jueves, 8 de abril de 2010

Diario de un poeta rolinga en Villa Gesell (parte 29)


5 de enero

La castaña empezaba a hacer pucheros, tenía que hacer algo, y rápido, antes de que se me largara a llorar como esa viejita a la que le desvalijamos la casa con mi primo Pedro. “Mirá, Cacha”, le dije, “por qué no dejamos el escrito para otro día y pasamos directo al oral, así por lo menos terminamos bien” (Menos mal que soy un caballero y me cuidé de no decir “acabamos bien”). “Si no te animás, las morochas pueden ayudarte”, agregué. “Rolo tiene razón”, dijo la rubia, “acordate que las chicas ya participaron en una mesa examinadora en la facu”. “Ah, no, eso naaah, eh”, salté y me golpeé la rodilla contra el apoyabrazos de la silla (si me la daba un poquito más fuerte, un poquito más fuerte nomás, me la quebraba igual que Juanse en el recital de los Gansanrouses, estoy seguro). “Nada de mesa ni cosas raras, miren que en Berazategui somos medio chapados a la antigua. Estas cosas requieren concentración y yo necesito estar acostado boca arriba en un colchón o algo mullidito.” Las minas se miraron como si les hubiera hablado en otro idioma (obviamente no en inglés ni en francés, que ellas hablaban, o al menos se hacían las que entendían a la perfección), y yo aproveché entonces el confusionismo para agarrarme la rodilla con las dos manos y putear de dolor, usando el hombro de sordina.
Tan compenetrado estaba con las puteadas que apenas si escuché la campanita que hizo sonar la rubia. Cuando levanté la vista la castaña estaba tecleando a mil por hora en su noubuk (yo no sé inglés, pero lo poco que aprendí en la primaria para adultos me alcanza para saber que esas computadoritas se llaman así porque reemplazan a los brolis; son dos palabritas fáciles: no book). “Rolo, ¿podrías repetirme las últimas quince injurias que no llegué a escribirlas?, me dijo la castaña. “¿Te sentís bien, Cacha?”, le dije. Era obvio que la inclusión de las morochas en el oral la había afectado. “Mirá, yo sé que esto de que se sumen las chicas es duro para vos”, (más duro era para mi saltarín Jack Flash, pero no iba a andar ventilándolo), “pero no quisiera que justo ahora que está por cumplirse mi sueño me lo arruines agarrándote un surmenage á trois”, le dije para que viera que yo también puedo hacerme el que hablo en francés. “No, en serio, estoy bien, gracias”, dijo la castaña, “necesito que repitas esas puteadas así las incorporo al Diccionario Bilingüe Injurias-Puteadas Puteadas-Injurias que estoy preparando”.
Estaba repitiéndole la séptima de esas últimas quince puteadas, haciendo un esfuerzo tremendo por modular un poco más que el Pity de Viejas Locas, cuando apareció James, el mayordomo, con un colchón sobre la cabeza. “Acá está el colchón que me pidió, señorita”, le dijo a la rubia. “Gracias, James, dejalo ahí en el piso, al lado de la mesa. Es para Rolo”, aclaró la rubia. “Rubia, ¿cómo sabía James que tenía que traer un colchón?” “Ay, obvio, se lo pedí por mail”. “Pero… ¿y la campanita, entonces para qué?” “¿Para qué va a ser? Para avisarle que le había mandado un mail y que fuera a chequearlo, ¿o vos te pensás que voy a dejar que esté frente a la computadora navegando todo el día?”

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