. El picado se suspende por falta de garantías. Carlos Salvador aprovecha entonces para darle instrucciones a la madama del caserón de que haga debutar a Martín esa misma noche, así el domingo puede integrar el equipo que enfrentará a San Lorenzo, el equipo del Bambino, siendo ya todo un hombre.
La noche previa al partido Martín siente que ha dejado atrás el potrero y que pisa ahora tierra firme con césped regado. En realidad es el pasto del Bosque de La Plata húmedo por el rocío. Lo inquieta, eso sí, no saber dónde queda el estadio de Ferrocarril Oeste, en donde habrá de disputarse el partido al día siguiente. Para sobreponerse al temor, pasa la noche en vela, corriendo por las calles de La Plata, tirando diagonales. A la mañana siguiente, duerme hasta al utilero con el relato de su entrenamiento nocturno; ya con el sol bien alto, el mellizo Guillermo lo interrumpe para avisarle que se confundió de club y que aquel es el vestuario de Gimnasia y Esgrima. (Martín recuerda que Guillermo ha compartido con él la noche en caserón y en el boliche de Villa Elisa, pero tarda casi una hora en reconocerlo porque es la primera vez que lo ve solo, sin su hermano Gustavo, marginado del plantel debido a una inflamación de los gemelos). Guillermo celebra que Estudiantes ya está perdiendo uno a cero contra San Lorenzo en Caballito, y el relator anuncia por radio que el circunciso Miguel Angel manda llamar a Martín donde sea que esté. En una suerte de banco de suplentes cubierto para evitar proyectiles (Martín nunca ha visto una tribuna con más de veinte simpatizantes), efectivamente está esperándolo Miguel Ángel, acompañado por Carlos Salvador y por una clara y desdeñosa mujer de pelo rubio. La mujer en verdad es el delantero Claudio Paul, que acaba de regresar al país. Carlos Salvador increpa a Martín por haberse confundido de vestuario y de ciudad, y por haberse gastado su primer sueldo en el remis que lo trajo desde La Plata. Lo pone de un puntapié en el área rival y le repite que ya le está pareciendo un jugador bastante torpe. Martín se da vuelta para responder a la injuria cuando siente un balón rebotar en su nuca. Es el gol del empate. Carlos Salvador corre a abrazarlo y en medio de la turbamulta del festejo le propone ir a Boca, el equipo del Virrey. Porfía en llevar también a los mellizos triperos. Martín acepta, todavía confundido por el pelotazo; hacia la madrugada están los cuatro en camino, rumbo a La Boca.
Empieza entonces para Martín una vida distinta, una vida de bastos, copas y oros en las concentraciones y de jornadas que tienen el olor a bosta del caballo. Esa vida es nueva para él, y a veces atroz, pero ya está en su sangre, porque lo mismo que los hombres de Buenos Aires (también el hombre que entreteje estos dislates) veneramos y presentimos el barrio de Nuñez, así los hombres de ciudades limítrofes ansían el Riachuelo. Martín se ha criado en los barrios de un equipo que pincha rivales y de otro que en cien años de historia nunca ha salido campeón; antes de una semana se adapta por completo al primer equipo de Boca. Aprende a pisotear al rival, a entorpecer el juego, a hacer tiempo, a manejar el agarrón de camiseta que sujeta y el codazo al mentón que tumba, a resistir a los centrales, a los laterales, al árbitro, a pedírsela al contrario con el silbido y el grito. Solo una vez, durante ese tiempo de aprendizaje, intenta tirar una gambeta, pera la tiene muy presente, porque sabe que al hacerla son muchas las probabilidades de que tropiece solo y le cobren penal, y porque, ante cualquiera de sus burradas, el jugador número doce lo aplaude y le dice que nadie las hace mejor. Alguien opina que Martín nació con los pies invertidos; eso, que debería rebajarlo, oscuramente lo enriquece para enviar centros con el perfil cambiado, aunque no para cabecearlos. Gradualmente, Martín entiende que los negocios de un centrodelantero son pocos y que el principal es hacer un gol aunque sea con la mano. Ser tripero es ser hincha de Gimnasia y Esgrima de La Plata, le explica Guillermo una tarde en el vestuario; Martín se propone entonces hacerse hincha de Boca, para que la hinchada pueda jactarse de ser ahora la mitad más dos. Justamente dos de sus compañeros defensores, una noche de Copa  Libertadores de América, cruzarán el círculo central envalentonados por un mejunje de Cagna; Martín choca con uno de ellos, lo hiere y toma su lugar para defender un tiro de esquina. Lo conmueve entonces un pelotazo que rebota en su cabeza y se introduce en el arco rival, a una legua de distancia. Que el Virrey (piensa desde el suelo) acabe por entender que yo valgo más que todos sus colombianos juntos.
Otro año pasa antes de que Martín haga un gol con alguna de sus piernas. Recorre el área chica, él área grande (que a Martín le parece muy grande cuando juegan en Brasil), llega a casa del patrón, en Colombia; los hombres de Boca atienden los recados de la prensa argentina en el último patio. Pasan los días y Martín no ha visto al Virrey. Dicen, con temor, que está filmando el comercial de un banco; el moreno Juan Román suele subir a su dormitorio para discutir cuántos volantes de contención son necesarios para aguantar el cero de visitante. Una tarde, le encomiendan a Martín esa tarea, y esa noche Boca sale a la cancha con tres arqueros. El árbitro compulsa el reglamento con los jueces de línea y finalmente le permite jugar con uno solo. Martín se siente vagamente humillado pero también un poco dolido por no haber podido estrenar los guantes que se había comprado para la ocasión.
El dormitorio del Virrey es desmantelado y oscuro, porque el presidente del club Mauricio le ha dado órdenes de ahorrar en todo lo que se pueda. Hay un balcón que da al helipuerto de la terraza, hay una larga mesa con un resplandeciente desorden de taleros, de arreadores, de cintos, de armas de fuego y de armas blancas para poder salir del país en caso de que ganen de visitante, hay un remoto espejo que tiene una foto empañada de Silvina Luna. El Virrey yace Boca abajo, para no despeinarse; sueña y se queja por no tener un nueve como el Enzo; Martín nota las canas y le recomienda una marca de tintura; lo subleva que lo esté mandando ese viejo canoso y sin flequillo que teñir. Piensa que bastaría un buen bisoñé para mitigar ese oprobio. En eso, ve en el espejo que alguien ha entrado. Es Claudio Paul, el hombre de pelo rubio; está a medio vestir (por fortuna de la cintura para arriba) y con ojotas y lo mira con lágrimas en los ojos. Caudio Paul se inclina sobre el pecho del nueve para llorar. Mientras solloza y explica que está allí dilapidando lo ganado en el fútbol europeo para que su esposa pueda adquirir un bronceado caribeño, los dedos de Martín juegan con la cola de caballo rubia hasta cortarla con sigilo. Al fin, Martín le dice a Claudio Paul que se marche e improvisa una peluca para el Virrey.
Días después le llega la orden de Marcelo, otro loco, de ir al Norte, al Paraguay, a jugar la Copa América. Arriban a una estancia perdida, llena de fanáticos de Boca que acosan a los jugadores y a sus esposas. Ni el mono Burgos ni el payaso Aimar alegran la concentración. Hay corrales de piedra para el Burrito y para el Pupi. Lo que un suspiro se llama ese desahuciado establecimiento.
Martín oye en rueda de prensa que Juan Román no tardará en llegar desde Don Torcuato. Se inclina para atarse sus anodinos botines y pregunta por qué; alguien aclara que hay un delantero agachado que está queriendo patear los penales con ambos pies al mismo tiempo. Martín comprende que es una broma pero de todas formas se las ingenia para fallar tres un mismo partido. Averigua, después, que le habría ido mejor en el rugby, y que habría sido mucho más justo que le tocase en suerte el apellido de Javier Saviola. También averigua que Juan Román se ha enemistado con Mauricio, el presidente del club. Le gusta esa noticia.
Llegan cajones de armas largas para sortear en las peñas de la hinchada; llega una jarra y una palangana para el flequillo de Martín; llega de Formosa, una mañana, un morocho sombrío seguido de un séquito de perros. Es el Negro Ibarra, quien hace las veces de capanga o guardaespaldas de Juan Román cuando no está presente la madre de este último. Habla muy poco y lo poco que dice no se le entiende. Martín no sabe si atribuir su reserva a hostilidad, a desdén o a mera barbarie. Sabe, eso sí, que para que le llegue un buen centro desde la derecha tiene que ganar su amistad.
Entra después en el destino de Martín un colorado Mercedes Benz que importa Juan Román de Alemania y que luce chapeado un solo día en el estacionamiento del club hasta que Martín lo abolla sin querer durante la práctica de penales a colocar. Ese automóvil importado es símbolo de la habilidad que Martín codicia; también desea, con deseo rencoroso, poder patear tiros libres al ángulo y tirarle caños a los rivales. La habilidad, el tiro libre, el caño son atributos o adjetivos de un hombre que él aspira a sustituir.
Aquí la historia se complica. Juan Román es diestro en el arte de enrostrarle al prójimo su felicidad, en la satánica maniobra de humillar al interlocutor esgrimiendo un depurado dominio del pretérito perfecto compuesto, combinándolo con el pluscuamperfecto y el anterior; Martín resuelve aplicar esos tiempos verbales en las notas que da a la televisión, obligando a las emisoras a emitir sus programas con subtítulos. Resuelve suplantar, lentamente, a Juan Román como cerebro del equipo. Logra, en tiros de esquina de peligro común, la amistad del Negro Ibarra. Le confía su plan; el Negro le promete su ayuda. Muchas cosas van aconteciendo después de las que sé unas pocas. Martín no obedece a Juan Román ni al Virrey; da en gambetear, en patear tiros libres, en intentar pases goles. El universo parece conspirar en su favor y apresura los hechos. Una madrugada argentina, ocurre en campos de Tokio un enfrentamiento con gente madrileña; Martín usurpa el lugar de héroe de Juan Román y manda a los colombianos. Casi se fractura una pierna durante uno de los festejos, pero esa noche Martín convierte dos goles y esa noche le entregan un Toyota por ser el mejor jugador del partido y esa noche duerme con Claudio Paul, el hombre de pelo reluciente, que —¡oh, casualidad!— estaba ahí de farra. Otras versiones cambian el orden de estos hechos y niegan que puedan haber ocurrido en el lapso de una sola vida.
Juan Román, sin embargo, siempre es nominalmente el estratega del equipo. Da órdenes que no se ejecutan, patea tiros de esquina que no se cabecean; Martín no lo toca por una mezcla de rutina y de lástima.
La última escena de la historia corresponde a la agitación por la rotura del record de 218 goles de Roberto. Esa tarde, los hombres de Boca comen pasta y beben agua mineral sin gas; alguien infinitamente trata de evocar uno por uno los goles de Martín de cabeza pero inevitablemente los confunde. En la cabecera del ómnibus que los lleva al estadio, en Sarandí, Martín erige exultación sobre exultación, júbilo sobre júbilo; esa torre de júbilo es un símbolo de que su irresistible destino es una pronta jubilación. Juan Román, taciturno entre los jugadores que salen a la cancha, deja que fluya clamoroso el partido. Cuando los bombos de la doce resuenan, elude a un rival en el área chica y le cede el gol servido a Martín como quien recuerda una obligación. En el festejo, evita el abrazo de Martín y va a buscar a Guillermo entre los fanáticos de la tribuna. Este baja enseguida, como si esperara el llamado. Baja a medio vestir, con la camiseta de Gimnasia y Esgrima que llevaba puesta debajo de la de Boca. Con una voz que se afemina y se arrastra, Juan Román le ordena:
-                     Ya que vos y el otro platense se quieren tanto, ahora mismo vas a mandarle un centro a la olla.
Agrega una circunstancia brutal: el centro tiene que ir al primer palo, de forma tal que cuando Martín cabecee se parta el cráneo contra el poste. El mellizo quiere resistir pero dos jugadores lo han tomado del brazo y lo encaminan hacia el banderín del corner. Arrasado en lágrimas, besa la pelota y hace a un lado una botella de vidrio. En el punto del penal, Martín comprende, antes de morir, que desde el principio lo han engañado, que ha sido condenado a muerte, que le han permito los goles, el record y los triunfos, porque ya lo daban por muerto, porque para Juan Román siempre había sido un muerto.
El Negro Ibarra, casi con desdén, le dice que vaya al primer palo.

jueves, 11 de noviembre de 2010

El approach a Finkelstein


El rebe de Luvabitch escribe que la novela The approach to Finkelstein del boxeador Mister Muhammad Alí, de Kentucky, “es una cintura cósmica de tiempo bastante larga (a rather long cosmic waist of time), como acostumbran serlo las primeras novelas de autores que desconocen el uso correcto de los signos de puntuación y que acaban de escribir y leer a un mismo tiempo el primer libro de sus vidas”. Antes, el rabí Shankar había denunciado a Muhammad por haberle hecho perder cinco minutos con la primera de sus oraciones, donde resuenan “el inverosímil inglés de Carlos Tevez  y la elocuencia de Lionel Messi” —fundada acusación que el rebe, por su parte, repitió sin agregar una coma ante los sagrados rollos de la Torá sin obtener respuesta. Esencialmente, ambos rabinos concuerdan: los dos indican el valor de la obra como combustible y sus applications higiénicas parangonables a las del bidé (bidet). Esa hibridación puede movernos a imaginar algún parecido con un lápiz con goma; ya comprobaremos que el lápiz es mucho más útil y valioso.
La editio princeps del Approach a Finkelstein apareció en Brooklyn, a fines de lavar dinero. El papel era casi papel de diario pero sin noticias; la cubierta anunciaba al comprador que se trataba de la primera novela judía, ambientada en Buenos Aires, escrita por un musulmán norteamericano. Es evidentemente que Muhammad interpretó a pie juntillas y sin tropiezos la frase de Maradona: “todos los yanquis tienen a un judío del Once adentro (LTA)”. En pocos meses, un lector desocupado pudo terminar uno de los cuatro ejemplares vendidos que encontró tirado en el Central Park. La Brooklyn Centennial Review y el Brooklyn Mench dispensaron sus advertencias. Entonces, para recuperar algo de dinero, Muhhamad publicó una edición que incluía fotos de su pelea con Foreman en el Madison Square Garden (El Jardín cuadrilátero de Madison que no se bifurca), que tituló The Uppercut of a woman called Finkelstein y que subtituló hermosamente: A game with boxing gloves (Un juego con guantes que boxean.) Esa edición se agotó juntó con el Sports Illustrated de Estados Unidos campeón del mundo de soccer. La que yo tengo a la vista, por desgracia, es la primera; no he logrado juntarme con la segunda, idónea para hojear en cualquier baño o sala de espera, y que a todas luces –menos las de neón que cansan la vista - presiento muy superior. A ello me autoriza el apéndice que tuvieron que extirparme por haberme empecinado en terminar la primera. Antes de examinarla –y escupirla una vez más- conviene que yo indique a cuantos grados Celsius equivalen 451 grados de Fahrenheit, para que el lector pueda quemar el libro en su hogar o en el horno, según prefiera.
Su protagonista invisible –nada se nos dice de las razones de este portento, aunque intuimos que debió de ser algo muy reciente, porque el héroe, evidentemente no habituado a su nueva condición, se demora en un kiosco en busca de monedas para el colectivo- es un estudiante del Seminario Rabínico Marshall Meyer del barrio de Belgrano. Blasfematoriamente, descree de la fe judía de sus padres (había elegido esa institución porque era malo para las matemáticas, ignorando que las letras hebreas tienen valor numérico), pero al declinar la catorceava noche del mes de Nisán se recuerda que esa noche es la primera de la pascua judía y que su familia lo espera en el barrio de Eleven (Once) para celebrar el séder de Pésaj. En el apuro por llegar a casa de sus padres antes que el profeta Elías, se halla en el centro de un tumulto de sefaradíes y asheknazíes que acababan de salir de dos sinagogas ubicadas sobre una misma vereda de la calle Pasteur. Es noche de hierbas amargas y matzes; entre la muchedumbre adversa, los bigotes prematuros y los solideos de cuero sefaradíes se abren camino. Un ladrillazo peruano vuela de una azotea; alguien hunde una mano en un glúteo coreano que justo pasaba por ahí; alguien ¿turco, ruso? intenta recoger del suelo una billetera y es pisoteado. Dos hombres y un sefaradí pelean: rollos de tela contra libros de administración de empresas, kibes y lajmashines contra rebanadas de guefilte fish con jrein, Dios el indivisible contra los 24 tomos de las obras completas de Freud. Afónico, el estudiante invisible entra en la trifulca sin que nadie perciba sus gritos ni sus golpes. Con pecosas manos invisibles, mata (o piensa haber matado) a un mosquito que le estaba picando el codo. Atolondrada, motorizada, semisatisfecha por dos grandes de muzzarella, la policía del Mauri interviene con pistolas eléctricas imparcialmente antisemitas. Huye el estudiante, casi bajo las ruedas de un colectivo de la línea 95. Busca los arrabales últimos del Once, ahí donde se convierte en Barrio Norte. Atraviesa dos avenidas Pueyrredón, o una sola que ahora es mano y contramano. Escala la tapia de un desordenado jardín de infantes, con un póster (poster) del Dinosaurio Barney en el fondo. Una chusma de shikse color de schwartze (A gossipy shartzecoloured shiksa) emerge del ascensor de servicio del edificio de sus padres. Acostado, recuerda que es invisible y que no tiene necesidad de esconderse de los vecinos ni de ocultarle a su madre las manchas de su camisa. Sube por una escalera de fierro –solo después de haber intentado en vano guiar su dedo hasta el botón del piso de sus padres- y, al abrir la puerta del departamento, es confundido con el profeta Elías. El único que lo reconoce es la nueva pareja de su tía, un shleper alcohólico a quien nunca antes había visto y que, desoyendo todas las advertencias y recomendaciones, había caído en saco roto (in a torn cardigan). Ese hombre le confía que su profesión es profanar tumbas en el cementerio de La Tablada. Refiere otros antecedentes laborales y menciona que hace catorce noches que no fornica con la tía del estudiante, porque descubrió que la mujer llevaba en el cuello un colgante que tenía inscripta una palabra en hebreo que significa vida y no un saludo nazi. Habla con exacerbado rencor de evidentes judíos homosexuales de Tigre, “comedores de knishes y de varenikes, hombres tan infames como tu padre o como vos”. La familia no interviene porque cree que el hombre está hablando solo después de beberse las cuatro copas rituales con el estómago vacío. El estudiante percibe un repentino apagón en todo el barrio: en realidad uno de sus primos menores acaba de golpearlo en la nuca con la raqueta que le regalaron hace unos instantes por haber encontrado el aficomán. El estudiante, aniquilado, se duerme; cuando despierta, ya con el sol bien alto, ha desaparecido el profanador pero su tía sigue en el departamento, llorando. Han desaparecido también un par de güisquis (whiskies) que el padre del estudiante había escondido para celebrar cuando enviudara y unos dólares (lochshums) que había separado en esa misma esperanza. Ante las imprecaciones recibidas la noche anterior, el estudiante resuelve perderse en el tercer cinturón del conurbano. Piensa que se ha mostrado capaz de matar a un mosquito, pero no de saber con certidumbre si ese mosquito era capaz de inocular el paludismo. El nombre de Tigre no lo deja, y el de una bume (mujer sefaradí de casta muy poco casta) de Hacoaj, muy preferida por el odio y la lujuria del profanador de tumbas. Arguye que el odio de un hombre tan minuciosamente shleper y goi importa un comino. Resuelve –sin ayuda de nadie- buscarla y pagarle para venga con él al séder de la noche siguiente, para así reivindicarse de las acusaciones del profanador y demostrarle a su familia que no se ha hecho gay ni goi, y que todavía está con vida a pesar de su invisibilidad y de no haber obtenido un diploma universitario. Ante el estupor de su hermana, mueve el vientre con estruendo y con la puerta del baño abierta —poco a poco va descubriendo las ventajas de su nueva condición— y emprende, ya más ligero, el largo camino a Tigre. Así acaba la segunda página de la obra.
Imposible trazar las peripecias de la página siguiente. Hay una vertiginosa pululación de mujeres judías – para no hablar de una de ellas en particular que parece agotar todos los clichés del estereotipo (desde el colorado cabello encrespado hasta las pecas en los pómulos) y de una cuyos glúteos prematuramente comprenden la vasta geografía de los municipios de Victoria y San Fernando. La historia comenzada en Belgrano sigue en las casas bajas del club de campo de Hacoaj, se demora una tarde y una noche en el club house de madera, narra la muerte de un dentista ciego en el polvo de ladrillo, conspira en el green del hoyo catorce anotándole un golpe de más a un rival, reza y se masturba para vivir en carne propia las experiencias de Onán, mira nacer los días en el arco de una cancha de fútbol, mira morir las tardes en la misma cancha de fútbol pero en el arco de enfrente, vacila y mata un sapo con la bicicleta y cierra la órbita de sus ojos cuando las ruedas delanteras se clavan en un lomo de burro, para caer a pocos pasos de otra shikse color de shwartze. El argumento es este: Un hombre, el estudiante invisible y sin título que conocemos, cae entre las mujeres más viles de Hacoaj y se acomoda a ellas, en una especie de certamen de infamias. De golpe —con el milagroso espanto de un goi ante el espectáculo de un miembro circunciso— percibe alguna mitigación de esa infamia: una ternura, una sonrisa ante una ironía, un silencio, en una de esas mujeres aborrecibles. “Fué como si hubiera terciado en el diálogo un interlocutor capaz de la sinapsis”. Sabe que la mujer vil que está conversando con él es incapaz de ese momentáneo decoro; de ahí postula que ésta ha reflejado a una amiga, o a la prima de un amiga. Repensando el problema, llega a una convicción improbable: En algún lugar de Hacoaj hay una mujer capaz de quererme aunque yo no tenga título universitario y no veranee en Punta del Este; en algún punto de Hacoaj está esa mujer que es todo lo contrario a mi hermana. El estudiante resuelve dedicar toda la tarde siguiente a encontrarla.
Ya el argumento general se entrevé: la insaciable busca de una alma gemela a través de inefectivos approaches (approaches): en el principio, tenues piropos susurrados al pasar desde la impunidad invisible; en el fin, chabacanerías soeces y crecientes de la desesperación, del celo y de la misoginia. A medidas que las mujeres interpeladas han conocido más de cerca a Finkelstein, su porción de enojo es mayor, pero se entiende que no golpeen al estudiante porque no lo pueden ver. El tecnicismo matemático es aplicable: la cargosa novela de Muhammad es un suplicio ascendente, cuyo final es el presentido “uppercut de la mujer que se llama Sharon Finkelstein”. La inmediata antecesora de Finkelstein es una psicóloga ashkenazí con glúteos firmes pero busto casi tan invisible como el del estudiante; la que la precede es una productora de televisión sefaradí que es una santa… Al cabo de las horas, el estudiante llega al vestuario de damas “en cuyo fondo hay una puerta batiente con una mezuzá y atrás un vaho de vapor”. El estudiante se golpea las manos una y dos veces contra la pared y pregunta por Finkelstein: “¿está Sharon? Una voz de silbato –la increíble voz de Sharon Finkelstein- lo insta a pasar. El estudiante empuja la puerta y ve venir un guante de box a su quijada. En ese punto la novela concluye.
Si no me engaño, la buena ejecución de tal argumento impone dos obligaciones al escritor: una, la de saber leer y escribir; otra, la de conocer el tema sobre el que está escribiendo. Muhammad satisface a duras penas la primera; definitivamente no la segunda. Dicho sea con otras palabras: el inaudito y no mirado protagonista debería ser un judío del once real, con un marcado y definido sentimiento de culpa, y no un desorden de lugares comunes propios de una película de Burman con guión de Birmajer. En la primera versión, las fotografías ralean: “la mujer llamada Finkelstein” insinúa un busto prominente pero debemos conformarnos con imaginarlo. Desgraciadamente, esos relieves no aparecen en ninguna de las fotos de la segunda —de la que solo he oído hablar—, en donde, me han comentado, solo se ven ganchos y jabs de Muhammad pero ninguna derecha cruzada de Foreman que haga realidad el deseo más profundo de los lectores. Finkelstein es emblema de una Diosa judía y por eso no aparece su imagen; los puntuales itinerarios del héroe son los que hace todo socio de Hacoaj cada uno de los fines de semana que no está en Miami ni en Punta del Este. Hay pormenores afligentes: un judío negro a quien el intendente del club expulsa en nombre de la comisión directiva; un cristiano que usa vaqueros (jeans) sin ropa anterior para ver si en un descuido se flagela y deja de ser el centro de atención del vestuario de hombres; un lama que se afeita toda la cabeza menos un mechón de pelo circular para no tener que ponerse una kipá cada vez que lo invitan a un casamiento judío o a un entierro. Esos personajes quieren insinuar que en Hacoaj hay un puñado de gois, pero que todos ellos tienen, al menos, un amigo o compañero de dobles judío. La idea es poco creíble, a mi ver: ¿para qué pagar una cuota tan alta para ir a un club judío cuando uno tiene la posibilidad de acceder al Jockey? No diré lo mismo de esta otra: la conjetura de que Sharon Finkelstein no es judía, y que simplemente ha adoptado ese nombre artístico para poder bailar rikudim y conseguirse un marido que la mantenga. Finkelstein (el nombre del profético auditor que le recomendó a Beraja llamar con urgencia a los abogados de Madoff) quiere decir etimológicamente La falsa bailarina. En la primera versión, el hecho de que el protagonista fuera invisible justifica la dificultad de las mujeres para asestarle un cross en la mandíbula (golpe que Finkelstein concreta gracias a Dios y a que el vaho de vapor recorta la silueta del estudiante contra los azulejos del vestuario); en la segunda, el lector abandona inevitablemente la lectura al promediar la segunda oración atraído por las fotografías de Muhammad y Foreman en el Madison Square Garden. Mister Muhammad Alí, lo hemos visto, es incapaz de soslayar la más burda de las tentaciones del escritor: la de saber escribir.
Releo lo anterior y temo no haber destacado bastante los defectos del libro. Hay, a pesar de todo, un par de rasgos muy civilizados: por ejemplo, la aclaración en tapa de que no se aceptan devoluciones, y cierto epígrafe de una de las fotografías en donde Muhammad aclara que solo una vez ha resuelto una discusión conyugal a las trompadas, “para no tener razón de un modo triunfal”.

*
Se entiende que es deshonroso que un libro actual se venda en la misma mesa de saldos que los libros antiguos: ya que a nadie le gusta (como dijo Magic Johnson) deberle aún dinero a los editores y ver que los periodistas de los suplementos culturales ya han arrojado la obra de uno al cesto (basket). Los repetidos pero infructuosos llamados de Muhhamad a los periódicos judíos de Buenos Aires y Nueva York siguen escuchando —todos sabemos por qué— el tono de ocupado; no obstante, tengo entendido que Muhammad ya está trabajando en la segunda parte de su saga, que lleva el título provisorio de En busca del aficomán perdido. Otros planes para obras futuras no le faltan. Algún inquisidor ya se ha apuntado para darle caza a Muhammad ni bien la Santa Sede lo declare judío. Muhhamad admite que la novela tiene cierto aire semítico, pero alega que sería muy anormal que una obra impresa no tuviera ninguna relación con el Pueblo del libro… Yo, con toda humildad, señalo la necesidad de ajusticiarlo y sugiero utilizar el mismo método de tortura ideado por el cabalista Domingo Felipe Luria, que en la década del noventa propaló a millones de desdichados que el alma valía menos que un buen calzado nuevo. Reebok  se llamaba esa variedad de zapatillas.[1]
2010


[1] En el transcurso de esta noticia, me he referido dos veces al aficomán. Quizá no huelgue la CTA de Luis D’elia si me digno a explicarle al público goi lo que esta palabra significa. Al comienzo del séder de Pésaj, se parte en dos una de las tres matzot rituales. El trozo más pequeño (valga el oxímoron) se envuelve en una servilleta blanca y se lo esconde, para que luego los niños, al final de la velada, compitan por encontrarlo. Quien encuentra el aficomán recibe una recompensa del zeide de la casa. El objetivo es mantener despiertos a los niños hasta el final del séder. Hay quienes ven en este juego una alegoría de la busca de esposa. Según ellos,  la novia equivale a un pedazo de comida envuelto en una tela blanca, capaz de mantener a los hombres (niños eternos) despiertos en este séder que es la vida. Quien encuentra una mujer para casarse recibe una recompensa en forma de regalos de casamiento, solo para descubrir que el séder (la vida) en realidad recién ha comenzado, y que ni bien se descuide (o dejemos de cuidarse) llegarán los verdaderos niños, esos  que le impedirán conciliar el sueño por unos cuantos años. Todo esto lo explica el Shulján Aruj, tratado cuyo título en hebreo significa “mesa larga como para no oír las quejas de tu mujer”. Para esta nota no  he consultado el Shulján Aruj pero sí  mi reloj, y creo estoy llegando tarde  a mi clase de yoga.
Los contactos del Shuljan Aruj con la novela de Mister Muhammad Alí no son excesivos: apenas tienen en común el hecho de comenzar los dos en la primera página. En la página dos de la novela, unos poemas atribuidos por la productora de televisión sefaradí a Finkelstein son, quizá, la magnificación de su propia estupidez; esta y otras fallidas expresiones artísticas  pueden significar que muchas veces conviene dedicarse a labores más prosaicas como arrancar muelas; pueden también significar la identidad del buscado y del buscador, en cuyo caso estaríamos ante la forma más patológica del narcisismo. Otro capítulo insinúa que Finkelstein es el mosquito que el estudiante cree haber matado, o que Finkelstein  tiene un cerebro de las mismas dimensiones y características que el del insecto.      

miércoles, 13 de octubre de 2010

La secta de Freud


Quienes escriben que la secta de Freud tuvo su origen en Viena, y la derivan del hecho de que en ese momento eran tan pocos los judíos de París como los de Nueva York y Buenos Aires juntos, alegan textos de Lacan que ni el propio Lacan hubiese podido entender ni a punta de pistola, pero ignoran, o quieren ignorar, que la denominación Shrink no fue acuñada por Woody Allen ni Barbara Stresisand, y que tampoco hace referencia a la cabeza de los pacientes, como ellos pretenden hacernos creer, sino, más bien, a nuestros bolsillos. Ya unos tres mil años antes de la fundación de la secta en Viena, José, el hijo del patriarca Jacobo, había intentado sin éxito venderle al Faraón de Egipto los derechos de traducción de un papiro suyo al que había intitulado La Interpetación de los sueños. El soberano olió algo raro cuando José mencionó que estaba mal del estómago y que varios escribas estaban trabajando ya en la traducción de otro papiro inédito sobre un tal Moisés y una religión monoteísta que todavía no habían nacido. José contó que su mágico método de curación se llamaba Psicoanálisis, nombre que había tomado prestado del futuro griego antiguo y para el que aún no existía jeroglífico. El faraón se negó a prestarle siquiera oídos cuando José admitió que el tratamiento demoraba poco menos que la erección de la pirámide de Keops, pero enseguida volvió a llevarle el apunte cuando le aseguró que, llevado a sus extremos, podía resultar más redituable que la mismísima pirámide de Madoff. El método finalmente fue descartado porque los carpinteros egipcios aún no estaban en condiciones de construir un diván.
Mario Bunge, en unas declaraciones poco afortunadas que hizo en los baños de la televisión francesa cuando su micrófono estaba al aire y el de la emisora, todavía abierto, ha equiparado los sectarios de Freud a los mahometanos, utilizando el mismo término que acuñara Carlos Saúl Menem unos años antes para referirse a los musulmanes que viven en Italia. En Chile y en Hungría hay mahometanos y también hay sectarios; fuera de lo blanco de los ojos y del hecho de que ambos grupos respiran por nariz y boca, muy poco tienen en común unos y otros. Los mahometanos veneran a sus madres aunque bien podrían trocarlas por dos rollos de seda a la primera de cambio; los sectarios abominan de sus (idishes) mames y les endilgan el origen de todas sus faltas, pero jamás propondrán matrimonio a un goi sin antes contar con su visto bueno. Los mahometanos veneran al Dios de Abraham pero se cuidan muy bien de ocultárselo a la prensa extranjera, particularmente a la católica y la judía; los sectarios también veneraron al Dios de Abraham hasta que descubrieron que no podía garantizarles ningún paciente por fuera de las prepagas, y entonces lo reemplazaron por Lacan, que tampoco les garantiza pacientes pero al menos les permite adorar su imagen en las paredes de sus templo-consultorios… Martín Brauer declara que él y el autor de estas líneas somos esencialmente patéticos como corresponde a todo buen judío; la inmensa mayoría de los sectarios también lo son, aunque para disimularlo acostumbran alardear delante de sus angustiados pacientes como si acabaran de inventar la rueda. Esta pública verdad basta para avalar el vulgar antisemitismo (férreamente defendido por los presidentes de Irán y de Siria) que ve en la arrogancia del judío psicoanalista porteño y neoyorquino la justificación para borrar al Estado de Israel del mapa. Los antisemitas más o menos discurren así: Freud, el fundador de la secta, era judío; la mayoría de los sectarios y sus pacientes son judíos; matemos a todos los israelíes así los sectarios y pacientes judíos de Nueva York y Buenos Aires tienen un verdadero trauma de que hablar en sus sesiones. Sinceramente no puedo convenir con este razonamiento. La estadísticas revelan que la mayoría de los pacientes abominan de los traumas colectivos y solo acuden a los sectarios para hablar de ellos mismos, sus padres y sus parejas, y que ningún miembro de la secta aún ha sido capaz de retener durante más de dos minutos en su diván a un sobreviviente de Auschwitz con un trauma verdadero.
He dicho que los sectarios nunca han sufrido persecuciones por mala praxis. Ello es verdad, aunque para eso más de uno, incluido el propio Freud, ha tenido que otorgar descuentos a los pacientes a cambio de su silencio. Las únicas denuncias que lograron salir del consultorio tuvieron su origen en supervisiones: esos ritos satánicos en las que los partidarios de Freud se someten a otro sectario más experto, en la esperanza de lavarse las manos y encontrar la clave para aumentar los honorarios propios. Sin un juramento hipocrático que les prohíba seducir pacientes jóvenes, sin necesidad de emitir recibo y sin esa otra incomodidad que es tener que aceptar tarjetas de crédito, una sola cosa los contraría: descubrir al final de una sesión que el paciente ha olvidado en su casa el efectivo. Durante diez años he tratado con sectarios que no me comprendieron cuando inquirí si eran hombres de Freud, pero acto continuo me informaron que mis cincuenta minutos habían finalizado y que yo les debía una cuantiosa suma de dinero.
He compulsado los relatos de otros pacientes, aunque todavía no sé muy bien qué significa ese verbo. Sí, en cambio, puedo dar fe de que todos los sectarios utilizan el mantra ajá para estimular la catarsis de los pacientes, y que, para silenciarla, todos utilizan la palabra mágica dejamos, que tiene el poder de anudar la garganta del paciente y angustiarlo durante, al menos, otros siete días. He merecido en tres continentes –Buenos Aires, París y Nueva York- la enemistad de muchos sectarios, incluida mi hermana; me consta que mis críticas, en principio, les parecieron disparatadas, pero al final todos coincidieron en que lo suyo no es más que un trabajo, y que ellos, al igual que el resto del género humano, profesan un profundo afecto por el dinero. Alguien no ha vacilado en afirmar que ya es instintivo.

miércoles, 2 de junio de 2010

Diario de un poeta rolinga en Villa Gesell (parte 36)


5 de enero

“Bueno, Rolo, ahora vamos a evaluar tu capacidad de liderazgo”, dijo una morocha, no sé cuál de las dos porque yo en ese momento estaba cabizbajo, vigilando al saltarín que seguía cabizalto y a punto de despegar uno de los billete de la malla de un cabezazo.

¡Creer o reventar! ¡En apenas un par de hora horas el saltarín Jack Flash me estaba haciendo más alzamientos que los carapintadas a Menem y Alfonsín juntos! Ahora que lo pienso y lo escribo, yo de chico siempre creí que los carapintadas eran esos yankis del grupo Kiss. Menos mal que la noche anterior a votar por primera vez para gobernador se me ocurrió preguntarle a mi viejo si Aldo Rico tenía algo que ver con Gene Simmons, y ahí nomás me dio con un vate e la cabeza (me revoleó un Martín Fierro de tapa dura que acababa de regalarme la profesora de literatura de tercer año porque había sido el primero de la clase en aprender a leer) y empezó a gritarme que me iba a desaznar. Yo me apuré a defenderme y le aclaré que nunca me gustó Pedro Aznar, porque hace música de putos. “Sos un salvaje, igual que todos los que apoyan a esta cruel democracia en que vivimos”, gritaba papá mientras me perseguía por toda la casa; “los carapintadas no tienen nada que ver con esos vagos forráneos que tocan la guitarrita para no ir a laburar (siempre puteando a los rockeros mi viejo, yo no sé cómo hizo para cumplir veinte años el mismo día que los estón sacaron Sticky Fingers y no conocer ni siquiera a Jagger de nombre); los carapintadas fueron los únicos patriotas que tuvo este país desde que derrocaron a los militares en el ‘83. Igual, no te preocupes, que el día menos pensado van a volver al poder de un día para el otro, así de golpe.”

Ay, cómo le gusta hablar al viejo de política. Siempre dice que las únicas urnas que sirvieron para algo en toda la historia fueron las de los antiguos griegos, porque no las usaban para votar sino para guardar las cenizas de los sinvergüenzas que inventaron la democracia.

“Rolo, acostumbrate a mirarnos a la cara cuando te hablamos”, dijo la misma morocha, “los buenos líderes siempre miran a los ojos a la gente en el trabajo, tanto a la alta jefatura como a los subalternos”. Decí que me agarró medio desprevenido porque si no ahí nomás le confesaba que yo, cuando me toca hablar con una alta jefatura (¡y qué altas jefas eran las dos, por favor!), no puedo dejar de subalternar la mirada entre las dos tetas.

viernes, 16 de abril de 2010

Diario de un poeta rolinga en Villa Gesell (parte 35)


5 de enero

Creo que a las morochas no les cayó muy bien mi experiencia laboral, porque las dos pusieron la misma cara de currículum. No sé por qué, todo el mundo sale con cara de tujes (es la única palabra que sé decir en ruso) en las fotos del currículum. Y escribiendo de eso, un amigo de Berazategui que se fue a vivir a España porque le habían dicho que ahí era más fácil conseguir un buen curro me dijo que allá lo tuvieron tres días en cana porque le habían pedido que llevara su “hoja de vida” a una entrevista de trabajo y él se presentó con un par de hojas de chala. ¿Cómo mierda iba a saber que los gallegos les dicen así al currículum?
“Bueno, Rolo, te cuento un poco de qué se trata el trabajo de jefe de minas”, dijo una de las morochas, “en primer lugar, tenés que saber vas a estar a cargo de muchas personas”. “Me gusta que llames personas al personal de la industria minera”, le dije para que viera el respeto que les tengo a las mujeres de la vida, “aunque la verdad es que sus pibes suelen ser bastante hijos de puta”. “¡Ay, Rolo, la boquita!” “Sí, todavía la tengo bastante hinchada, ¿no? Es para besarte mejor”, y le guiñé una vez más el ojo. “En segundo lugar”, dijo la otra, seguramente celosa, “vas a ser responsable de la seguridad del personal”. “Ah, por eso no se preocupen, que yo puedo poner a laburar a unos amigos que saben cómo alejar a intrusos de las minas y que siempre están bien calzados”. “Buenísimo”, dijo la morocha, “es muy importante que controles también que el resto del personal esté bien calzado, lo más recomendable es que usen botas”. “Yo, particularmente, soy devoto de las botas, valga la redundancia”, dije, “porque creo que es el calzado que más calienta, pero sé que hay gente que prefiere los tacos altos. Una vez visité a una mina que con tacos me sacaba dos cabezas. ¡Altos tacos, por Dios!”
Las morochas se miraban cómo si yo hubiera dicho varias palabras más en ruso además de tujes; menos mal, porque yo aproveché para acomodarme al saltarín Jack Flash, que con tanto hablar de minas había vuelto a despertarse.

jueves, 15 de abril de 2010

Diario de un poeta rolinga en Villa Gesell (parte 34)


5 de enero

Menos mal que la rubia se había acostado en el colchón de coté (de espaldas a mí, claro, aunque yo apenas si le presté atención a su espalda), y que no cambió de posición cuando me fui volando a sentar a la mesa con las morochas, porque si no hubiera descubierto el agujero en el colchón de donde habían salido los billetes de mi malla. La castaña seguía sentada entre las dos morochas, dele que dele a teclear en su noubuk. “¿Vos también vas a participar de la entrevista?”, le pregunté. “No, empiecen tranquilos”, dijo, “mientras yo termino de incorporar las expresiones que usaste al diccionario bilingüe Conurbano - Capital y zona Norte que estoy armando.” “Cacha, ¿sabés que yo siempre usé diccionarios bilingües en los cuatro años que hice de primaria para adultos?”, le dije; “mamá siempre les ponía un forro que tenía una lengua estón que calzaba justo en cada tapa”.

“Bueno, ¿empezamos entonces, Rolo, te parece?, dijo una de las morochas. “Antes que nada te contamos un poco de qué se trata el puesto”. “No se molesten”, les dije, “conozco al dedillo los gaffes del oficio”, y les mostré el dedo índice para hacerme el gracioso, pero enseguida tuve que volver a esconderlo debajo de la mesa, porque seguía bastante pegoteado. (Podría haber intentado pilotearla haciendo un chiste sobre Sticky Fingers, pero las morochas mucho inglés pero poco y nada de rocanrol. Seguro creían que Brown Sugar era el nombre que usaban las Azucar Moreno para salir de gira por Inglaterra y Estados Unidos). “No importa”, dijo la otra morocha, “aunque sepas te contamos igual, porque en la facu nos dijeron que es muy importante apabullar al postulante hablándole de las responsabilidades del trabajo, aunque sea para el puesto de cadete o barrendero.” “Ah, en eso también tengo mucha experiencia”, les dije, para impresionarlas, “durante diez años fui cadete del kiosco de uno de mis tíos, y durante esos mismo diez años me la pasé barriendo sin piedad a todos los delanteros de los equipos rivales en el potrero. Pablo Escoba, me decían, porque, después de barrerlos en el partido, iba, les pedía perdón y aprovechaba para venderles un poco de faso”.

miércoles, 14 de abril de 2010

Diario de un poeta rolinga en Villa Gesell (parte 33)


5 de enero

“Estoy un poco cansada”, dijo la rubia, “Rolo, ¿no me harías un lugarcito al lado tuyo en el colchón, así descanso un poco hasta que nos llamen para la cena?” No pude responderle de la emoción, y porque tanto estampar billete con saliva me había dejado la boca re-seca. Igual me las arreglé para decirle que sí con la cabeza, moviéndola más fuerte y más rápido que mis amigos que escuchan jevi metal. La rubia estaba tan buena que seguía gustándome por más de que no hubieran pasado ni cinco minutos del accidente del saltarín Jack Flash que me dejó Sticky Fingers (mi amigo que sabe leer en inglés me tradujo el título del disco), aunque era imposible que pudiera intentar otro salto antes de la cena. La verdad es que, a esa altura, estaba más muerto que las flores del tema Dead Flowers (ese nombre es más fácil, lo traduje yo solo con ayuda de un diccionario, y eso que no somos muy amigos).
“Bueno, Rolo, yo ya terminé”, dijo la castaña, mientras la rubia se acostaba al lado mío, “ahora es el turno de las chicas”. “Rolo, nosotras vamos a necesitar que vengas y te sientes acá en la mesa”, dijo una de las morochas. “¿Justo ahora?”, pensé. La otra morocha dijo: “vamos a hacer de cuenta que nosotras trabajamos en una consultora de recursos humanos y te vamos a tomar una entrevista de trabajo.” “Ufa, odio todo lo que tenga que ver con trabajo”, dije. “¿Y para que puesto sería la entrevista?” “Bueno”, dijo una morocha, “como nosotras solo trabajamos tres meses en toda nuestra vida en la industria minera, los únicos puestos que conocemos son los de ese sector.” La otra morocha aclaró: “la entrevista sería para el puesto de Jefe de Minas”. “¡Joya!”, grité y volé de un salto hasta una silla vacía, frente a las morochas. “Y… díganme una cosa, chicas:”, les dije, “si hago bien la entrevista, ¿puedo pedir un tapado de piel blanco para usar de uniforme?”

martes, 13 de abril de 2010

Diario de un poeta rolinga en Villa Gesell (parte 32)


5 de enero

¡Qué manera de flashear y hacerme la croqueta, por Dios! Creo que no me hacía tanto los ratones desde esa tarde que con un amigo nos hicimos un par de guitarras en el parque (aclaro que ninguno de los dos era lutier) y nos pasamos cinco horas tratando de sacar el Rock del Gato y el Rock del Pedazo en la cuerda más finita. A los diez segundos mi saltarín Jack Flash ya estaba listo; no listo para el oral, sino completamente listo, porque había hecho uno de sus saltos precoces que da cuando se excita mucho, y ahora, por su culpa, tenía yo toda la bermuda hecha un pegote.

Por suerte ni la castaña ni las morochas podían verme, porque las tapaba la mesa, pero tenía que tener cuidado que no me viera la rubia, que podía estar en cualquier parte de ese quincho que era más grande que el potrero donde jugamos al fútbol 17 con mis amigos todos los lunes a las 10 de la mañana, para empezar bien la semana. Menos mal que mi memoria es un flash, y me acordé que una vez, en la pileta de Laferrere, había visto a un pibe que tenía una malla estampada con los billetes de las películas yanquis. Volví a meter la mano, entonces, en el agujero del colchón, y empecé a sacar billetes y estampármelos sobre la bermuda. “¿Estás listo, Rolo?”, me preguntó la castaña. “Listísimo”, respondí, con voz ronca, sin dejar de estamparme los dólares. “Bueno, empecemos entonces”.

“Suponete que sos empleado de una fábrica que hace colectivos”, escuché que decía la castaña mientras yo ensalivaba los billetes con el dedo, para pegarlos en las zonas de la bermuda que estaban más secas, “vos trabajás en la última etapa de ensamblaje y acaban de terminar una nueva unidad. El capataz descorcha una botella de champán y propone un brindis por el trabajo realizado. ¿Qué frase dirías vos para brindar por la ocasión?” “Fácil, Cacha, diría: ‘¡eeeh, loco, se armó bondi!’” Se hizo un silencio que la castaña aprovechó para tipear mi respuesta, y yo, para sacar un par más de billetes. “Bueno, pasemos a la segunda”, dijo la castaña, “ahora imaginate que tu máma te pide a vos y a tus hermanos varones…” “¿A todos los quince hermanos varones?”, la interrumpí, para que viera que le estaba prestando atención. “No, solo a vos y otros dos hermanos más”, aclaró la castaña, “tu mamá les pide a vos y a dos de tus hermanos que vayan a descolgar la ropa que está secándose en la terraza, pero cuando llegan ves que la soga se cortó y la ropa está tirada en el piso. Vos les pedís entonces a tus hermanos que levanten la soga y la sostengan tirante, así vos podés sacar los broches y descolgar la ropa, pero mientras lo estás haciendo ves que la soga está torcida porque uno de tus hermanos la sostiene con una sola mano para poder mandar mensajitos de texto con la otra. ¿Qué le dirías para retarlo? “Lo mismo que le diría cualquier persona, Cacha: le diría ‘¡eh, hermano, aguantá los trapos!’”

“Uy, ahí llega mi familia”, dijo la rubia desde un ventanal abierto (seguro había estado ahí desde el minuto del pedo), “apurémonos que en cualquier momento nos llaman para cenar”, y se acercó hasta donde yo estaba tirado. “Ey, Rolo, ¡qué buena está tu malla!”, me dijo, “¿cómo no te la vi antes?” “Es algo normal, yo tampoco me fijo nunca en el color de las bikinis; a mí no me importa lo superficial sino lo que tienen adentro”. “Ay, Rolo, sos un tierno”, dijo la rubia, “apuesto que te debió haber costado un billete”. “Más de uno”, le dije, “hubo como dos o tres que me costó una barbaridad estamparlos”.

lunes, 12 de abril de 2010

Diario de un poeta rolinga en Villa Gesell (parte 31)


5 de enero

“Bueno, empecemos con el oral”, escuché que decía la castaña a mis espaldas, mientras yo me guardaba los cien D yanquis en uno de los bolsillos delanteros de la malla, porque el pedo había dejado inutilizable uno de los de atrás, y no quería arriesgarme a poner en el otro a un ex presidente yanqui, a ver si después me acusaban de haber gaseado a civiles, como Saddam Hussein. (Claro que las armas químicas de Saddam eran mucho más peligrosas que las mías, según me dijo la kurda que me agarré el otro día). Por un momento pensé en darle el billete a la castaña, para que se callara de una vez y le dejara el terreno libre a las morochas, pero, con esa carita de santa que tenía, era obvio que nunca iba a aceptar moneda extranjera. Las morochas, en cambio, tenían tanta cara de turras que yo estaba seguro que, llegado el caso, me hubieran hecho hasta seis cuotas sin intereses con tarjeta. Al final no dije nada porque me partía el alma dejar a la castaña sin su oral; las morochas también parecían tener algo de alma en su interior (espacio físico dónde llevarla, por cierto, les sobraba), porque, cuando me di vuelta para ver si seguían ahí, las dos estaban también que se partían.
“A ver, Rolo”, dijo la castaña, “quiero que hables como si estuvieras con tus amigos en Berazategui, olvidate que nosotras estamos acá escuchándote. Yo te voy a nombrar una situación, y vos vas a decir todas las frases habituales que solés decir en ese contexto. ¿Te quedó claro?” “La verdad que no”, le dije, “lo único que entiendo es que vos y las morochas van a quedarse ahí, en la mesa, y yo voy a seguir acá, solito, en el colchón. O sea que todo esto de la situación y no se cuánto vendría a ser nomás un jueguito previo, ¿no?” “¡No, Rolo, no!”, gritó la castaña, desesperada. “¡No entendés nada!” “Bueno, Cacha, está bien, tranquilízate”, le dije. “Yo tampoco tengo mucha experiencia en esto de los orales, y la verdad es que también estoy un poquito nervioso. Pero no te preocupes, todo va a salir bien. Por suerte acá están las chicas para ayudarnos”, y volví a darme vuelta para guiñarle un ojo a las morochas y relojearlas de arriba abajo con el otro, a ver si me inspiraba.
“A ver, Rolo, cerrá los ojos y hacé de cuenta que estás en Berazategui”, dijo la rubia, desde algún lugar del quincho. Yo quiero creer que lo hizo para tranquilizarme, pero apenas cerré los párpados empecé a escuchar las sirenas y los tiros de la bonaerense, las alarmas de los negocios y de los autos choreados, las batallas campales entre los barras de Quilmes para ver quien le dejaba más cicatrices a las facciones rivales… ¡Nooooo!, grité y abrí los ojos con la misma fuerza que los cerraba de chico cuando daban en la tele la película Pesadilla.
“Esto no está funcionando”, dijo una de las morochas, alardeando de sus conocimientos de psicología. “Rolo, volvé a cerrar los ojos y pensá en algo lindo”, dijo la otra morocha, para no ser menos. Esta vez la cosa pareció dar resultado. Ahora, como por arte de magia, me había tranquilizado. Lo único que rogaba era que no me pidiesen que les dijera en qué estaba pensando, porque en mis pensamientos estábamos ellas cuatro y yo en esa misma habitación, solo que bastante menos de ropa. ¡Y eso que estábamos en pleno verano!

viernes, 9 de abril de 2010

Diario de un poeta rolinga en Villa Gesell (parte 30)


5 de enero

Antes de que James se fuera, la rubia le indicó que acomodara el colchón en el piso y lo dejara perpendicular a la mesa. Menos mal que no soy mayordomo, porque justo falté a clases el año que explicaron el tema de paralelas y perpendiculares, y nunca sé diferenciarlas. (Ese año también me perdí las instrucciones de la seño para diferenciar cuál es la derecha y cuál es la izquierda). La mesa y el colchón formaban una cruz, y las minas me hicieron acostar de espaldas a ellas, boca arriba. “¿Estás cómodo ahí?”, me preguntó la rubia, “¿es así cómo dijiste que te gustaba?” “Sí, así está perfecto”, le dije. Desde la primera noche en Gesell que pasamos con Juan en la comisaría que no me acostaba en algo tan duro como ese colchón; parecía estar relleno de hojas de diarios en lugar de plumas. Mientras trataba de acomodarme, escuché que la castaña se paraba y empezaba a caminar. “Digo yo: ¿por qué no dejará que empiecen las morochas, así mira y aprende?”, pensaba yo. Cuando me di vuelta para quejarme, vi que la castaña simplemente se había cambiado de lugar, y ahora estaba sentada entre las dos morochas.

“Date vuelta y no mires”, me dijo la castaña. “Ya que pediste el colchón y que las chicas van a participar del oral, entonces voy a dejar que ellas aprovechen para practicar de paso un poco de psicoanálisis.” Ahí nomás se me frunció el culo. “Cacha, ¿no te dije ya que en Berazategui somos medios acartoneros y chapados a la antigua? ¿Por qué en vez de complicar las cosas no hacemos el oral de la manera clásica, como Dios manda?” “No te asustes”, dijo una de las morochas, “vos simplemente respondele a Emily, nosotras lo único que vamos a hacer es estar atentas en caso de que se produzca un lapsus linguae”. “La verdad es que se ve muy poco de psicología en la carrera de recursos humanos de nuestra facultad”, dijo la otra morocha, “todavía hay muchos profesores que se niegan a admitir que los obreros y empleados tienen alma, pero por suerte al menos llegamos a ver el concepto de lapsus linguae”. Yo no escuchaba una palabra en latín desde esa mañana de domingo de resaca que pasé tirado en la puerta de la iglesia de Berazategui mendigando monedas para comprar más birra y evitar que me agarrara el síndrome de abstinencia, pero enseguida entendí que las morochas iban a controlar que la castaña no dejara en ningún momento de usar bien la lengua. Con el alivio me relajé tanto que me rajé un pedito. Bueno, tan pedito no fue, porque terminó rajándose también el colchón. Cuando metí la mano para ver cuán grande era el agujero que había hecho, me di cuenta de que yo tenía razón: estaba lleno de papeles en lugar de plumas. Saqué uno para ver si eran de diario como yo creía y casi me ahogo en mi propia saliva al ver que era uno de esos billetes verdes escritos en inglés y con las fotos de tipos con peluca, igualitos a los de utilería que usan todos actores yanquis en las películas de Hollywood. ¿Dólares se llaman?

jueves, 8 de abril de 2010

Diario de un poeta rolinga en Villa Gesell (parte 29)


5 de enero

La castaña empezaba a hacer pucheros, tenía que hacer algo, y rápido, antes de que se me largara a llorar como esa viejita a la que le desvalijamos la casa con mi primo Pedro. “Mirá, Cacha”, le dije, “por qué no dejamos el escrito para otro día y pasamos directo al oral, así por lo menos terminamos bien” (Menos mal que soy un caballero y me cuidé de no decir “acabamos bien”). “Si no te animás, las morochas pueden ayudarte”, agregué. “Rolo tiene razón”, dijo la rubia, “acordate que las chicas ya participaron en una mesa examinadora en la facu”. “Ah, no, eso naaah, eh”, salté y me golpeé la rodilla contra el apoyabrazos de la silla (si me la daba un poquito más fuerte, un poquito más fuerte nomás, me la quebraba igual que Juanse en el recital de los Gansanrouses, estoy seguro). “Nada de mesa ni cosas raras, miren que en Berazategui somos medio chapados a la antigua. Estas cosas requieren concentración y yo necesito estar acostado boca arriba en un colchón o algo mullidito.” Las minas se miraron como si les hubiera hablado en otro idioma (obviamente no en inglés ni en francés, que ellas hablaban, o al menos se hacían las que entendían a la perfección), y yo aproveché entonces el confusionismo para agarrarme la rodilla con las dos manos y putear de dolor, usando el hombro de sordina.
Tan compenetrado estaba con las puteadas que apenas si escuché la campanita que hizo sonar la rubia. Cuando levanté la vista la castaña estaba tecleando a mil por hora en su noubuk (yo no sé inglés, pero lo poco que aprendí en la primaria para adultos me alcanza para saber que esas computadoritas se llaman así porque reemplazan a los brolis; son dos palabritas fáciles: no book). “Rolo, ¿podrías repetirme las últimas quince injurias que no llegué a escribirlas?, me dijo la castaña. “¿Te sentís bien, Cacha?”, le dije. Era obvio que la inclusión de las morochas en el oral la había afectado. “Mirá, yo sé que esto de que se sumen las chicas es duro para vos”, (más duro era para mi saltarín Jack Flash, pero no iba a andar ventilándolo), “pero no quisiera que justo ahora que está por cumplirse mi sueño me lo arruines agarrándote un surmenage á trois”, le dije para que viera que yo también puedo hacerme el que hablo en francés. “No, en serio, estoy bien, gracias”, dijo la castaña, “necesito que repitas esas puteadas así las incorporo al Diccionario Bilingüe Injurias-Puteadas Puteadas-Injurias que estoy preparando”.
Estaba repitiéndole la séptima de esas últimas quince puteadas, haciendo un esfuerzo tremendo por modular un poco más que el Pity de Viejas Locas, cuando apareció James, el mayordomo, con un colchón sobre la cabeza. “Acá está el colchón que me pidió, señorita”, le dijo a la rubia. “Gracias, James, dejalo ahí en el piso, al lado de la mesa. Es para Rolo”, aclaró la rubia. “Rubia, ¿cómo sabía James que tenía que traer un colchón?” “Ay, obvio, se lo pedí por mail”. “Pero… ¿y la campanita, entonces para qué?” “¿Para qué va a ser? Para avisarle que le había mandado un mail y que fuera a chequearlo, ¿o vos te pensás que voy a dejar que esté frente a la computadora navegando todo el día?”

jueves, 25 de marzo de 2010

Diario de un poeta rolinga en Villa Gesell (parte 28)


5 de enero


La castaña guardó la foto de la papa y me mostró otra más fácil todavía: un bondi de la línea 597, lleno de hinchas de Deportivo Laferrere (lo reconocí al toque porque adelante iba mi tío Omar apuntándole con un caño al chofer, y más atrás estaba mi primo Tito, tocándole el culo y las tetas a una embarazada). “Fijate las opciones y marcá una”, me dijo la castaña. Ahí se me complicó la cosa, porque para mí casi todas estaban bien. Las respuestas decían así: “1.Bondi 2.Coletivo 3.Ónibus 4.Camión”. “Cacha, para mí las primeras tres están bien, la cuarta no sé de dónde la sacaste.” “La escuché en Cancún”, me dijo ella, “así le decían allá a los colectivos. Como al que se la escuché decir era bastante morochito, pensé que a lo mejor ustedes también usaban el mismo término. Igual, ahora que lo pienso, no viene mal que haya una palabra de otro dialecto para confundir”. “Si querías confundirme hubieras puesto la foto de un verdadero camión como la Cirio o Angelina Jolie”, le dije yo, “o la de alguna de las chicas en bikini”, y volví a guiñarle un ojo a la rubia y a las morochas. “Esto no está funcionando”, dijo la castaña, “pasemos mejor al punto siguiente. Te leo, dice así: Conjugue el verbo caber en los siguientes tiempos verbales: Pretérito perfecto simple, presente del subjuntivo y futuro imperfecto”. “Cacha, ¿qué me estás haciendo, un examen de inglés? ¿Me hacés el favor de traducirme lo que acabás de decir al castellano de Berazategui?” “Ay, qué suplicio”, dijo la castaña, “a ver: primero conjugá el verbo caber en pasado”. “Ah, pero me lo hubieras dicho antes. Eso es facilísimo, se conjuga igual que el verbo escabear. Si hasta tienen el mismo tallo y la misma descendencia.” “Raíz y desinencia”, acotó la rubia. “¿Qué cosa?” “Digo que habrás querido decir que tienen la misma raíz y la misma desinencia”, explicó. “Mirá, rubia, lo de la descendencia no te lo discuto, porque somos jóvenes y tenemos mucho tiempo por delante, y además recién nos conocemos. Pero, por favor, no vengas a decirme que caber y escabear tienen la misma raíz. ¿No ves que hay un “es” adelante”? Esa es la raíz, lo que sigue vendría a ser el tallo.”

martes, 23 de marzo de 2010

Diario de un poeta rolinga en Villa Gesell (parte 27)


5 de enero

La castaña me dio una carpeta con fotos y una hoja con preguntas. Me pareció raro que las preguntas vinieran ya con las respuestas escritas, pero lo más raro era que cada pregunta tenía como cuatro respuestas diferentes. “Cacha, me diste el examen de otra persona”, dije para que la rubia y las morochas vieran que soy un tipo inteligente y honesto (en realidad lo hice porque la castaña me había avisado que el examen iba sin nota), “acá están las respuestas ya escritas”. “Ya lo sé”, me dijo ella, “hay cuatro respuestas, pero vos tenés que elegir solo una. Señalá cuál es haciéndole una cruz.” “Por favor, Cacha, a ese programa de radio le hice la cruz hace rato ya”, le dije, “ese Pergolini se las da de fanático de los estón pero es un careta que tiene más guita que mis primos ladrones”. “Basta”, gritó la castaña, “respondé las preguntas y después hacemos el oral. Ahora silencio”.

¿Por qué no dejará que me hagan el oral las morochas, que tienen más experiencia?, me preguntaba yo. Así se me fueron los primeros cinco minutos del examen. Recién entonces pude concentrarme y leer la primera de las preguntas, y en eso se me fueron otros cinco minutos más (cómo me acostaron los de ese curso de lectura veloz, y yo que lo hice para poder leerme el Olé en menos de un día). La primera pregunta decía: “Observe las fotografías y señale cuál de los siguientes términos utilizaría usted para referirse a ese objeto/persona”. “Cacha, dejame decirte un par de cositas antes de empezar”, le dije a la castaña, “primero, no hace falta que me trates de usted, podés vosearme, y segundo, no estoy de acuerdo con poner a objetos y personas en la misma bolsa: hasta las mujeres objeto son personas”, y le guiñé un ojo a las morochas.

“A ver, dame eso”, gritó la castaña y me sacó la carpeta con las fotos. “Te voy a hacer yo las preguntas directamente. Voy a mostrarte una foto y vos vas a decirme cuál de las cuatro palabras que figuran en la hoja de respuestas es la que usás para nombrar lo que aparece en la foto”. “Joya”, dije, y, mirando a la rubia y a las morochas, agregué: “esto es una papa”. “Bien, marcá la respuesta con una cruz”, dijo la castaña, que a todo esto había sacado la primera foto, que era justamente de una papa. Tuve mucho pedo, es verdad, pero de todas formas creo que hubiera acertado lo mismo, porque las otras opciones directamente no las había escuchado nunca. Una era tubérculo, o algo por el estilo, que a mi me sonaba más a hemorroides o a un yanqui acusándome de haber relojeado el orto de su novia; las otras era potato y pomme du terre, dos palabras que en mi puta vida había visto ni escuchado. ¿De dónde mierda las habrá sacado?

lunes, 22 de marzo de 2010

Diario de un poeta rolinga en Villa Gesell (parte 26)


5 de enero

Me clavé dos porciones de chiskeik, cuatro de lemonpai y me llevé otras cinco de torta bombón para comer en el caminito que llevaba desde el jardín de invierno hasta el quincho que había atrás de la casa. La rubia había instalado ahí un locutorio con uifi y más computadoras que las que necesitábamos para jugar al counter en red con todos mis compañeros del secundario. (Si habremos pasado tardes y tardes de sol cagándonos a tiros en ese sótano, preparándonos para lo que iba a ser nuestra vida adulta). Estuve a punto de pedirle a las morochas que me dieran la dirección de su página web, pero supuse que el viejo de la rubia había instalado un filtro anti-porno.
“Chicas, me parece que lo mejor es que nos turnemos”, dijo la rubia, “primero que pregunte Emily, después ustedes que estudian lo mismo y por último yo, ¿les parece? Vos, Rolo, sentate en la cabecera y usá esa pizarra si precisás explicarte mejor”. Miré para todos lados pero hacía tantos años que no veía un pizarrón que ya no me acordaba cómo eran. Lo más parecido que encontré fue un plasma apagado. “En quince minutos empieza el partido del Arsenal de Inglaterra”, dije, “¿les molesta si lo veo mientras me hacen las preguntas? Lo veo sin volumen, posta, si igual no me sé el nombre de ninguno de los jugadores”. “Eso no es una tele, Rolo”, me explicó la rubia, “es una pizarra magnética. Para escribir, solo tenés que apoyar el dedo, y borrás con la palma de la mano.”
Las cuatro minas prendieron sus computadoras al mismo tiempo y me aturdieron con la musiquita del Windows. La castaña abrió una carpeta y me entusiasmé porque dijo que iba a buscar unos cuantos papeles, pero al final resultaron ser unas hojas con palabras y dibujitos.
“Bueno, Rolo”, dijo la castaña, “como ya te conté, yo estudio Letras y estoy haciendo mi tesis sobre los Giros Idiomáticos del Conurbano. Te voy a hacer un test de multiple-choice.” “¿Multiple qué?”, grité y escupí bolitas de torta masticada sobre toda la mesa. Si las morochas me hubieran dicho esa palabra rara, enseguida hubiera entendido que querían hacer una partuza conmigo, pero con la castaña había que andar con cuidado, seguramente me estaba acusando de haber cometido ese homicidio múltiple que salió en los diarios. (En realidad yo no tuve la culpa, fue una desgracia sin suerte. ¿Cómo iba a saber que era peligroso preparar un trago Satanás con alcohol de quemar?). “Castaña, a mí hablame en cristiano”, le dije, “a menos que quieras cantar conmigo un tema de los Rolling”.