sábado, 5 de octubre de 2013

EL FACEBOOK DE SILICON BÁBEL


By this social network you may contemplate the variations of the 23 states of mind…
The Anatomy of Melancholy, part. 2, sect. II, mem. V.

El Universo (que otros llaman el Facebook) se compone de un número indefinido, y tal vez infinito, de publicaciones rectangulares, con vastos comentarios en la parte baja, cercados, a la derecha, por la barra del chat. Desde cualquier publicación, se ven los comentarios inferiores y los pulgares que simbolizan los “me gusta”: interminablemente. La distribución de la lista de amigos es alfabética, variable. Veinte amigos en la letra A, pero ninguno en la Ñ, y muy pocos en la Z; su longitud, que es equivalente a un edificio de dos pisos, excede ampliamente la cantidad de amigos que puede tener un ser humano a lo largo de su vida. Cada una de las caras que aparece en la foto de perfil corresponde a una imagen tomada ayer, o hace ya unos cuantos años; todas dan a una novelada biografía, idéntica a todas las demás. A izquierda y derecha hay dos columnas de distinto tamaño. Una permite dormirse de pie leyendo el listado de las instituciones en donde estudió y trabajó el guardián de la biografía; la otra, ver al guardián en casi todas las acciones posibles, incluso satisfaciendo las necesidades fecales. Por el medio pasa la línea de tiempo, que se abisma y desciende hacia el remoto momento en que el guardián se unió al Facebook. En el ángulo superior izquierdo hay una foto de perfil, que infielmente duplica el rostro del guardián. Los hombres suelen inferir de esa foto que las guardianas son, todas, más bellas que Miss Universo (si lo fueran, ¿a qué esa imagen ilusoria?); yo prefiero soñar que los rostros y las figuras son reales y no un prodigio del Instagram o un mero reflejo de otro tiempo… Los comentarios al pie de la imagen proceden de admiradores o amigas condescendientes. Las hay de dos tipos: las que se saben más bellas que la guardiana y las que están en pareja. La luz que emiten las fotos de perfil es insuficiente, de ahí la necesidad de renovarlas de manera periódica.
Como todos los hombres del Facebook, he viajado en mi juventud, que aún no se agota; he peregrinado en busca de una mujer, acaso huyendo de otra; ahora que mis recuerdos casi no pueden descifrar su rostro, lo escribo, porque de nuevo estoy a punto de morir a unas pocas leguas del barrio en que me críe, el Once. Muerto, no faltaran manos de mujeres piadosas que escriban comentarios en mi muro; mi sepultura será mi foto de perfil: mi cuerpo se confundirá largamente en las distintas fotos que no sean de primeros planos. Yo afirmo que el Facebook es interminable. Los floggers idealistas arguyen que las publicaciones rectangulares son una forma necesaria para obtener nuestra atención absoluta, o, al menos, diez segundos de nuestro aburrimiento. Razonan que es inconcebible publicar fotos en un formato triangular o pentagonal. (Los floggers místicos pretenden que el éxtasis les revela una habitación circular, con una gran pantalla circular, continua, donde las fotos publicadas dan toda la vuelta a las paredes; pero su testimonio es sospechoso; sus palabras, mucho más oscuras que sus fotos. Esa pantalla cíclica es más cara que un acelerador de partículas.) Básteme, por ahora, repetir el dictamen clásico: el Facebook es un baile de disfraces cuyo centro cabal es la biografía de la mujer que nos gusta y no nos lleva el apunte.
A cada uno de los muros le corresponden cinco saludos de cumpleaños, como mínimo: algunos saludos encierran un mensaje encriptado, encubierto. También hay omisiones que indican o prefiguran más que muchos saludos inocuos. Sé que esa contradicción, alguna vez, pareció misteriosa. Antes de resumir la solución (cuyo descubrimiento, a pesar de sus trágicas proyecciones, es quizá el germen de esta historia) quiero rememorar algunos axiomas.
El primero: El Facebook existe ab aeterno. De esa verdad cuyo corolario inmediato es la vanidad futura de las personas, ninguna mente razonable puede dudar. El hombre, el imperfecto ser humano que vemos en pantalla, puede ser obra de una etiqueta ajena, pero solo un torpe y malévolo demiurgo se deja etiquetar de manera involuntaria; el Universo, con su elegante dotación de publicaciones, de comentarios enigmáticos, de infatigables pulgares arriba para la persona que gusta y de indiferencia para los menos populares, solo puede ser obra de un judío neoyorquino que se mudó a la costa del Pacífico para darse una idea de la distancia que hay entre Nueva York y Buenos Aires.
El segundo: El número de símbolos ortográficos es veinticinco.[1] Esa comprobación permitió, hace tres días, formular esta teoría general del Facebook y resolver satisfactoriamente el problema que ninguna conjetura había descifrado: la naturaleza informe y caótica de casi todos los comentarios que en él pueden leerse. Uno, que mi padre publicó sin querer mientras revisaba las fotos publicadas por una de mis primas, constaba de las letras LTA, perversamente repetidas a lo largo de veinte renglones. Otros (también muy populares en la zona oeste del conurbano) es un mero laberinto de letras, pero la última línea dice Oh Samanta tus pirámides. Ya se sabe: por una línea razonable o una recta noticia hay leguas de insensatas fotografías, de fárragos verbales y de publicidades encubiertas. (Yo sé de una legión atemporal y clásica de hombres que repudian la lisonjera y vana costumbre de dar me gusta a publicaciones, y aún hoy prefieren regalar flores o enviar cartas de amor manuscritas… Admiten que los inventores del Facebook facilitaron mucho el tema del Levante, permitiendo que el conflicto entre palestinos e israelíes puedan tener un nuevo  foro donde propagarse al resto del mundo, pero sostienen que esa aplicación es casual, que lo que los desarrolladores del programa querían, en verdad, era crear una plataforma que les permitiera elegir a sus mejores compañeros de curso para formar grupos de estudio. Ese dictamen, si se fijan en Wikipedia, verán que no es del todo falaz.
Durante mucho tiempo se creyó que las publicaciones impenetrables correspondían a lenguas pretéritas o remotas; hoy se sabe que son producto de los niños menores de cinco años que juegan frente a las computadoras de sus padres. Es verdad que los hombres más anticuados, los que descubrimos el Facebook bastante después de haber terminado el secundario, usamos un lenguaje formal en comparación con el que utilizan los estudiantes de hoy en día; es verdad que un par de millas al oeste de la General Paz, la lengua es dialectal, y que noventa kilómetros más al sur, es directamente incomprensible.
Hace quinientos años, al desembarcar en las costas del Nuevo Mundo, Cristóbal Colón dio con un idioma tan confuso que incluso él, que era de Génova, se dio cuenta de que no se trataba de una variante centroamericana del castellano. Hoy en día, cuando el único mundo nuevo es el virtual, cuesta mucho establecer en donde termina nuestro idioma. Antes de que pase un siglo podrá establecerse si las nuevas generaciones escriben sus comentarios en un dialecto samoyedo-lituano del guaraní, con inflexiones de árabe clásico, o si simplemente se trata de un castellano de mierda. También se descifrará su contenido, aunque esa habrá de ser una tarea harto más difícil. Ese hallazgo tendrá lugar cuando un guardián de genio descubra la ley fundamental del Facebook. Ese pensador observará que todos los comentarios, por diversos que sean, constan de elementos iguales: el espacio, el punto, eventualmente una coma, alguna que otra letra del alfabeto, y nunca menos de dos o tres emoticones. También alegará un hecho que todos los viajeros han confirmado: no hay, en el vasto Facebook, dos fotos idénticas, por más que hayamos visto unas cuantas decenas, tomadas en París, Londres y Machu Picchu, que se parecen tanto o más que dos viejas postales idénticas. De esas premisas deducirá que el Facebook es total y que sus publicaciones registran todas las posibles combinaciones de los símbolos ortográficos; todo lo que es dable expresar pero sería mejor callar en todos los idiomas. Todo: el relato minucioso de los últimos veinte partidos de El Porvenir, las autobiografías de los egresados del jardín de infantes, el catálogo infiel de las películas que ha visto un estudiante de cine, miles y miles de catálogos tan falsos como ese, la demostración de la falacia de esos catálogos, la demostración de la falacia del único catálogo que parecía ser fiel, el comentario de la novia del estudiante dueño de ese catálogo, el comentario del comentario de ese novia, la relación verídica de tu propia muerte, contadas por tus únicos amigos verdaderos fuera del Facebook.
Cuando se proclamó que el Facebook abarcaba todas las mentiras posibles, la primera reacción fue de extravagante alivio. Todos los hombres nos sentimos a salvo del patetismo. No había drama personal que no resultara insignificante en comparación con algún otro que hubiera sido ya tergiversado por algún guardián en una dudosa historia de éxito. El exhibicionismo estaba justificado, el pudor inglés había pasado a mejor vida. En aquel tiempo se habló mucho de Reivindicaciones: historias de amor truncas que resucitaban gracias al Facebook. Miles de memoriosos descartaron la foto de perfil familiar y se lanzaron a remar por el chat, urgidos por el vano propósito de reconquistar a una mujer perdida. Esos peregrinos chateaban desde su celular en los corredores, proferían oscuras maldiciones a sus esposas e hijos, se estrangulaban el salario para comprar teléfonos de última generación, arrojaban los celulares al inodoro cuando intuían la inminente requisa de sus mujeres. Otros se enloquecieron y cerraron sus cuentas… Las reivindicaciones existen (yo he visto dos parejas de novios de la adolescencia caminar de la mano veinte años después de haberse separado), pero los buscadores no recordaron que la posibilidad de que un hombre encuentre a su primera novia soltera y sin hijos es computable en cero.
También se esperó entonces la aclaración de los misterios básicos de la humanidad: el origen del Facebook y las leyes que guían la conducta de las mujeres. Es inverosímil que esos graves misterios puedan explicarse en palabras: si no basta el lenguaje de los filósofos, qué esperar del idioma inaudito e informe que circula por el Facebook. En vano muchos hombres hemos fatigado libros durante veinte siglos que nos permitieran entender a la mujer… Hay buscadores oficiales, seductores. Yo los he visto en el desempeño de su función: las mujeres caen rendidas ante sus lisonjas infames. Visiblemente, únicamente con ayuda de fotos, ninguno de los hombres ajenos a la secta habremos de descubrir qué es lo que escriben en sus chats.
A nuestra desesperada esperanza, sucedió, como era natural, una depresión excesiva. La certidumbre de que algún comentario en alguna publicación encerraba a una mujer comprometida y de que esa mujer nos dejaba comentarios en todas nuestras publicaciones nos resultaba muy excitante. La secta de hombres casados sugirió que cesaran las buscas, ante el temor de que esa mujer no fuera otra que la suya. Las mujeres se negaron a cerrar su perfil. La secta desapareció, pero en cuestión de meses volvieron a surgir de los vestuarios de fútbol, ahora bajo el nombre de secta de recién divorciados; he visto a esos hombres ocultarse largamente en las letrinas, con tabletas de metal, para remedar la conducta que antaño censuraban.
Otros, inversamente, creyeron que lo primordial era eliminar a las mujeres feas. Invadían sus publicaciones, dejaban comentarios socarrones, no siempre falsos, ojeaban con fastidio sus perfiles y condenaban letras enteras del listado de sus amigas: a su furor higiénico, ascético, se debe la perdición de millones de mujeres que podrían ponerse buenas con el tiempo. Su nombre es alabado, pero quienes ningunean los rostros que su frenesí destruyó, negligen dos hechos notorios. Uno: el Facebook es tan enorme que toda reducción del elemento femenino resulta infinitesimal y baladí. Otro: cada mujer es única, irreemplazable, pero (como el Facebook es total) por cada mujer eliminada siempre habrá varios centenares de mujeres casi perfectas: de mujeres que difieren del ideal de belleza por un lunar o por un comentario que nos daría vergüenza que leyeran nuestros amigos. Contra la opinión general, me atrevo a suponer que las consecuencias de las depredaciones cometidas por los Purificadores han sido exageradas por el oprobio de quienes se han visto suprimidas.
También sabemos de otra superstición de aquel tiempo: la del hombre del libro. En algún comentario de alguna publicación (razonaron las mujeres) debe existir un hombre que sea la cifra y el compendio perfecto de todos los hombres que tengan facha y hayan leído, al menos, un libro, en el último año: alguna guardiana ha recorrido su perfil y concluyó que es verdaderamente un Dios. En el lenguaje de esta zona persisten aun vestigios de los vocablos que se utilizaban para rendir culto a este hombre: potro, chongo, caño. Muchas peregrinaron en busca de Él. ¿Cómo localizar el venerado perfil que lo hospedaba? Alguna propuso un método regresivo: Para localizar al hombre A, agregar previamente a un amigo B; para localizar a ese amigo B, consultar previamente a un amigo C, y así hasta lo infinito… En aventuras de esas, he prodigado y consumido mis años, pero siempre como amigo H o F, nunca más allá de la letra D. No me parece inverosímil que algún perfil de Facebook haya un hombre total; [2] ruego a Dios que una mujer – ¡una sola, esa mujer, aunque sea, de aquí a veinte años!—lo haya conocido y haya comprobado lo aburrido que es un tipo de esas características. Que yo sea ultrajado y aniquilado, pero que en un instante, en un ser, tú te des cuenta que no hay en todo el Facebook un hombre que no me justifique.
Afirman los impíos que el disparate es normal en el Facebook y que lo razonable (y aun la humilde y pura coherencia) es casi una milagrosa excepción. Hablan (lo sé) del “Facebook febril de las madrugadas de los sábados, cuyas azarosas publicaciones corren el incesante albur de trocarse en un mensaje de texto, y que todo lo afirman, hasta el propio vacío existencial, lo niegan y lo confunden con un insomnio galopante”. Esas palabras, que no solo denuncian el desorden mental sino que lo ejemplifican también, notoriamente prueban un gusto pésimo y una soledad desesperada. En efecto, el Facebook incluye todas las estructuras mentales, todas las sandeces que pueden escribirse con los veinticinco símbolos ortográficos, pero así y todo no hay un solo disparate absoluto. Inútil observar que la mejor publicación del perfil que administro se titula The Voice, y otra George sigue vivo en el Uritorco y otra Bucólicas… Esas proposiciones, a primera vista incoherentes, sin duda son capaces de una justificación criptográfica o alegórica; esa justificación casi siempre es sexual y, ex hypothesi, dirigida a una mujer que figura en el Facebook. No puedo combinar unos caracteres
gsuhfhainlair
que la divina no haya previsto y que en una alguno de sus labios yo no haya pronunciado. Nadie puede articular al oído de la mujer amada una sílaba que no esté llena de ternura y temores, ni pronunciar una broma que verdaderamente sea graciosa. Hablar es incurrir en tautologías y lugares comunes. Esta epístola inútil y palabrera ya existe en uno de los cuentos más famosos de la literatura argentina, con apenas unas palabras de diferencia. Tú, que me has leído hasta aquí, ¿sabes de qué cuento estoy hablando?
La escritura metódica me distrae de mi presente condición de hombre aun en ciernes. La certidumbre de que el futuro no está escrito me afantasma. Yo conozco distritos en que los jóvenes besan con barbarie a las mujeres, pero no saben descifrar uno solo de sus pensamientos. Las epidemias de videos virales, las discordias por el control remoto, las reuniones de egresados que inevitablemente degeneran han multiplicado la población de solteros. Creo haber mencionado los casos, cada vez más frecuentes, de guardianes que administran varios perfiles. Quizás me engañen la timidez y el temor, pero sospecho que las relaciones humanas –las únicas- están por extinguirse, y que el Facebook perdurará: actualizado, solitario, infinito, perfectamente inútil, armado de publicaciones preciosas, inservibles, sin ningún secreto.
Acabo de escribir infinito. No he interpolado ese adjetivo ciegamente, como el autor del cuento que parodio; digo que no es ilógico pensar que el Facebook es infinito. Quienes los juzgan limitado, postulan que en lugares remotos como el Sahara, o dominado por dictaduras como la China, o con conexiones pésimas como las nuestras, las publicaciones y los comentarios pueden inconcebiblemente cesar –lo cual no es absurdo. Quienes lo imaginan sin límites, olvidan que los tiene el número posible de disparates. Yo me atrevo a insinuar esta solución del antiguo problema: el Facebook es ilimitado y periódico. Si un eterno soltero lo atravesara en cualquier dirección, comprobaría al cabo de los siglos que las mismas mujeres se repiten con los mismos desórdenes (que, repetidos, serían ya un desorden suyo: el Desorden). Mi soledad se alegra con ese elegante consuelo.




[1] El prototipo original no contemplaba la letra ñ. La puntuación había sido limitada a la coma y al punto, y ninguna de los desarrolladores tenía permitido perder el tiempo en descubrir la manera de combinarlos para formar emoticones. Esos dos signos, el signo de exclamación y las veintidós letras del abecedario son los veinticinco  símbolos que enumera el desconocido escritor. (Nota del desconocido escritor)
[2] Lo repito: basta que un hombre sea posible para que exista en el Facebook. Solo está excluido lo imposible. Por ejemplo: ningún hombre es al mismo tiempo un galán de telenovela y un buen plomero, aunque hay hombres que discuten y afirman que existe esa posibilidad, y otros que se creen Gardel simplemente porque saben hacer bien un guiso de cordero.