viernes, 4 de noviembre de 2011

Un futbolista del hambre


Por Martín Brauer y Sebastián Kleiman

La candente mañana en que cumplía treinta y cinco años, luego de un sueño intranquilo, Juan P. Lotas despertó convertido en un horroroso bichi Borghi. Al verse en el espejo comprendió que había escrito ya todo lo que tenía para decir como joven escritor, e, intuyéndose incapaz de competir con escritores de la talla y porte de Saer, decidió abandonar el ejercicio de la literatura para probar suerte en el football. Temeroso de incurrir en el pecado de tantos otros viejos escritores, que a cinco lustros de haber publicado por última vez sus poemas en una baldosa siguen gambeteando sin suerte al olvido en las áreas chicas de la literatura juvenil, a la espera de que una idea de centro a la olla les caiga en la cabeza, vendió al peso todos sus manuscritos al cartonero Brod e invirtió lo recaudado en un par de botines.
A la mañana siguiente, para probarse a sí mismo y al mundo que un hombre de treinta y cinco años puede ser viejo para ser reputado joven escritor pero no para ser reputeado por otro de setenta desde la tribuna, se probó en la segunda de Fulbense un par talle cuarenta y tres, que era la edad de Roger Milla cuando jugó su segundo mundial, y enfiló hacia el barrio de Nuñez, para probarse en la primera del recién descendido River Plate.
En la esquina de Udaondo, unos simpatizantes colgaban un banderazo con faltas de ortografía.  Indignado, Lotas les gritó: ¡“Bárbaros, ‘Pasarella, la puta que te parió´’ lleva tilde”! La turba, que no parecía simpatizar con la prosodia, se encaminaba ahora hacia él, en la esperanza de lincharlo. Una multitud de razones conminaba Juan P. Lotas a hacer una concesión. Finalmente, como quien no quiere la cosa, dijo: “Bueno, amén del tilde, que a cualquiera se le puede pasar por alto, debo admitir que con esas consonantes plosivas han logrado un feliz ejemplo de aliteración.” Para reforzar la lisonja, citó versos aliterados de la alta San Martín (/ponelo a Ponzio la p…/), luego recitó el final del Martín Ferro (/sacalo a Sacardi/), y estaba ya por pronunciar el piano piano de Mostaza Allighieri cuando recibió el puntapié inicial en mezzo del canto.
 Ahí nomás, de golpe y porrazo, los borrachos del tablón le forjaron a Juan P. Lotas, negro, el paladar. No habríamos sabido más de la zurda humanidad de nuestro héroe de no ser por otra manifestación riverplatense, que, providencial como rechazo de zaguero en la línea, en el preciso instante en que alguien blandía un arma circuncida que habría privado a J. P. Lotas de garra,  irrumpió por Figueroa Alcorta al grito de “Aparición sin vida de J.J. López”. Principió en ese momento una gresca de proporciones, que Juan aprovechó para escabullirse dentro del clú.
A gatas llegó al vestuario, aunque él nunca se percató de que las indicaciones para llegar hasta ahí se las había dado la mismísima Gata Fernández, que tenía entre manos la biografía de Agatha Christie escrita por Sócrates, el delantero brasilero: A Gata mais grande do mundo.  En la pizarra había una leyenda que rezaba: era el Beto Alonso persignándose. Juan no sabía ni quería saber ni quería preguntarle a nadie de qué jugador se trataba, porque creía que solo valía la pena aprender de jugadores muertos. La leyenda continuaba: “hoy prueba de nuevos talentos en la cancha auxiliar”. Y, en letra más chica: “El salir gambeteando desde el área propia es perjudicial para la salud del hincha”.
Deshizo Juan el nudo de Corbatta, se lavó la nuca para quitar todo rastro de Perfumo, y, después de un breve automasaje, y a pesar de que era un Viernes[1] negro, casi tan negro como el del crack de la bolsa surgido de Villa Fiorito, se endomingó de elegante sport y se dirigió a la cancha. Ni bien puso un pie en Céspedes, sintió la primera gota de lluvia, como quien oye llover. Al borde del campo se erguía el entrenador. Juan P. Lotas se presentó y solicitó entrar a la práctica.
-    ¿Y vos de qué jugás, pibe?  
-    Bueno, yo empecé escribiendo  a deux mano a mano con un marcador de punta; después tuve un período de escribir volantes de contención para un psicólogo, y desde hace unos meses escribo una zaga de poemas centrales.
-    Pibe, no cazo un fulbo de lo que decís. Esta es la prueba de la novena, a vos te veo jugando en la posición del Beto, ¿me equívoco?
-    De cabo a rabo, señor. Odio sordamente a Bethoven, especialmente su novena, cuyas melodías suenan de cuarta. En todo caso prefiero su quinta, que, según el rumor del clarín, suena cada vez más fuerte para reemplazar a la de Olivos.
-    No, pibe, quiero decir que te veo pasta de crack.
-    Me ofende, señor. Confieso que una vez he probado droga, pero jamás fui más allá de una pequeña sobredosis de heroína. Sepa que para mí el opio es el opio de los pueblos del Afganistán.
-    Pibe, a mí hablame en cristiano Ronaldo, que todavía debo dos materias para recibirme de técnico de las inferiores.
-    ¡Misógino! ¡Cómo se atreve a hablar así de las mujeres? ¡Varios hombres han demostrado ya que las mujeres no son inferiores! Que últimamente haya mucha poetisa escribiendo con los tampones de punta no significa que no haya ninguna que nos llegue a los poetas a los tapones. Además, las costureras son mayoría en el Gremio de Porto Alegre, pero nadie ha hilado más fino que Jean Paul Sastre.
-    Pibe, dejá de hablar y serví para algo. Andá y pateále unos penales al quinto arquero.

Ante la valla se erguía el guardameta. Juan P. Lotas ignoraba por qué debía ejecutarse la pena máxima, pero igual acató la orden, como acepta salir en el entretiempo el goleador que atraviesa una mala tarde. Debajo de los tres palos, ningún contrato podía atraer al Rey de los Hunos. No por nada le decían el Gardel del Mano a mano, el Cervantes del arco, el Stephen Hawking de los penales, el infatigable buscador de la red, el ladrón de guante blanco.  Siempre atajaba para los anales del travesaño. Era legendaria ya su tapada con una mano (on the one hand), y su vuelo de la muerte con mano cambiada (on the other hand) había elevado las pulsaciones y los testículos de más de cuatro tribunos de la San Martín.

-    Dale, pibe, pateá de una buena vez –le gritó el técnico.

Juan P. Lotas desanduvo el camino hasta los doce pasos, y, en su esfuerzo por impulsar el esférico, tropezó y cayó de espaldas al piso.
- ¡Como un perro! – dijo el técnico, y era como si la vergüenza debiera sobrevivirlo.


[1] Nota del preparador físico cortita y al pie: Viernes era el negro que asistía de free kick (patada libre Defoe) a Robinson, que jugaba siempre aislado y de pescador. Solo una vez en subida Robinson bajó y Crusoe la mitad de cancha para defender un corner (córner). Tan perdido se encontró en su propio área chica, que, en lugar de peinar la pelota, ese día cepilló.

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