lunes, 12 de abril de 2010

Diario de un poeta rolinga en Villa Gesell (parte 31)


5 de enero

“Bueno, empecemos con el oral”, escuché que decía la castaña a mis espaldas, mientras yo me guardaba los cien D yanquis en uno de los bolsillos delanteros de la malla, porque el pedo había dejado inutilizable uno de los de atrás, y no quería arriesgarme a poner en el otro a un ex presidente yanqui, a ver si después me acusaban de haber gaseado a civiles, como Saddam Hussein. (Claro que las armas químicas de Saddam eran mucho más peligrosas que las mías, según me dijo la kurda que me agarré el otro día). Por un momento pensé en darle el billete a la castaña, para que se callara de una vez y le dejara el terreno libre a las morochas, pero, con esa carita de santa que tenía, era obvio que nunca iba a aceptar moneda extranjera. Las morochas, en cambio, tenían tanta cara de turras que yo estaba seguro que, llegado el caso, me hubieran hecho hasta seis cuotas sin intereses con tarjeta. Al final no dije nada porque me partía el alma dejar a la castaña sin su oral; las morochas también parecían tener algo de alma en su interior (espacio físico dónde llevarla, por cierto, les sobraba), porque, cuando me di vuelta para ver si seguían ahí, las dos estaban también que se partían.
“A ver, Rolo”, dijo la castaña, “quiero que hables como si estuvieras con tus amigos en Berazategui, olvidate que nosotras estamos acá escuchándote. Yo te voy a nombrar una situación, y vos vas a decir todas las frases habituales que solés decir en ese contexto. ¿Te quedó claro?” “La verdad que no”, le dije, “lo único que entiendo es que vos y las morochas van a quedarse ahí, en la mesa, y yo voy a seguir acá, solito, en el colchón. O sea que todo esto de la situación y no se cuánto vendría a ser nomás un jueguito previo, ¿no?” “¡No, Rolo, no!”, gritó la castaña, desesperada. “¡No entendés nada!” “Bueno, Cacha, está bien, tranquilízate”, le dije. “Yo tampoco tengo mucha experiencia en esto de los orales, y la verdad es que también estoy un poquito nervioso. Pero no te preocupes, todo va a salir bien. Por suerte acá están las chicas para ayudarnos”, y volví a darme vuelta para guiñarle un ojo a las morochas y relojearlas de arriba abajo con el otro, a ver si me inspiraba.
“A ver, Rolo, cerrá los ojos y hacé de cuenta que estás en Berazategui”, dijo la rubia, desde algún lugar del quincho. Yo quiero creer que lo hizo para tranquilizarme, pero apenas cerré los párpados empecé a escuchar las sirenas y los tiros de la bonaerense, las alarmas de los negocios y de los autos choreados, las batallas campales entre los barras de Quilmes para ver quien le dejaba más cicatrices a las facciones rivales… ¡Nooooo!, grité y abrí los ojos con la misma fuerza que los cerraba de chico cuando daban en la tele la película Pesadilla.
“Esto no está funcionando”, dijo una de las morochas, alardeando de sus conocimientos de psicología. “Rolo, volvé a cerrar los ojos y pensá en algo lindo”, dijo la otra morocha, para no ser menos. Esta vez la cosa pareció dar resultado. Ahora, como por arte de magia, me había tranquilizado. Lo único que rogaba era que no me pidiesen que les dijera en qué estaba pensando, porque en mis pensamientos estábamos ellas cuatro y yo en esa misma habitación, solo que bastante menos de ropa. ¡Y eso que estábamos en pleno verano!

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