Por Martín Brauer y
Sebastián Kleiman
La candente mañana en que cumplía treinta y cinco años, luego de un
sueño intranquilo, Juan P. Lotas despertó convertido en un horroroso bichi
Borghi. Al verse en el espejo comprendió que había escrito ya todo lo que tenía
para decir como joven escritor, e, intuyéndose incapaz de competir con
escritores de la talla y porte de Saer, decidió abandonar el ejercicio de la
literatura para probar suerte en el football.
Temeroso de incurrir en el pecado de tantos otros viejos escritores, que a
cinco lustros de haber publicado por última vez sus poemas en una baldosa siguen
gambeteando sin suerte al olvido en las áreas chicas de la literatura juvenil,
a la espera de que una idea de centro a la olla les caiga en la cabeza, vendió
al peso todos sus manuscritos al cartonero Brod e invirtió lo recaudado en un
par de botines.
A la mañana siguiente, para probarse a sí mismo y al mundo que un hombre
de treinta y cinco años puede ser viejo para ser reputado joven escritor pero
no para ser reputeado por otro de setenta desde la tribuna, se probó en la
segunda de Fulbense un par talle cuarenta y tres, que era la edad de Roger
Milla cuando jugó su segundo mundial, y enfiló hacia el barrio de Nuñez, para
probarse en la primera del recién descendido River Plate.
En la esquina de Udaondo, unos simpatizantes colgaban un banderazo con
faltas de ortografía. Indignado, Lotas les
gritó: ¡“Bárbaros, ‘Pasarella, la puta que te parió´’ lleva tilde”! La turba, que
no parecía simpatizar con la prosodia, se encaminaba ahora hacia él, en la esperanza
de lincharlo. Una multitud de razones conminaba Juan P. Lotas a hacer una
concesión. Finalmente, como quien no quiere la cosa, dijo: “Bueno, amén del
tilde, que a cualquiera se le puede pasar por alto, debo admitir que con esas
consonantes plosivas han logrado un feliz ejemplo de aliteración.” Para
reforzar la lisonja, citó versos aliterados de la alta San Martín (/ponelo a Ponzio la p…/), luego recitó el
final del Martín Ferro (/sacalo a
Sacardi/), y estaba ya por pronunciar el piano piano de Mostaza Allighieri cuando recibió el puntapié
inicial en mezzo del canto.
Ahí nomás, de golpe y porrazo,
los borrachos del tablón le forjaron a Juan P. Lotas, negro, el paladar. No habríamos
sabido más de la zurda humanidad de nuestro héroe de no ser por otra
manifestación riverplatense, que, providencial como rechazo de zaguero en la
línea, en el preciso instante en que alguien blandía un arma circuncida que
habría privado a J. P. Lotas de garra, irrumpió
por Figueroa Alcorta al grito de “Aparición sin vida de J.J. López”. Principió
en ese momento una gresca de proporciones, que Juan aprovechó para escabullirse
dentro del clú.
A gatas llegó al vestuario, aunque él nunca se percató de que las indicaciones
para llegar hasta ahí se las había dado la mismísima Gata Fernández, que tenía
entre manos la biografía de Agatha Christie escrita por Sócrates, el delantero
brasilero: A Gata mais grande do mundo.
En la pizarra había una leyenda que
rezaba: era el Beto Alonso persignándose. Juan no sabía ni quería saber ni
quería preguntarle a nadie de qué jugador se trataba, porque creía que solo
valía la pena aprender de jugadores muertos. La leyenda continuaba: “hoy prueba
de nuevos talentos en la cancha auxiliar”. Y, en letra más chica: “El salir
gambeteando desde el área propia es perjudicial para la salud del hincha”.
Deshizo Juan el nudo de Corbatta, se lavó la nuca para quitar todo
rastro de Perfumo, y, después de un breve automasaje, y a pesar de que era un Viernes[1] negro,
casi tan negro como el del crack de
la bolsa surgido de Villa Fiorito, se endomingó de elegante sport y se dirigió
a la cancha. Ni bien puso un pie en Céspedes, sintió la primera gota de lluvia,
como quien oye llover. Al borde del campo se erguía el entrenador. Juan P.
Lotas se presentó y solicitó entrar a la práctica.
-
¿Y
vos de qué jugás, pibe?
-
Bueno,
yo empecé escribiendo a deux mano a mano con un marcador de
punta; después tuve un período de escribir volantes de contención para un
psicólogo, y desde hace unos meses escribo una zaga de poemas centrales.
-
Pibe,
no cazo un fulbo de lo que decís. Esta es la prueba de la novena, a vos te veo
jugando en la posición del Beto, ¿me equívoco?
-
De
cabo a rabo, señor. Odio sordamente a Bethoven, especialmente su novena, cuyas
melodías suenan de cuarta. En todo caso prefiero su quinta, que, según el rumor
del clarín, suena cada vez más fuerte para reemplazar a la de Olivos.
-
No,
pibe, quiero decir que te veo pasta de crack.
-
Me
ofende, señor. Confieso que una vez he probado droga, pero jamás fui más allá
de una pequeña sobredosis de heroína. Sepa que para mí el opio es el opio de
los pueblos del Afganistán.
-
Pibe,
a mí hablame en cristiano Ronaldo, que todavía debo dos materias para recibirme
de técnico de las inferiores.
-
¡Misógino!
¡Cómo se atreve a hablar así de las mujeres? ¡Varios hombres han demostrado ya que
las mujeres no son inferiores! Que últimamente haya mucha poetisa escribiendo
con los tampones de punta no significa que no haya ninguna que nos llegue a los
poetas a los tapones. Además, las costureras son mayoría en el Gremio de Porto Alegre, pero
nadie ha hilado más fino que Jean Paul Sastre.
-
Pibe,
dejá de hablar y serví para algo. Andá y pateále unos penales al quinto
arquero.
Ante la valla se erguía el guardameta. Juan P. Lotas
ignoraba por qué debía ejecutarse la pena máxima, pero igual acató la orden,
como acepta salir en el entretiempo el goleador que atraviesa una mala tarde.
Debajo de los tres palos, ningún contrato podía atraer al Rey de los Hunos. No
por nada le decían el Gardel del Mano a mano, el Cervantes del arco, el Stephen
Hawking de los penales, el infatigable buscador de la red, el ladrón de guante
blanco. Siempre atajaba para los anales
del travesaño. Era legendaria ya su tapada con una mano (on the one hand), y su vuelo de la muerte con mano cambiada (on the other hand) había elevado las
pulsaciones y los testículos de más de cuatro tribunos de la
San Martín.
-
Dale,
pibe, pateá de una buena vez –le gritó el técnico.
Juan P. Lotas desanduvo el camino hasta los doce
pasos, y, en su esfuerzo por impulsar el esférico, tropezó y cayó de espaldas
al piso.
- ¡Como un perro! –
dijo el técnico, y era como si la vergüenza debiera sobrevivirlo.
[1] Nota del preparador físico
cortita y al pie: Viernes era el negro que asistía de free kick (patada libre Defoe) a Robinson, que jugaba siempre
aislado y de pescador. Solo una vez en subida Robinson bajó y Crusoe la mitad
de cancha para defender un corner
(córner). Tan perdido se encontró en su propio área chica, que, en lugar de
peinar la pelota, ese día cepilló.
Muy divertido. Incluso hasta para los hinchas de River. (C.L.)
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