viernes, 9 de abril de 2010

Diario de un poeta rolinga en Villa Gesell (parte 30)


5 de enero

Antes de que James se fuera, la rubia le indicó que acomodara el colchón en el piso y lo dejara perpendicular a la mesa. Menos mal que no soy mayordomo, porque justo falté a clases el año que explicaron el tema de paralelas y perpendiculares, y nunca sé diferenciarlas. (Ese año también me perdí las instrucciones de la seño para diferenciar cuál es la derecha y cuál es la izquierda). La mesa y el colchón formaban una cruz, y las minas me hicieron acostar de espaldas a ellas, boca arriba. “¿Estás cómodo ahí?”, me preguntó la rubia, “¿es así cómo dijiste que te gustaba?” “Sí, así está perfecto”, le dije. Desde la primera noche en Gesell que pasamos con Juan en la comisaría que no me acostaba en algo tan duro como ese colchón; parecía estar relleno de hojas de diarios en lugar de plumas. Mientras trataba de acomodarme, escuché que la castaña se paraba y empezaba a caminar. “Digo yo: ¿por qué no dejará que empiecen las morochas, así mira y aprende?”, pensaba yo. Cuando me di vuelta para quejarme, vi que la castaña simplemente se había cambiado de lugar, y ahora estaba sentada entre las dos morochas.

“Date vuelta y no mires”, me dijo la castaña. “Ya que pediste el colchón y que las chicas van a participar del oral, entonces voy a dejar que ellas aprovechen para practicar de paso un poco de psicoanálisis.” Ahí nomás se me frunció el culo. “Cacha, ¿no te dije ya que en Berazategui somos medios acartoneros y chapados a la antigua? ¿Por qué en vez de complicar las cosas no hacemos el oral de la manera clásica, como Dios manda?” “No te asustes”, dijo una de las morochas, “vos simplemente respondele a Emily, nosotras lo único que vamos a hacer es estar atentas en caso de que se produzca un lapsus linguae”. “La verdad es que se ve muy poco de psicología en la carrera de recursos humanos de nuestra facultad”, dijo la otra morocha, “todavía hay muchos profesores que se niegan a admitir que los obreros y empleados tienen alma, pero por suerte al menos llegamos a ver el concepto de lapsus linguae”. Yo no escuchaba una palabra en latín desde esa mañana de domingo de resaca que pasé tirado en la puerta de la iglesia de Berazategui mendigando monedas para comprar más birra y evitar que me agarrara el síndrome de abstinencia, pero enseguida entendí que las morochas iban a controlar que la castaña no dejara en ningún momento de usar bien la lengua. Con el alivio me relajé tanto que me rajé un pedito. Bueno, tan pedito no fue, porque terminó rajándose también el colchón. Cuando metí la mano para ver cuán grande era el agujero que había hecho, me di cuenta de que yo tenía razón: estaba lleno de papeles en lugar de plumas. Saqué uno para ver si eran de diario como yo creía y casi me ahogo en mi propia saliva al ver que era uno de esos billetes verdes escritos en inglés y con las fotos de tipos con peluca, igualitos a los de utilería que usan todos actores yanquis en las películas de Hollywood. ¿Dólares se llaman?

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