miércoles, 14 de abril de 2010

Diario de un poeta rolinga en Villa Gesell (parte 33)


5 de enero

“Estoy un poco cansada”, dijo la rubia, “Rolo, ¿no me harías un lugarcito al lado tuyo en el colchón, así descanso un poco hasta que nos llamen para la cena?” No pude responderle de la emoción, y porque tanto estampar billete con saliva me había dejado la boca re-seca. Igual me las arreglé para decirle que sí con la cabeza, moviéndola más fuerte y más rápido que mis amigos que escuchan jevi metal. La rubia estaba tan buena que seguía gustándome por más de que no hubieran pasado ni cinco minutos del accidente del saltarín Jack Flash que me dejó Sticky Fingers (mi amigo que sabe leer en inglés me tradujo el título del disco), aunque era imposible que pudiera intentar otro salto antes de la cena. La verdad es que, a esa altura, estaba más muerto que las flores del tema Dead Flowers (ese nombre es más fácil, lo traduje yo solo con ayuda de un diccionario, y eso que no somos muy amigos).
“Bueno, Rolo, yo ya terminé”, dijo la castaña, mientras la rubia se acostaba al lado mío, “ahora es el turno de las chicas”. “Rolo, nosotras vamos a necesitar que vengas y te sientes acá en la mesa”, dijo una de las morochas. “¿Justo ahora?”, pensé. La otra morocha dijo: “vamos a hacer de cuenta que nosotras trabajamos en una consultora de recursos humanos y te vamos a tomar una entrevista de trabajo.” “Ufa, odio todo lo que tenga que ver con trabajo”, dije. “¿Y para que puesto sería la entrevista?” “Bueno”, dijo una morocha, “como nosotras solo trabajamos tres meses en toda nuestra vida en la industria minera, los únicos puestos que conocemos son los de ese sector.” La otra morocha aclaró: “la entrevista sería para el puesto de Jefe de Minas”. “¡Joya!”, grité y volé de un salto hasta una silla vacía, frente a las morochas. “Y… díganme una cosa, chicas:”, les dije, “si hago bien la entrevista, ¿puedo pedir un tapado de piel blanco para usar de uniforme?”

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