domingo, 27 de mayo de 2012

La otra muerte


Un par de años hará (he borrado su mensaje de texto), Brauer me escribió desde Corrientes, anunciándome que finalmente se dignaría a prestarme el volumen con las obras completas de Chesterton en inglés, agregando, a través de un chat, que don Néstor Kirchner, de quien yo guardaría alguna memoria porque había sido Presidente de nuestro país durante cuatro años, había muerto tres meses atrás, en Calafate, de un infarto. El hombre, arrasado por las críticas que sobrevinieron al asesinato de un joven integrante del partido obrero, había revivido en su delirio los sangrientos años de su propia militancia universitaria; a pesar de que provenía de Brauer, la noticia me pareció previsible y hasta convencional, porque don Néstor, durante los últimos siete años de su vida, se la había pasando hablando de los derechos humanos y de sus años mozos en los que había seguido las disímiles banderas de Perón y de Galimberti, en las que había creído ver una sola, en gran parte debido a su estrabismo. El golpe de estado de 1976 lo tomó en los pasillos de la Facultad de Derecho de la Universidad de La Plata, a donde había ido en busca de mujer y de un diploma de abogado; Néstor Kirchner era santacruceño, de Río Gallegos, pero fue a estudiar adonde los amigos, tan animoso y tan ignorante como ellos. Combatió en algún entrevero de café y en la batalla última por ver quién conquistaría a la mujer más bonita de la facultad; repatriado a Santa Cruz ese mismo año, abandonó la militancia y se abocó con ambiciosa tenacidad a la usura en beneficio propio y de los bancos de su provincia, hasta que la situación se apaciguó y él hubo adquirido dinero y poder suficiente como para aspirar a la función pública. Que yo sepa, ya no volvió a dejar la política. Los últimos veinte años los pasó en algún puesto de gobierno, como intendente, gobernador, presidente o primer caballero; en medio de aquel trajín de negociados, yo conversé con él una tarde (yo traté de conversar con él una tarde, porque no me llevaba el apunte y siempre parecía estar mirando a otro lado), hacía 1992. Era hombre charlatán, de pocas luces. La huída de La Plata al Sur y un efímero arresto en Río Gallegos agotaban su historia de militancia durante la dictadura; no me sorprendió que no los reviviera en la hora en que avalaba el indulto de Carlos Menem a los militares y durante la privatización de YPF… Supe que no vería más a Néstor elogiar a Menem y quise recordarlo; tan pobre es mi memoria visual que le pedí a un camarógrafo que me enviara una copia del video que filmó para la televisión local en donde se ve a Néstor recibir al entonces presidente riojano y hablar maravillas de él. El hecho nada tiene de singular, si consideramos que al hombre lo vi a principios de 1992, cuando ver videos en Internet era casi tan utópico como imaginar a Néstor en la Casa Rosada. Brauer me mandó hace poco el link a ese video en youtube; lo he perdido y ya no lo busco. Me daría miedo encontrarlo.
El segundo episodio se produjo en Buenos Aires, años después, cuando Néstor asumió la presidencia. La dicción y el estrabismo del santacruceño me sugirieron una película fantástica sobre un joven militante universitario que seduce a dos mujeres al mismo tiempo mirándolas en los ojos; el chueco Suar, a quien le referí el argumento, me dio unas líneas que le habían sobrado de la noche anterior con tal de que lo dejara en paz; dijo que la próxima vez mejor fuera a molestar al periodista Horacio Verbitsky, que había militado en Montoneros en los años de estudiante de Néstor. El periodista me recibió después de cenar, para no tener que convidarme más que un café. Desde un sillón de hamaca, en un patio, recordó con desorden y con amor los tiempos que fueron. Habló de municiones que no llegaron, de minas que eran una bomba y de yeguas rendidas a sus pies, de hombres dormidos tejiendo laberintos para no abordarlas, de Galimberti, que pudo haberse asentado en la ciudad y que se desvió, «porque el peronista le teme a Buenos Aires», de una guerra civil que me pareció menos la colisión de dos ejércitos que el sueño utópico de un puñado de trasnochados. Habló de Firmenich, Vaca Narvaja, Perdía. Lo hizo con períodos tan cabales y de un modo tan vívido que comprendí que muchas veces había referido esas mismas cosas, o que estaba leyendo en voz alta. En un respiro conseguí intercalar el nombre de Néstor.
                     ¿Néstor? ¿Néstor Kirchner? —dijo el periodista—. Ése no sirvió conmigo. Un pingüinito al que le decían Néshtor los muchachos—. —Inició una ruidosa carcajada y la cortó de golpe, con fingida o veraz incomodidad.
Con otra voz dijo que las dictaduras servían, como la mujer, para constreñir las libertades de los hombres, y que, antes de entrar en la clandestinidad, nadie sabía quién es el dueño de la casa donde habrá de dormir esa noche. Alguien podía pensarse cobarde y ser un valiente, y asimismo al revés, como le ocurrió a ese pobre Néstor, que se anduvo floreando en los bares de la facultad con sus pantalones patas de elefante y después flaqueó el 24 de marzo de 1976. En algún tiroteo con los peronistas de López Rega se portó como un hombre, pero otra cosa fue cuando las tres armas se levantaron y empezaron las desapariciones y cada hombre sintió que cinco mil hijos de puta se habían coaligado para matarlo. Pobre gurí, que se la había pasando hablando del General y que de pronto comprendió a qué se dedicaban los generales…
Lógicamente, la versión de Verbitsky avergonzaría a muchos simpatizantes de La Cámpora. Ellos hubieran preferido que los hechos no ocurrieran así. Con el joven Néstor, entrevisto en una vieja fotografía en blanco y negro, ellos habían fabricado, sin proponérselo, una suerte de ídolo revolucionario; la versión de Verbitsky lo destrozaba. Súbitamente comprendí el revanchismo de Néstor y su saña contra los militares; no los había dictado la sed de justicia sino el bochorno y la hipocresía. En vano me repetí que un presidente acosado por un acto de cobardía es más complejo y más interesante que un presidente meramente corrupto afecto a las mujeres y las Ferraris. El amor carnal de Menem por George Bush, pensé, es menos memorable que el encono de Galtieri por Thatcher, aunque igualmente perjudicial para la Argentina. Sí, pero Néstor, como presidente electo con menos del treinta por ciento de los votos, tenía la obligación de despotricar indistintamente contra uno y otra —particularmente ante los micrófonos. En lo que Verbitsky dijo y no dijo percibí el agreste sabor de lo que se llamaba populismo: la consciencia (tal vez incontrovertible) de que el votante en Uruguay es menos elemental que el de nuestro país, y, por ende, resulta más bravo engañarlos con el cuento del tío Cámpora y el transversalismo… Recuerdo que esa noche me fui a dormir con ganas de irme a vivir a la rambla de Pocitos.
En el verano, la falta de uno o dos miles de dólares para irme a Cabo Polonio y de muchísimos más para filmar mi película fantástica (que torpemente se obstinaba en no dar con su productor) hizo que yo volviera a ver al periodista Verbitsky. Lo hallé con otro señor de edad: el señor Firmenich, que también había militado en Montoneros. Se habló, previsiblemente, de fútbol y de mujeres. Firmenich refirió unas anécdotas de alcoba y después agregó con lentitud, como quien está aprendiendo a hablar en otro idioma:
               Lo hicimos toda la noche con la Santa Irene, me acuerdo, y en mitad de la fiesta se nos incorporó alguna gente. Entre ellos, un octogenario francés que murió la víspera de la acción por sobredosis de Viagra, y un abogado ejecutor de hipotecas, de Santa Cruz, un tal Néstor Kirchner.
Lo interrumpí con acritud.
                          Ya sé —le dije—. El santacruceño que flaqueó ante las balas.
Me detuve; los dos se miraban en el espejo.
               Usted se equivoca de pe a pa—dijo, al fin, Firmenich—. Néstor Kirchner murió como querría morir cualquier hombre: con cuentas en Suiza. Serían las 7 de la mañana. En la cumbre del Monte Chingolo se había hecho fuerte la infantería del ejército; los nuestros cargaron, pero ellos se hicieron un festín con el estrabismo y los pantalones de Néstor, que iba de punta en blanco y una bala lo acertó y lo manchó de sangre en pleno pecho. Se abrochó el saco cruzado, concluyó el grito y rodó por tierra y quedó entre las patas de elefante de un compañero. Estaba muerto y la última carga del celular no le había servido de mucho. Tan valiente y no había empezado aún su pelea con el campo.
Hablaba, a no dudarlo, de otro Néstor, pero algo me hizo preguntar qué gritaba el pingüino.
               “¿Qué te pasha? ¿Estás Nervioso?” —dijo Verbitisky—, que es lo que gritaba cuando lo cargaban.
               Puede ser —dijo Firmenich—, pero también grito ¡Viva Perón!
Nos quedamos callados. Al fin, Verbitsky murmuró:
               No como si peleara contra el ejército de un gobierno peronista, sino contra la Revolución Libertadora, veinte años antes.
Agregó con sincera perplejidad:
               Yo comandé esas tropas, y juraría que es la primera vez que oigo hablar de un Néstor.
No pudimos lograr que lo recordara, ni que nos invitara otro café.
En mi casa de Flores, después de ver a dos peruanos robar un estéreo, el estupor que me produjo su olvido se me olvidó. Ante el deleitable volumen con las obras completas de Chesterton en inglés, que me había prestado el día anterior, encontré, a la tarde siguiente, a Martín Brauer. Me preguntó si ya las había terminado de leer, porque quería utilizarlo para un curso de humor que pensaba dar en las cercanas villas del Bajo Flores. Le pregunté si no le convenía trabajar con una traducción. Dijo que no pensaba enseñar a Chesterton traducido, porque las traducciones españolas eran tan tediosas que podían lograr que el mismísimo Chesterton sonara aburrido. Le recordé que me había prometido no reclamarme el libro, al menos, durante seis meses, en el mismo mail en que me escribió la muerte de Néstor. Preguntó quién era Néstor. Se lo dije, en vano. Con un principio de terror advertí que lo único que le interesaba era que le devolviera su libro, y busqué amparo en una discusión literaria sobre los detractores de Chesterton, escritor más complejo, más diestro y sin duda más difícil de encontrar entre las novedades que Dan Brown.
Algunos hechos más debo tergiversar. En abril tuve gripe de Horacio Verbitsky (me había contagiado al convidarme agua de la canilla en su mismo vaso); éste ya no estaba engripado y ahora se acordaba muy bien del santacruceñito que hizo Punta en plena primavera menemista y que enterraron como si fuera un héroe de la revolución de mayo. En julio pasé por Calafate; no di con el rancho que compró Néstor durante la dictadura; en su lugar encontré un hotel de cinco estrellas. Quise interrogar al kioskero Diego Arroba, que lo vio cambiar de auto varias veces; éste había fallecio de hambre porque le habían prohibido vender ejemplares de Clarín. Quise traer a la memoria los rasgos de Néstor; meses después, mirando una película en el canal Volver, comprobé que el rostro desorbitado que yo había conseguido evocar era el del célebre comediante Tristán, en Mingo Cavallo y Aníbal Fernández contra los fantasmas de la inflación.
Paso ahora a los desvaríos. El más fácil, pero también el menos gracioso, postula dos Néstores: el cobarde que se enriqueció durante la dictadura hacia 1976, el valiente, que descolgó el cuadro de Videla en 2004. Su defecto reside en no explicar lo realmente enigmático: cómo es que existen jóvenes universitarios de clase media que apoyan a este modelo de la hipocresía. (No acepto, no quiero aceptar, un desvarío más simple: el de que muchos de estos jóvenes hayan soñado que el de Néstor no sería otro gobierno peronista). Más curioso es el desvarío sobrenatural que ideó Martín Brauer. Kirchner, decía Brauer, pereció en las elecciones legislativas a las que se presentó como candidato testimonial a diputado por la Provincia de Buenos Aires, y en la hora de su muerte política suplicó a Dios que presentara a Magnetto como su nuevo enemigo. Dios vaciló un segundo antes de otorgar esa gracia, porque un titular de Clarín en su contra bastaría para vaciar las iglesias, y porque quien la había solicitado había sido, hasta hacía muy poco, aliado de Magnetto, y algunos millones de hombres lo habían visto concederle la transmisión del fútbol a Cablevisión y la fusión de Multicanal. Dios, que es argentino pero solo atiende en Buenos Aires, cambió la imagen nítida del Trece por el desfallecimiento de la del Siete, y la sombra de Marcelo Araujo volvió de la tierra. Volvió, pero debemos recordar su condición de menemista, así como debemos recordar que Menem ahora es kirchnerista. Néstor, por su parte, vivió en la soledad del poder, gobernando sin consultar a su mujer, sin amigos; todo lo acumuló y lo poseyó, pero desde lejos, a través de testaferros; «murió» políticamente, y su tenue imagen se transformó en la de un héroe. Ese desvarío es erróneo, aunque bastaría para convencer a más de un camporista. El verdadero despropósito (el que hoy creo verdadero, porque quizás mañana no tenga más remedio que hacerme pasar por oficialista) es a la vez más argentino y más peronista. De un modo casi mágico lo descubrí en el último atado de cigarrillos que compró Néstor. En la segunda advertencia de ese atado, se sostiene que Dios puede efectuar que alguien haya sido lo que no nunca fue, pero no puede limpiar los pulmones de un fumador. Leí esa advertencia y empecé a comprender la trágica muerte de Don Néstor Kirchner.

La adivino así. Néstor se portó como un cobarde durante la dictadura, y dedicó la vida a hacer plata para aprovechar esa bochornosa flaqueza. Volvió a Santa Cruz; no alzó la mano ni la voz a ningún militar, no perdonó ninguna deuda hipotecaria, no buscó fama de valiente, pero en los despachos de la intendencia, primero, y luego en los de la gobernación, se hizo duro e hipócrita lidiando con el aparato peronista y su esposa chúcara. Fue preparando, sin duda y sin saberlo, una pantomima del progresismo y la transversalidad. Pensó en lo más hondo: si el destino me trae alguna vez una segunda vuelta contra Menem, yo sabré ganarla con ayuda de Duhalde, aunque en la primera vuelta no obtenga ni el 22% de los votos. Durante veinticinco años la aguardó con oscuras intenciones, y el destino al fin se la trajo, con el país en la hora de su muerte. En la agonía de la convertibilidad, revivió la flotación cambiaria y se condujo como un hombre y encabezó el desfile de asunción a pie y una cámara fotográfica lo acertó en pleno rostro. Así, en 2010, por obra de la propaganda oficial, Néstor murió como si hubiera muerto en 1977, peleando codo a codo con Rodolfo Walsh.
En la Torá se niega que Dios pueda condonar las deudas hipotecarias del pasado, pero nada se dice acerca del default y de la intrincada concatenación de presidentes que desfilaron en los años previos a la asunción de Néstor, que es tan vasta y tan ignominiosa que no cabría rescatar una sola medida tomada por ellos, por insignificante que fuera, que haya contribuido a mejorar el presente. Modificar el pasado no es tan fácil como modificar un cuento de Borges hasta convertirlo en una sátira; es anular los contratos que se firmaron y negar sus consecuencias, que tienden a ser infinitas. Dicho sea con palabras más actuales: es crear dos relatos. En el primero (digamos, cipayo o golpista, para quedar bien), Néstor Kirchner murió en una clínica en 2010; en el segundo, peleando por los derechos humanos, durante la dictadura. Esta es la que vivimos ahora, pero la supresión de las conferencias de prensa que permitieran indagar más acerca del pasado no fue inmediata, y produce incoherencias como el apoyo a la privatización de YPF que he referido. En el periodista Verbitsky se cumplieron diversas etapas: al principio recordaba que Néstor obró como un cobarde durante la dictadura y como un obsecuente durante el menemismo; luego lo olvidó totalmente; luego recordó que era Él quien financiaba el periódico para el que estaba escribiendo. No menos esquizofrénico es el caso del ex Jefe de Gabinete Alberto Fernández; éste fue obligado a renunciar, porque tenía demasiadas memorias de don Néstor Kirchner.
En cuanto a mí, entiendo correr un peligro análogo. He adivinado y registrado un proceso no accesible a la prensa oficial ni a mis amigos kirchneristas, una suerte de escándalo del progresismo de Palermo Hollywood; pero algunas circunstancias mitigan las críticas que me esperan. Por lo pronto, al igual que los funcionarios del Indec, no estoy seguro de haber escrito siempre la verdad. Sospecho que en mi relato, tal como sucede con el relato oficial, hay falsos recuerdos. Sospecho que Néstor Kirchner (si existió y no fue un ángel enviado para salvarnos del oprobio menemista) no se llamó Néstor Kirchner sino simplemente Él, con mayúscula, y que yo lo recuerdo con ese nombre para no confundírmelo con Dios. Algo parecido acontece con el libro de Chesterton que mencioné en el primer párrafo y que versa sobre un vicepresidente proveniente de la Ucedé que se hace pasar por rockero para poder infiltrarse en una secta anarquista y despotricar con impunidad contra el hombre que fue Domingo. Hacia 2012 creeré haber fabricado una parodia fantástica y habré escrito otro bodrio monumental; también el inocente Moisés, hará tres mil quinientos años, creyó recibir de manos de Dios un prototipo de las milagrosas tablets de Steve Jobs y en realidad se trataba de unas tablas con mandamientos que prohibían los pocos juegos y diversiones que se habían inventado hasta ese momento.
¡Pobre Néstor! La muerte lo llevó a los sesenta años en una clínica ignorada luego de una lasaña casera, pero consiguió el funeral de estado que anhelaba su corazón, y se gastó mucho para conseguirlo, y acaso no hay gastos más superfluos que los de los funerales.