viernes, 4 de noviembre de 2011

Un futbolista del hambre


Por Martín Brauer y Sebastián Kleiman

La candente mañana en que cumplía treinta y cinco años, luego de un sueño intranquilo, Juan P. Lotas despertó convertido en un horroroso bichi Borghi. Al verse en el espejo comprendió que había escrito ya todo lo que tenía para decir como joven escritor, e, intuyéndose incapaz de competir con escritores de la talla y porte de Saer, decidió abandonar el ejercicio de la literatura para probar suerte en el football. Temeroso de incurrir en el pecado de tantos otros viejos escritores, que a cinco lustros de haber publicado por última vez sus poemas en una baldosa siguen gambeteando sin suerte al olvido en las áreas chicas de la literatura juvenil, a la espera de que una idea de centro a la olla les caiga en la cabeza, vendió al peso todos sus manuscritos al cartonero Brod e invirtió lo recaudado en un par de botines.
A la mañana siguiente, para probarse a sí mismo y al mundo que un hombre de treinta y cinco años puede ser viejo para ser reputado joven escritor pero no para ser reputeado por otro de setenta desde la tribuna, se probó en la segunda de Fulbense un par talle cuarenta y tres, que era la edad de Roger Milla cuando jugó su segundo mundial, y enfiló hacia el barrio de Nuñez, para probarse en la primera del recién descendido River Plate.
En la esquina de Udaondo, unos simpatizantes colgaban un banderazo con faltas de ortografía.  Indignado, Lotas les gritó: ¡“Bárbaros, ‘Pasarella, la puta que te parió´’ lleva tilde”! La turba, que no parecía simpatizar con la prosodia, se encaminaba ahora hacia él, en la esperanza de lincharlo. Una multitud de razones conminaba Juan P. Lotas a hacer una concesión. Finalmente, como quien no quiere la cosa, dijo: “Bueno, amén del tilde, que a cualquiera se le puede pasar por alto, debo admitir que con esas consonantes plosivas han logrado un feliz ejemplo de aliteración.” Para reforzar la lisonja, citó versos aliterados de la alta San Martín (/ponelo a Ponzio la p…/), luego recitó el final del Martín Ferro (/sacalo a Sacardi/), y estaba ya por pronunciar el piano piano de Mostaza Allighieri cuando recibió el puntapié inicial en mezzo del canto.
 Ahí nomás, de golpe y porrazo, los borrachos del tablón le forjaron a Juan P. Lotas, negro, el paladar. No habríamos sabido más de la zurda humanidad de nuestro héroe de no ser por otra manifestación riverplatense, que, providencial como rechazo de zaguero en la línea, en el preciso instante en que alguien blandía un arma circuncida que habría privado a J. P. Lotas de garra,  irrumpió por Figueroa Alcorta al grito de “Aparición sin vida de J.J. López”. Principió en ese momento una gresca de proporciones, que Juan aprovechó para escabullirse dentro del clú.
A gatas llegó al vestuario, aunque él nunca se percató de que las indicaciones para llegar hasta ahí se las había dado la mismísima Gata Fernández, que tenía entre manos la biografía de Agatha Christie escrita por Sócrates, el delantero brasilero: A Gata mais grande do mundo.  En la pizarra había una leyenda que rezaba: era el Beto Alonso persignándose. Juan no sabía ni quería saber ni quería preguntarle a nadie de qué jugador se trataba, porque creía que solo valía la pena aprender de jugadores muertos. La leyenda continuaba: “hoy prueba de nuevos talentos en la cancha auxiliar”. Y, en letra más chica: “El salir gambeteando desde el área propia es perjudicial para la salud del hincha”.
Deshizo Juan el nudo de Corbatta, se lavó la nuca para quitar todo rastro de Perfumo, y, después de un breve automasaje, y a pesar de que era un Viernes[1] negro, casi tan negro como el del crack de la bolsa surgido de Villa Fiorito, se endomingó de elegante sport y se dirigió a la cancha. Ni bien puso un pie en Céspedes, sintió la primera gota de lluvia, como quien oye llover. Al borde del campo se erguía el entrenador. Juan P. Lotas se presentó y solicitó entrar a la práctica.
-    ¿Y vos de qué jugás, pibe?  
-    Bueno, yo empecé escribiendo  a deux mano a mano con un marcador de punta; después tuve un período de escribir volantes de contención para un psicólogo, y desde hace unos meses escribo una zaga de poemas centrales.
-    Pibe, no cazo un fulbo de lo que decís. Esta es la prueba de la novena, a vos te veo jugando en la posición del Beto, ¿me equívoco?
-    De cabo a rabo, señor. Odio sordamente a Bethoven, especialmente su novena, cuyas melodías suenan de cuarta. En todo caso prefiero su quinta, que, según el rumor del clarín, suena cada vez más fuerte para reemplazar a la de Olivos.
-    No, pibe, quiero decir que te veo pasta de crack.
-    Me ofende, señor. Confieso que una vez he probado droga, pero jamás fui más allá de una pequeña sobredosis de heroína. Sepa que para mí el opio es el opio de los pueblos del Afganistán.
-    Pibe, a mí hablame en cristiano Ronaldo, que todavía debo dos materias para recibirme de técnico de las inferiores.
-    ¡Misógino! ¡Cómo se atreve a hablar así de las mujeres? ¡Varios hombres han demostrado ya que las mujeres no son inferiores! Que últimamente haya mucha poetisa escribiendo con los tampones de punta no significa que no haya ninguna que nos llegue a los poetas a los tapones. Además, las costureras son mayoría en el Gremio de Porto Alegre, pero nadie ha hilado más fino que Jean Paul Sastre.
-    Pibe, dejá de hablar y serví para algo. Andá y pateále unos penales al quinto arquero.

Ante la valla se erguía el guardameta. Juan P. Lotas ignoraba por qué debía ejecutarse la pena máxima, pero igual acató la orden, como acepta salir en el entretiempo el goleador que atraviesa una mala tarde. Debajo de los tres palos, ningún contrato podía atraer al Rey de los Hunos. No por nada le decían el Gardel del Mano a mano, el Cervantes del arco, el Stephen Hawking de los penales, el infatigable buscador de la red, el ladrón de guante blanco.  Siempre atajaba para los anales del travesaño. Era legendaria ya su tapada con una mano (on the one hand), y su vuelo de la muerte con mano cambiada (on the other hand) había elevado las pulsaciones y los testículos de más de cuatro tribunos de la San Martín.

-    Dale, pibe, pateá de una buena vez –le gritó el técnico.

Juan P. Lotas desanduvo el camino hasta los doce pasos, y, en su esfuerzo por impulsar el esférico, tropezó y cayó de espaldas al piso.
- ¡Como un perro! – dijo el técnico, y era como si la vergüenza debiera sobrevivirlo.


[1] Nota del preparador físico cortita y al pie: Viernes era el negro que asistía de free kick (patada libre Defoe) a Robinson, que jugaba siempre aislado y de pescador. Solo una vez en subida Robinson bajó y Crusoe la mitad de cancha para defender un corner (córner). Tan perdido se encontró en su propio área chica, que, en lugar de peinar la pelota, ese día cepilló.

miércoles, 19 de enero de 2011

La busca de Obama


A los amigos que últimamente se han vuelto tan incorregibles como mis escritos.

S’imaginant que le peronisme n’est autre chose que l’art de crier d’un balcon…

Sergio Renan, 48 (2005)

Samidalberto Saadiramón Sapagfelipe Menemsaúl Asísjorge (un siglo tardaría esa lista de largos nombres en llegar al fax de la Casa Blanca, pasando por el de la Secretaria de Estado y el del embajador americano en Buenos Aires, y aún por el de Julian Assange y el un marine fanático de Lady Gaga); Barak Obama no le prestó atención, porque supuso que se trataba de una nueva lista de prisioneros de Al-Qaeda, y siguió redactando el undécimo capítulo de Tahafut-ul-Tahafut (Destrucción de la destrucción), el libro de memorias de sus años en Washington que escribía en tiempo real, en el que mantenía, contra Bill Clinton, quien escribió Tahafut-ul-Hotel (Demoliendo hoteles), que las corporaciones americanas solo reconocen las leyes de los generales, lo concerniente a las distintas especies de guerras y conspiraciones, y no reparan en el individuo, mucho menos cuando se trata de un individuo negro. Escribía con veloz indecisión, de arriba hacia abajo, aporreando las teclas de su Blackberry; el ejercicio de enviar twitts y de etiquetar fotos de las centrales nucleares de Irán en facebook no le impedía sentir, como un hondo malestar, la silenciosa manifestación del Tea Party que rodeaba la Casa Blanca. En el fondo del salón oval enronquecía  Silvio Berlusconi y Bill Clinton con unas amorosas conejitas; de algún lugar invisible se elevaba el clamor de su esposa Michelle y los agudos gritos de sus hijos; algo en la carne de Obama, cuyos antepasados procedían de tribus africanas, repudiaba la monogamia. Abajo estaban los jardines; abajo, el atareado Secretario de Defensa debatiendo si la selección americana de fútbol (soccer) debía defender con línea de cuatro o con dos stoppers y un líbero, y después la querida ciudad de Washington, no menos cara que Nueva York, pero con una oferta cultural mucho más pobre, y alrededor (esto Obama lo sentía también) se dilataba hacía el confín la tierra de los Estados Unidos, en las que hay muchísimas cosas, pero ninguna que sea gratis.
Los dedos índices tecleaban sobre la pantalla táctil, los argumentos se sucedían sin solución de continuidad, incomprensibles, pero una leve preocupación empañó la felicidad de Obama. No la causaba el Tahafut, trabajo gratuito para el que le bastaba dilatar sus tweets unos cuantos caracteres, sino la lista que acababa de llegarle por fax. ¿Cómo era posible que un cable con una lista de prisioneros de Al-Qaeda estuviera firmada por el embajador de Estados Unidos en Buenos Aires? Aquel diplomático americano, manantial de todos los cables publicados en el periódico El País de España sobre el gobierno nestoriano, había sido enviado a los confines sur del patio trasero para averiguar todo lo que se podía saber sobre los políticos de ese país y, de paso, establecer si el Uruguay era efectivamente un país independiente o una provincia sublevada. Obama se acercó hasta el fax y comprendió, no sin pavor, que la lista no era de militantes de Al-Qaeda sino de los políticos de origen árabe que integraron las (malas) administraciones de ese país desde 1989 hasta la fecha. Pocas listas más feas y patéticas registrará la historia que esa concatenación de apellidos árabes con nombres de pila españoles a los que separaban cuatro siglos y miles de neuronas de sus antepasados andaluces; a las dificultades intrínsecas de la pronunciación debemos añadir que Obama, enemistado con Siria y con Irán, no podía pedirle ayuda a ninguno de los presidentes de esos países. Ni bien se calzó los anteojos, dos palabras dudosas lo detuvieron en el principio del cable. Eran las palabras peronistas y justicialistas. Las había encontrado años atrás, en un libro de Felix Luna que compró solo para irritar a Chávez; nadie en el ámbito de la Casa Blanca barruntaba lo que querían decir. Vanamente había fatigado las páginas de Felipe Pigna, vanamente había sintonizado compulsivamente The History Channel. Esas dos palabras arcanas pululaban en el cable que le acababa de llegar; imposible fingir que no las había leído por un error de imprenta.
Obama dejó la lista sobre el escritorio. Se dijo (sin demasiada fe) que suele estar muy cerca lo que buscamos, especialmente cuando se trata de problemas. Cerró el archivo de sus Memorias y se dirigió al salón donde dormían la siesta sobre alfombras persas sus  baladíes asesores para América Latina. Era irrisorio imaginar que nunca antes los había consultado sobre el significado de esas palabras, pero era la triste verdad. Apenas unos días antes esos hombres instruidos le habían revelado que los habitantes del Brasil hablaban portugués y no una variante incomprensible del español. De ese penoso recuerdo lo distrajo una suerte melodía de vidrios rotos. Miró por la ventana agujereada; abajo, en el amplio jardín arbolado, jugaban los hijos de unos inmigrantes argentinos que habían acampado en la esperanza de obtener una parcela donde erigir la casa propia. Uno, de pie sobre los hombros de otro, hacía notoriamente de presidente; bien abiertos los ojos, salmodiaba Para un argentino de bien, no puede haber nada mejor que otro argentino.  El que lo sostenía, sigiloso, hacía de oposición aunque en realidad pertenecía al mismo partido, y se afanaba para desestabilizarlo y ocupar su lugar; otro, aburrido en el césped y tocando un bombo, hacía de pueblo. El juego duró poco; todos querían ser presidente, nadie la oposición ni el pueblo. Obama los oyó disputar en dialecto grosero, vale decir en el ininteligible español de La Matanza. Sacó de un cajón un mate curado de espanto y pensó con orgullo que en toda Córdoba (acaso en toda la avenida Rivadavia) no había otro mate con menos uso que este que el emir Yoma le había remitido desde Buenos Aires. El nombre de ese puerto le recordó que el viajero Oliver Stone, que acababa de regresar de la Argentina, cenaría con él esa noche en casa de la Secretaria de estado Hilary Clinton.  Oliver decía haber alcanzado los reinos del imperio del Sin (del pecado); sus detractores, con esa lógica peculiar que da el odio, juraban que nunca había pisado Lomas de Zamora y que en las villas miserias de esa localidad había blasfemado del tío Sam. Inevitablemente, la reunión duraría horas y sería aburrida; Obama, presuroso, retomó la escritura de sus Memorias y, pasando por alto el episodio de esa noche, empezó a escribir sus recuerdos de la mañana siguiente. Trabajó hasta que recibió un tweet de Hilary avisándole que la comida estaba ya lista y comenzaba a enfriarse.
El diálogo, en la casa de los Clinton, pasó de los incomparables beneficios que le prodigó a los Estados Unidos el presidente Menem a los chanchullos de su cuñado el emir Yoma; después, en el jardín, hablaron de Rosas. Oliver Stone, que nunca había oído el nombre de ese caudillo, juró que no había Rosas como el Rosas que gobierna hoy en día en Venezuela. Hilary no se dejó sobornar; observó que el docto Tomás Eloy Martinez describe una excelente variedad del Rosas que se da en la ciudad bonaerense de Lobos y cuyos retoños, de una ambivalencia descarnada, presentan caracteres que van desde la izquierda guerrillera hasta la derecha neoliberal, aunque todos dicen: No hay otro dios que el General, el General es el primer trabajador. Agregó que Oliver Stone, seguramente, conocería a ese Rosas.  Oliver Stone la miró con alarma. Si respondía que sí, todos los juzgarían, con razón, el más disponible y casual de los espías para enviar a ese incomprensible país del sur; si respondía que no, y los rumores llegaban a la Argentina, la presidenta de ese país lo consideraría un infiel. Optó por musitar que con el Señor Assange están los archivos de todas las cosas ocultas por el Departamento de Estado y que no hay en la tierra un chiste verde contado por un jefe de estado a un embajador americano que no esté registrado en Su Sitio. Esas palabras sumieron a Hilary en un  silencio reverencial. Envanecido por esa victoria dialéctica, Oliver Stone iba a pronunciar que Chavez es perfecto en sus obras y un socialista inescrutable. Entonces Obama declaró, prefigurando las páginas de las memorias que escribiría a la mañana siguiente:
    Me cuesta menos imaginar un gobierno democrático en Corea del Norte, o en Irán, que admitir que Chavez es socialista o que un militar pueda ser perfecto en sus obras.
    Sin embargo así es —sentenció Oliver Stone mientras vaciaba su vaso de whisky.
    Algún viajero —intervino el Presidente Bill Clinton, que acababa de ingresar en el salón acompañado por Berlusconi— habla de un militar argentino que pregonaba la justicia social y cuyo fruto es una bolsa de gatos. Menos me duele creer en él que en un Chavez socialista.
    El color de los habitantes de la Argentina —dijo Berlusconi— parece facilitar el portento. Además, los gobernantes y los gatos solemos ir de la mano, pero el socialismo y los militares no.
Otro huésped negó con indignación que Chavez fuese militar, ya que los militares suelen ser hombres de pocas palabras. Otro habló de George Orwell, que dijo que los burgueses suelen adoptar la forma de un hombre o de un animal, opinión que parece convenir con la de quienes le atribuyen forma de gorilas. Hilary expuso largamente la doctrina ortodoxa. El comunismo (dijo) es uno de los atributos de Marx, como su barba; sus palabras se copian en un libro, se pronuncian con la lengua, se recuerda con el corazón, pero casi nadie ha podido terminar de leer los pesados tomos de El Capital. Obama, que los había leído convencido de que se trataba de la teoría económica esbozada por un integrante judío de los Chicago Boys, pudo haber dicho que leer esa obra era algo así como mirar por televisión un partido de basketball disputado por mancos, pero notó que el auditorio era más proclive al baseball y al calcio de la seria A italiana.
Otros, que también lo advirtieron, instaron a Oliver Stone a referir alguna maravilla de aquel remoto país del sur. Entonces, casi tanto como antes de 1945, la Argentina era atroz; los oligarcas podían recorrerla, pero optaban por quedarse en sus confortables departamentos de La Recoleta o en sus casas de San Isidro. La memoria de Oliver Stone era un espejo de whiskys dobles e íntimas cobardías. ¿Qué podía referir? Además, le exigían maravillas argentinas y las maravillas de ese país estaban en Puerto Iguazú o en El Calafate, dos lugares que él nunca había visitado. Stone vaciló:
    Quien recorre las calles y las noches del conurbano bonaerense —proclamó con unción— ve muchas cosas que no se ven ni siquiera en Afganistán. Ésta, digamos, que solo he referido una vez, a Carlos Menem, el rey de los turcos, ocurrió en Gonzalez Catán (La Matanza), ahí donde los últimos conglomerados urbanos del Gran Buenos Aires se derraman en la pampa húmeda.
Hilary preguntó si la ciudad quedaba a muchas leguas del Club Med de Itaparica, a donde tenía pensado ir de vacaciones.
    Miles de dólares la separan —dijo Oliver Stone con involuntario hipo—. Cuarenta años tardaría un tránsfuga (tarambana) en ahorrar lo suficiente para pasar una noche en ese complejo hotelero. En Gonzalez Catán no sé de ningún hombre que haya pernoctado o utilizado la pileta del Club Med de Itaparica, pero más de uno habrá pasado por el hotel del gremio de los camioneros en Pinamar, que cuesta casi lo mismo.
El temor de lo grasamente infinito, de la mera barriada, del mero caserío, tocó por un instante a Berlusconi. Miró las fotos de las nietas de Hilary en el jardín de infantes; se supo enevejecido, inútil, irreal para cuando ellas tuvieran edad suficiente para ser becarias. Decía Oliver Stone:
    Una tarde, los ministros del gobierno argentino me condujeron a un gimnasio de chapa pintada de Gonzalez Catán, en donde hablaría la presidenta K ante muchísimas personas. No sé puede contar cómo era ese gimnasio, que tenía un solo aro de basketball, porque donde estaba el otro habían erigido el escenario. En el terreno de juego había gente que comía unos hot dogs rellenos de embutido que se conocen como choripanes y bebían un vino de cartón con acento francés; también había gente comiendo y bebiendo en las gradas y en los ómnibus estacionados en la puerta. Un grupo de personas encabezados por un tipo con un sombrero de playa tocaban un tambor grave y monótono llamado bombo, otras quince o veinte (con remeras con la inscrpción La Cámpora) arriaban a las personas como ganado prometiéndoles recompensas. La presidenta hablaba pero ellos no la escuchaban; aplaudían pero no prestaban atención a lo que estaba sucediendo; tocaban el bombo pero de espladas a la tribuna; vitoreaban a la presidenta pero por lo bajo preguntaban si ya sería la hora de volver.
     Los actos de los socialistas —dijo Hilary— exceden las previsiones del capitalista cuerdo.
    No eran socialistas —tuvo que explicar Oliver Stone—. Estaban figurando, me dijo un ministro, para poder cobrar las dádivas que les propinaba el alcalde del municipio.
Nadie comprendió, nadie pareció comprender. Oliver Stone, confuso, pasó de la escuchada narración a las desairadas razones. Dijo, dando otro sorbo a su vaso de whisky.
    Imaginemos que una gran masa de personas va a un acto político arrastrada en lugar de acudir por convicciones propias. Sea ese acto la del gobierno de turno o la de alguna facción del mismo partido gobernante que hace las veces de oposición. Los vemos bajar de los micros especialmente contratados, los vemos entrar en el gimnasio donde hablarán los políticos, los vemos bostezar y comer con la boca abierta, los vemos dormirse y preguntar cuánto tiempo falta para que termine esa farsa, lo vemos entregar a algún puntero un número de celular para que este pude retribuirle su acto de presencia. Algo así me mostraron esa tarde los ministros de la presidenta argentina.
     ¿Aplaudían esas personas?
    ¡Por supuesto que aplaudían! —convertido en documentalista de un movimiento político que apenas recordaba y que lo había fastidiado bastante—. ¡Aplaudían, vitoreaban y tocaban el bombo!
    En tal caso —dijo Hilary— no se requería una masa de personas. Un buen director de cine puede hacer que un estadio con veinte personas parezca repleto, por más grande que sea.
Todos aprobaron ese dictamen. Se encarecieron las virtudes de los grandes estudios de Holywood, que es el idioma que usa Estados Unidos para dirigir a los otros países; luego, las superproducciones de James Cameron. Berlusconi, después de ponderar debidamente la prometedora figura de las nietas de Hilary, motejó de ignorantes a los directores americanos que en sus películas hacían hablar a los héroes grecolatinos en inglés americano. Dijo que era absurdo que en plena Roma un hombre del siglo II antes de Cristo hablara inglés con el acento de California, cuando en aquel entonces los pocos habitantes de esa zona hablaban el idioma de los Sioux. Urgió la conveniencia de hacer películas épicas sobre la Antigua Roma habladas en Latín con subtítulos en inglés y en italiano; dijo que cuando en la película Troya Brad Pitt dijo “Imagina un rey que luchara sus guerras, sería un espectáculo”, esa frase pudo suspender a la gente de la edad antigua, pero que hoy en día bastaba simplemente con ser dueño de un club de fútbol y de una corporación de emisoras y publicaciones. Todos aprobaron ese dictamen, que ya habían escuchado muchas veces, de muchas bocas de muchos asesores. Obama callaba. Al fin habló, menos para decir algo que para demostrar que no estaba ahí pintado de negro.
    Con menos elocuencia —dijo Obama—, pero al menos en un inglés que se entiende, he defendido alguna vez la proposición que mantiene Berlusconi ante los productores de Holywood. En Los Angeles se ha dicho que solo es capaz de filmar una película épica en griego antiguo o en latín algún director nostálgico del cine mudo; para estar libre de error, agreguemos, es mejor nunca convocar a Woody Allen para que haga de griego o de romano. Marx, en uno de sus libros, dice que en el decurso de ochenta años de dolor de espalda producto de las butacas de los cines, ha visto muchas veces a camiones atropellar de golpe automóviles en las películas, pero jamás a un troyano hablar en griego; Berlusconi entenderá que estoy hablando de Groucho y no de Karl Marx, a quien poco y nada le interesaban las películas. A este reparo me contestaron varias cosas los productores de Holywood. La primera, que si los troyanos hablaran en griego antiguo, las películas solo podrían distribuirse entre el puñado de estudiantes varones que estudian Letras clásicas, no son gays, y van a la universidad por verdadero interés y no simplemente en busca de mujeres; es decir que la recaudación no se mediría en millones de dólares, sino en suicidios de productores por minuto. La segunda, que una estrella de cine es menos un actor que una cara bonita que farfulla en la pantalla palabras que importan un comino. Para Alabar a Leonardo Di Caprio, se ha repetido que es un bombón o un churro, pero nadie ha dicho que declama mejor Anthony Hopkins; si alguien lo hubiera dicho, entonces Beverly Hills estaría lleno de actores de radioteatro. Los papeles que solo un hombre puede interpretar son Rocky o Indiana Jones. Infinitos actores pueden hacer de Aquiles o de Ulises; cualquier actriz puede hacer de Penélope, pero solo Penélope Cruz puede ponerse en la piel de la mujer de Ulises y seguir respondiendo cuando la llaman por su nombre. En cambio, nadie no sintió alguna vez que Schwarzenegger es fuerte y es torpe, que es inocente y es también inhumano, igual que Ronald Reagan y la inmensa mayoría de los republicanos. Para esa convicción, que puede ser pasajera o continua, pero que nadie elude, estamos nosotros, los demócratas, en California. No se hará peor mal a un estado que el que estos dos republicanos  hicieron allí. Además (y esto es lo esencial de las memorias que estoy escribiendo), el tiempo, que carcome la imagen positiva del presidente, enriquece los versos de la oposición. Los de Sarah Palin, cuando ésta los compuso en Alaska, sirvió para que un desequilibrado disparara hace poco contra una legisladora de mi partido en Arizona; repetidos ahora, le sirven a mi partido para confrontar a la Asociación Nacional del Rifle Pandolfi y para recuperar el voto de algunas personas descontentas con mi gobierno. Ocho años tenía planeado pasar en Washington cuando asumí y hoy no veo la hora de volver a Chicago. El tiempo agranda el eco de nuestros  errores y si no pregúntenle a los defensores de la selección colombiana de fútbol. Así, atormentado hace unos días por la derrota de los Chicago Bulls ante los San Antonio Spurs, me complacía en repetir el apóstrofe  de los granjeros sureños:

También eres tú, ¡oh Manu!
En este suelo extranjero…

Singular beneficio de la xenofobia; palabras redactadas por un racista de Mississippi  que anhelaba una pasado esclavista me sirvieron a mí, un presidente negro, para mi nostalgia de los años en que no había argentinos en la NBA.
Obama, después, habló de los primeros presidentes, de aquellos que en el Tiempo de la Ignorancia, antes de que existiera  la televisión, dieron todos sus discursos por la radio, de rigurosa etiqueta, como si la gente en sus casas pudiera admirar sus trajes. Alarmado, no sin razón, por las fruslerías de Jean-Luc Godard, dijo que en las clásicas superproducciones épicas y westerns de Holywood  estaba cifrado todo el cine y condenó por analfabeta y vana la ambición francesa de hacer películas lentas sin explosiones ni efectos especiales. Los demás escucharon con placer, porque ninguno había nacido en París.
Sus hijos estaban ya conectados a Internet cuando Obama volvió a entrar en su despacho de la Casa Blanca. (En el Salón Oval, las conejitas seguían esperando el dinero que les había prometido Berlusconi, pero él sabía que no cobrarían hasta que saliera a la luz el escándalo, mucho más tarde.) Algo (¿un pajarito del jardín?) le había revelado el sentido de las dos palabras oscuras del cable. Con firme y cuidadosa caligrafía agregó estas líneas a sus memorias: Félix Moon (Luna) denomina peronistas a los presidentes argentinos que gritan sus discursos desde un balcón y justicialistas a los que los gritan por radio y TV. Admirables peronistas y justicialistas abundan en las páginas del periódico Página 12 y en los programas de la televisión pública de la Argentina.
Sintió un poco de frío. Apagado el aire acondicionado, se miró en el espejo que había hecho colocar Berlusconi en el techo del salón oval, donde las conejitas enronquecían ahora de sueño. No sé lo que vieron sus ojos, pero pagaría por poder hacerlo. Sé que desapareció bruscamente, antes de que Michelle o alguno de los niños pudiera sorprenderlo. Con el desparecieron los vasos de whisky, las bandejas y los billetes enrollados de cien dólares y las muchas pastillas de Viagra.

En la historia anterior quise narrar una derrota. Pensé, primero, en aquel bañero de Lomas de Zamora que se propuso ser presidente electo después de haber sido vicepresidente durante el gobierno inmediatamente  anterior; luego, en los seguidores del Jefe de Gobierno porteño que buscaron en Rozitchner la piedra filosofal y solo encontraron una filósofo con cara de piedra;  luego, en los vanos cultores de la presidenta K y su presunta transversalidad que terminó por degenerar en el gobierno más vertical del que se tenga memoria. Reflexioné, después, que más poético es el caso de un hombre que se propone uno de los pocos fines que no están vedados a los argentinos, pero sí a un norteamericano. Recordé que existía Obama, que encerrado en el ámbito de la democracia de su país, nunca podría entender el significado de las voces peronismo y justicialismo.  Referí el caso; a medida que adelantaba, sentí lo que hubo de sentir aquel oriundo de Galicia inventor del bidet que se propuso elaborar una ducha y le salió un artefacto para el ano. Sentí que la obra se burlaba de mí y de muchas personas que yo nunca había visto en persona. Sentí que Obama, queriendo imaginar lo que es un peronista sin haber sospechado lo que es un choripán, no era más absurdo que yo, queriendo imaginar a Obama, sin otro material que las fotos que aparecen en Google y los videos que hay en youtube. Sentí, en la última página, que mi narración era un símbolo del hombre que critica sin saber de lo que está escribiendo, y que para redactar esa narración yo tuve que fingir muchas veces una estupidez extrema, casi hasta lo infinito. (En el instante en que yo dejo de hacer bromas absurdas, el lector desaparece.)