By this social network you
may contemplate the variations of the 23 states of mind…
The Anatomy of Melancholy, part. 2,
sect. II, mem. V.
El Universo (que otros
llaman el Facebook) se compone de un número indefinido, y tal vez infinito, de
publicaciones rectangulares, con vastos comentarios en la parte baja, cercados,
a la derecha, por la barra del chat. Desde cualquier publicación, se ven los
comentarios inferiores y los pulgares que simbolizan los “me gusta”:
interminablemente. La distribución de la lista de amigos es alfabética,
variable. Veinte amigos en la letra A, pero ninguno en la Ñ, y muy pocos en la
Z; su longitud, que es equivalente a un edificio de dos pisos, excede
ampliamente la cantidad de amigos que puede tener un ser humano a lo largo de su
vida. Cada una de las caras que aparece en la foto de perfil corresponde a una
imagen tomada ayer, o hace ya unos cuantos años; todas dan a una novelada
biografía, idéntica a todas las demás. A izquierda y derecha hay dos columnas de
distinto tamaño. Una permite dormirse de pie leyendo el listado de las instituciones
en donde estudió y trabajó el guardián de la biografía; la otra, ver al
guardián en casi todas las acciones posibles, incluso satisfaciendo las
necesidades fecales. Por el medio pasa la línea de tiempo, que se abisma y
desciende hacia el remoto momento en que el guardián se unió al Facebook. En el
ángulo superior izquierdo hay una foto de perfil, que infielmente duplica el
rostro del guardián. Los hombres suelen inferir de esa foto que las guardianas son,
todas, más bellas que Miss Universo (si lo fueran, ¿a qué esa imagen
ilusoria?); yo prefiero soñar que los rostros y las figuras son reales y no un
prodigio del Instagram o un mero reflejo de otro tiempo… Los comentarios al pie
de la imagen proceden de admiradores o amigas condescendientes. Las hay de dos
tipos: las que se saben más bellas que la guardiana y las que están en pareja.
La luz que emiten las fotos de perfil es insuficiente, de ahí la necesidad de
renovarlas de manera periódica.
Como
todos los hombres del Facebook, he viajado en mi juventud, que aún no se agota;
he peregrinado en busca de una mujer, acaso huyendo de otra; ahora que mis
recuerdos casi no pueden descifrar su rostro, lo escribo, porque de nuevo estoy
a punto de morir a unas pocas leguas del barrio en que me críe, el Once.
Muerto, no faltaran manos de mujeres piadosas que escriban comentarios en mi
muro; mi sepultura será mi foto de perfil: mi cuerpo se confundirá largamente
en las distintas fotos que no sean de primeros planos. Yo afirmo que el
Facebook es interminable. Los floggers idealistas
arguyen que las publicaciones rectangulares son una forma necesaria para obtener
nuestra atención absoluta, o, al menos, diez segundos de nuestro aburrimiento.
Razonan que es inconcebible publicar fotos en un formato triangular o
pentagonal. (Los floggers místicos pretenden
que el éxtasis les revela una habitación circular, con una gran pantalla
circular, continua, donde las fotos publicadas dan toda la vuelta a las
paredes; pero su testimonio es sospechoso; sus palabras, mucho más oscuras que
sus fotos. Esa pantalla cíclica es más cara que un acelerador de partículas.) Básteme,
por ahora, repetir el dictamen clásico: el Facebook es un baile de disfraces
cuyo centro cabal es la biografía de la mujer que nos gusta y no nos lleva el
apunte.
A
cada uno de los muros le corresponden cinco saludos de cumpleaños, como mínimo:
algunos saludos encierran un mensaje encriptado, encubierto. También hay
omisiones que indican o prefiguran más que muchos saludos inocuos. Sé que esa
contradicción, alguna vez, pareció misteriosa. Antes de resumir la solución
(cuyo descubrimiento, a pesar de sus trágicas proyecciones, es quizá el germen
de esta historia) quiero rememorar algunos axiomas.
El
primero: El Facebook existe ab aeterno.
De esa verdad cuyo corolario inmediato es la vanidad futura de las personas,
ninguna mente razonable puede dudar. El hombre, el imperfecto ser humano que
vemos en pantalla, puede ser obra de una etiqueta ajena, pero solo un torpe y
malévolo demiurgo se deja etiquetar de manera involuntaria; el Universo, con su
elegante dotación de publicaciones, de comentarios enigmáticos, de infatigables
pulgares arriba para la persona que gusta y de indiferencia para los menos
populares, solo puede ser obra de un judío neoyorquino que se mudó a la costa
del Pacífico para darse una idea de la distancia que hay entre Nueva York y
Buenos Aires.
El
segundo: El número de símbolos ortográficos es veinticinco.[1]
Esa comprobación permitió, hace tres días, formular esta teoría general del
Facebook y resolver satisfactoriamente el problema que ninguna conjetura había
descifrado: la naturaleza informe y caótica de casi todos los comentarios que
en él pueden leerse. Uno, que mi padre publicó sin querer mientras revisaba las
fotos publicadas por una de mis primas, constaba de las letras LTA,
perversamente repetidas a lo largo de veinte renglones. Otros (también muy
populares en la zona oeste del conurbano) es un mero laberinto de letras, pero
la última línea dice Oh Samanta tus
pirámides. Ya se sabe: por una línea razonable o una recta noticia hay
leguas de insensatas fotografías, de fárragos verbales y de publicidades
encubiertas. (Yo sé de una legión atemporal y clásica de hombres que repudian
la lisonjera y vana costumbre de dar me gusta a publicaciones, y aún hoy
prefieren regalar flores o enviar cartas de amor manuscritas… Admiten que los
inventores del Facebook facilitaron mucho el tema del Levante, permitiendo que el
conflicto entre palestinos e israelíes puedan tener un nuevo foro donde propagarse
al resto del mundo, pero sostienen que esa aplicación es casual, que lo que los
desarrolladores del programa querían, en verdad, era crear una plataforma que
les permitiera elegir a sus mejores compañeros de curso para formar grupos de
estudio. Ese dictamen, si se fijan en Wikipedia, verán que no es del todo
falaz.
Durante
mucho tiempo se creyó que las publicaciones impenetrables correspondían a
lenguas pretéritas o remotas; hoy se sabe que son producto de los niños menores
de cinco años que juegan frente a las computadoras de sus padres. Es verdad que
los hombres más anticuados, los que descubrimos el Facebook bastante después de
haber terminado el secundario, usamos un lenguaje formal en comparación con el
que utilizan los estudiantes de hoy en día; es verdad que un par de millas al
oeste de la General Paz, la lengua es dialectal, y que noventa kilómetros más
al sur, es directamente incomprensible.
Hace
quinientos años, al desembarcar en las costas del Nuevo Mundo, Cristóbal Colón
dio con un idioma tan confuso que incluso él, que era de Génova, se dio cuenta
de que no se trataba de una variante centroamericana del castellano. Hoy en
día, cuando el único mundo nuevo es el virtual, cuesta mucho establecer en
donde termina nuestro idioma. Antes de que pase un siglo podrá establecerse si
las nuevas generaciones escriben sus comentarios en un dialecto
samoyedo-lituano del guaraní, con inflexiones de árabe clásico, o si
simplemente se trata de un castellano de mierda. También se descifrará su
contenido, aunque esa habrá de ser una tarea harto más difícil. Ese hallazgo
tendrá lugar cuando un guardián de genio descubra la ley fundamental del
Facebook. Ese pensador observará que todos los comentarios, por diversos que
sean, constan de elementos iguales: el espacio, el punto, eventualmente una
coma, alguna que otra letra del alfabeto, y nunca menos de dos o tres
emoticones. También alegará un hecho que todos los viajeros han confirmado: no
hay, en el vasto Facebook, dos fotos idénticas, por más que hayamos visto unas
cuantas decenas, tomadas en París, Londres y Machu Picchu, que se parecen tanto
o más que dos viejas postales idénticas. De esas premisas deducirá que el
Facebook es total y que sus publicaciones registran todas las posibles
combinaciones de los símbolos ortográficos; todo lo que es dable expresar pero
sería mejor callar en todos los idiomas. Todo: el relato minucioso de los
últimos veinte partidos de El Porvenir, las autobiografías de los egresados del
jardín de infantes, el catálogo infiel de las películas que ha visto un
estudiante de cine, miles y miles de catálogos tan falsos como ese, la
demostración de la falacia de esos catálogos, la demostración de la falacia del
único catálogo que parecía ser fiel, el comentario de la novia del estudiante
dueño de ese catálogo, el comentario del comentario de ese novia, la relación
verídica de tu propia muerte, contadas por tus únicos amigos verdaderos fuera
del Facebook.
Cuando
se proclamó que el Facebook abarcaba todas las mentiras posibles, la primera
reacción fue de extravagante alivio. Todos los hombres nos sentimos a salvo del
patetismo. No había drama personal que no resultara insignificante en
comparación con algún otro que hubiera sido ya tergiversado por algún guardián
en una dudosa historia de éxito. El exhibicionismo estaba justificado, el pudor
inglés había pasado a mejor vida. En aquel tiempo se habló mucho de
Reivindicaciones: historias de amor truncas que resucitaban gracias al
Facebook. Miles de memoriosos descartaron la foto de perfil familiar y se
lanzaron a remar por el chat, urgidos por el vano propósito de reconquistar a
una mujer perdida. Esos peregrinos chateaban desde su celular en los
corredores, proferían oscuras maldiciones a sus esposas e hijos, se
estrangulaban el salario para comprar teléfonos de última generación, arrojaban
los celulares al inodoro cuando intuían la inminente requisa de sus mujeres.
Otros se enloquecieron y cerraron sus cuentas… Las reivindicaciones existen (yo
he visto dos parejas de novios de la adolescencia caminar de la mano veinte
años después de haberse separado), pero los buscadores no recordaron que la
posibilidad de que un hombre encuentre a su primera novia soltera y sin hijos
es computable en cero.
También
se esperó entonces la aclaración de los misterios básicos de la humanidad: el
origen del Facebook y las leyes que guían la conducta de las mujeres. Es
inverosímil que esos graves misterios puedan explicarse en palabras: si no
basta el lenguaje de los filósofos, qué esperar del idioma inaudito e informe
que circula por el Facebook. En vano muchos hombres hemos fatigado libros
durante veinte siglos que nos permitieran entender a la mujer… Hay buscadores
oficiales, seductores. Yo los he visto en el desempeño de su función: las
mujeres caen rendidas ante sus lisonjas infames. Visiblemente, únicamente con
ayuda de fotos, ninguno de los hombres ajenos a la secta habremos de descubrir qué
es lo que escriben en sus chats.
A
nuestra desesperada esperanza, sucedió, como era natural, una depresión
excesiva. La certidumbre de que algún comentario en alguna publicación
encerraba a una mujer comprometida y de que esa mujer nos dejaba comentarios en
todas nuestras publicaciones nos resultaba muy excitante. La secta de hombres
casados sugirió que cesaran las buscas, ante el temor de que esa mujer no fuera
otra que la suya. Las mujeres se negaron a cerrar su perfil. La secta
desapareció, pero en cuestión de meses volvieron a surgir de los vestuarios de
fútbol, ahora bajo el nombre de secta de recién divorciados; he visto a esos
hombres ocultarse largamente en las letrinas, con tabletas de metal, para
remedar la conducta que antaño censuraban.
Otros,
inversamente, creyeron que lo primordial era eliminar a las mujeres feas.
Invadían sus publicaciones, dejaban comentarios socarrones, no siempre falsos,
ojeaban con fastidio sus perfiles y condenaban letras enteras del listado de sus
amigas: a su furor higiénico, ascético, se debe la perdición de millones de
mujeres que podrían ponerse buenas con el tiempo. Su nombre es alabado, pero
quienes ningunean los rostros que su frenesí destruyó, negligen dos hechos
notorios. Uno: el Facebook es tan enorme que toda reducción del elemento
femenino resulta infinitesimal y baladí. Otro: cada mujer es única,
irreemplazable, pero (como el Facebook es total) por cada mujer eliminada siempre
habrá varios centenares de mujeres casi perfectas: de mujeres que difieren del
ideal de belleza por un lunar o por un comentario que nos daría vergüenza que
leyeran nuestros amigos. Contra la opinión general, me atrevo a suponer que las
consecuencias de las depredaciones cometidas por los Purificadores han sido
exageradas por el oprobio de quienes se han visto suprimidas.
También
sabemos de otra superstición de aquel tiempo: la del hombre del libro. En algún
comentario de alguna publicación (razonaron las mujeres) debe existir un hombre
que sea la cifra y el compendio perfecto de todos los hombres que tengan facha
y hayan leído, al menos, un libro, en el último año: alguna guardiana ha
recorrido su perfil y concluyó que es verdaderamente un Dios. En el lenguaje de
esta zona persisten aun vestigios de los vocablos que se utilizaban para rendir
culto a este hombre: potro, chongo, caño. Muchas peregrinaron en busca de Él.
¿Cómo localizar el venerado perfil que lo hospedaba? Alguna propuso un método regresivo:
Para localizar al hombre A, agregar previamente a un amigo B; para localizar a
ese amigo B, consultar previamente a un amigo C, y así hasta lo infinito… En
aventuras de esas, he prodigado y consumido mis años, pero siempre como amigo H
o F, nunca más allá de la letra D. No me parece inverosímil que algún perfil de
Facebook haya un hombre total; [2]
ruego a Dios que una mujer – ¡una sola, esa mujer, aunque sea, de aquí a veinte
años!—lo haya conocido y haya comprobado lo aburrido que es un tipo de esas
características. Que yo sea ultrajado y aniquilado, pero que en un instante, en
un ser, tú te des cuenta que no hay en todo el Facebook un hombre que no me
justifique.
Afirman
los impíos que el disparate es normal en el Facebook y que lo razonable (y aun
la humilde y pura coherencia) es casi una milagrosa excepción. Hablan (lo sé)
del “Facebook febril de las madrugadas de los sábados, cuyas azarosas
publicaciones corren el incesante albur de trocarse en un mensaje de texto, y
que todo lo afirman, hasta el propio vacío existencial, lo niegan y lo
confunden con un insomnio galopante”. Esas palabras, que no solo denuncian el
desorden mental sino que lo ejemplifican también, notoriamente prueban un gusto
pésimo y una soledad desesperada. En efecto, el Facebook incluye todas las
estructuras mentales, todas las sandeces que pueden escribirse con los
veinticinco símbolos ortográficos, pero así y todo no hay un solo disparate
absoluto. Inútil observar que la mejor publicación del perfil que administro se
titula The Voice, y otra George sigue vivo en el Uritorco y otra Bucólicas…
Esas proposiciones, a primera vista incoherentes, sin duda son capaces de una
justificación criptográfica o alegórica; esa justificación casi siempre es
sexual y, ex hypothesi, dirigida a
una mujer que figura en el Facebook. No puedo combinar unos caracteres
gsuhfhainlair
que la divina no haya
previsto y que en una alguno de sus labios yo no haya pronunciado. Nadie puede
articular al oído de la mujer amada una sílaba que no esté llena de ternura y
temores, ni pronunciar una broma que verdaderamente sea graciosa. Hablar es
incurrir en tautologías y lugares comunes. Esta epístola inútil y palabrera ya
existe en uno de los cuentos más famosos de la literatura argentina, con apenas
unas palabras de diferencia. Tú, que me has leído hasta aquí, ¿sabes de qué cuento
estoy hablando?
La
escritura metódica me distrae de mi presente condición de hombre aun en
ciernes. La certidumbre de que el futuro no está escrito me afantasma. Yo
conozco distritos en que los jóvenes besan con barbarie a las mujeres, pero no
saben descifrar uno solo de sus pensamientos. Las epidemias de videos virales,
las discordias por el control remoto, las reuniones de egresados que
inevitablemente degeneran han multiplicado la población de solteros. Creo haber
mencionado los casos, cada vez más frecuentes, de guardianes que administran
varios perfiles. Quizás me engañen la timidez y el temor, pero sospecho que las
relaciones humanas –las únicas- están por extinguirse, y que el Facebook
perdurará: actualizado, solitario, infinito, perfectamente inútil, armado de
publicaciones preciosas, inservibles, sin ningún secreto.
Acabo
de escribir infinito. No he interpolado
ese adjetivo ciegamente, como el autor del cuento que parodio; digo que no es
ilógico pensar que el Facebook es infinito. Quienes los juzgan limitado,
postulan que en lugares remotos como el Sahara, o dominado por dictaduras como
la China, o con conexiones pésimas como las nuestras, las publicaciones y los
comentarios pueden inconcebiblemente cesar –lo cual no es absurdo. Quienes lo
imaginan sin límites, olvidan que los tiene el número posible de disparates. Yo
me atrevo a insinuar esta solución del antiguo problema: el Facebook es
ilimitado y periódico. Si un eterno soltero lo atravesara en cualquier
dirección, comprobaría al cabo de los siglos que las mismas mujeres se repiten
con los mismos desórdenes (que, repetidos, serían ya un desorden suyo: el
Desorden). Mi soledad se alegra con ese elegante consuelo.
[1] El
prototipo original no contemplaba la letra ñ. La puntuación había sido limitada
a la coma y al punto, y ninguna de los desarrolladores tenía permitido perder
el tiempo en descubrir la manera de combinarlos para formar emoticones. Esos
dos signos, el signo de exclamación y las veintidós letras del abecedario son
los veinticinco símbolos que enumera el
desconocido escritor. (Nota del desconocido escritor)
[2] Lo
repito: basta que un hombre sea posible para que exista en el Facebook. Solo
está excluido lo imposible. Por ejemplo: ningún hombre es al mismo tiempo un
galán de telenovela y un buen plomero, aunque hay hombres que discuten y
afirman que existe esa posibilidad, y otros que se creen Gardel simplemente porque
saben hacer bien un guiso de cordero.