Debo a la conjunción de un jefe tunecino y otro chileno el conocimiento de Martín Brauer. El hecho se produjo hace tres meses, durante un congreso de
Le dije a Brauer que la traducción, amén de inexacta, era blasfema; por mucho menos que eso, a Lutero y Espinoza los habían excomulgado por dos meses, impidiéndoles asistir al sorteo del Mundial de las Religiones que se disputaría al año siguiente en el Monte de los Olivos, segunda Meca del Islam y primera del judeocristianismo. Le pedí a Brauer que me dejara echar un vistazo al versículo. Examinarlo y revisar la fecha de impresión fue casi todo uno. No sin resquemores, tuve que admitir que Brauer había traducido bien: efectivamente, la palabra alemana Sojasoße había conocido la imprenta casi al mismo tiempo que Guttenberg. Brauer me dijo que nunca antes había visto un error alemán semejante, y que la sangre de sus ancestros judeo-alemanes lo conminaba a encontrar el origen del desliz. Retruqué que mi sangre judeo-polaca estaba acostumbrada a los equívocos de rusos y alemanes, sobre todo en lo que a cartografía se refiere, pero que, si precisaba un humilde ladero que le marcara con inclemencia las falacias de sus deducciones, con gusto lo ayudaría en la pesquisa.
Comenzamos por el principio: el Séfer Bereshit. Recordé que, donde el ineficiente traductor alemán había escrito la palabra compuesta Sojasoße, el original hebreo, dictado por Dios a Moisés en el monte Sinaí, simplemente rezaba el verbo Hineni, de traducción imposible al castellano. Los porfiados lenguaraces que se empecinaron en traducirlo al español como “soy el que seré” siempre reconocieron que su versión tenía mucho menos ritmo que la portuguesa “o qué será qué será”. Así y todo, concluimos tajantemente con Brauer, era imposible que los escribas españoles hubieran ignorado la más atinadas de las traducciones a una lengua romance:
Partiendo de esta pista insignificante, con Brauer nos propusimos rastrear el origen del error alemán en el destino de los cinco ejemplares franceses de la primera edición de
Con la excusa de que un ciclón amenazaba con trasladarse de Boedo a Centroamérica en la esperanza de obtener un título continental, convocamos a los delegados de todos los países caribeños a cuyas costas hubieran arribado las naves de Colón, y, ahí nomás, entre un chascarrillo y otro, con Brauer empezamos a atosigarlos con preguntas sobre
Según nos relató el mulato, ni bien pusieron pie en Cuba, los marineros de Colón perdieron como por arte de magia la capacidad de pronunciar la r española vibrante, pero lograron conservar su negación para el aprendizaje de idiomas extranjeros. Frases simples como what’s your name? suponían un dolor de cabeza para los conquistadores de Cuba; los marineros caían como moscas al intentar leer frases más complejas y foráneas como la mencionada “la zarza ardiente c’est moi”. Para evitar más muertes y hacerles inteligible la palabra del Señor, el grumete francés acometió la traducción de
Años más tarde, siguió contando el representante cubano, en un confuso episodio conocido como Piratas del Caribe, un corsario inglés se hizo con un ejemplar de
Brauer y yo agradecimos el testimonio del moreno, y de inmediato nos pusimos a googlear en busca del paradero de aquella traducción cubana, precursora de los gusanos balseros. Efectivamente, pudimos comprobar que el ejemplar había caído en manos italianas. Dos inmigrantes de Cerdeña, que a duras penas entendían el italiano de Dante, asumieron la misión divina de traducir esa Biblia criolla a la lengua del país que los acogía. Reverendos ignorantes tanto del español como del inglés, no fueron capaces de entender el significado del verbo español soy, y decidieron dejarlo sin traducir en la versión inglesa; con ayuda de un paisano que había encontrado trabajo en la cocina de un restaurante de Manhatan, pudieron encontrar un equivalente inglés para la palabra salsa: sauce. Como les parecía que la expresión al dente era redundante (todas las salsas italianas son al dente), la versión inglesa terminó rezando: soy sauce (salsa de soja).
Quién, cómo y por qué tradujo esa Biblia inglesa al alemán y se la acercó a Guttenberg para que probara su invento son interrogantes que aún nos quitan el sueño a Brauer y quien entreteje estos dislates. Por el momento, lo único que sabemos a ciencia cierta es que una copia de la versión inglesa se conserva en el Carnegie Hall de Nueva York. Lo sabemos porque Mercedes Sosa confesó haberla leído en los camarines durante uno de sus recitales y quedar pasmada. Tanto la conmovió el versículo que nos atañe que
Holy Macaronii!!
ResponderEliminarJürgen Klinsmann, hahahaha
desopilante....sin desperdicio.
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