viernes, 12 de marzo de 2010

Diario de un poeta rolinga en Villa Gesell (parte 22)


Enero 5

Primero comparé meticulosamente los culos (nalga la redundancia) de todas las rubias de la orilla con el recuerdo más vívido que tenía de la rubia, después hice lo mismo con las tetas, y por último, cuando ya estaba a punto de darme por vencido y llegar a la conclusión de que todas las rubias estaban igual de buenas (o una más buena que la otra, que, para el caso, era lo mismo), reconocí a mi rubia por la nota al pie que todavía tenía pegada en el tobillo. Como el proceso de comparación me había alzado la malla, durante los primeros minutos de la conversación tuve que fingir que la rubia me había sorprendido en medio de un picadito de fútbol, más precisamente mientras formaba la barrera para un tiro libre.
“Llegaste justo”, me dijo la rubia, “había venido a la orilla a mojarme los pies para despegarme esta notita y ya me estaba yendo a casa, a juntarme a estudiar con mis amigas. Venite conmigo así te las presento y nos ayudás con nuestras tesis”. Yo todavía tartamudeaba un “bueno, dale” cuando la rubia me agarró del brazo y me arrastró hasta la carpa donde estaban todos los miembros de su familia (el padre y tres hermanos), y también la madre y la abuela. El papá era un tipo alto, aproximadamente de la misma edad y con las mismas canas de Charly Watts, solo que con mucho menos rocanrol encima. Era obvio que había terminado de leer La Nación hacía rato y que ahora hojeaba las necrológicas nomás para cubrirse la cara y no tener que responder a los comentarios de su esposa, mientras soñaba despierto con ver el nombre de su suegra escrito ahí en letra de imprenta. La madre era una rubia enchulada a nuevo con más operaciones encima que la bolsa de Nueva York: labios botox tipo Jagger, gomas recauchutadas, nalgas lipoaspiradas y casi tantos liftins en la cara como Mirta Legrand. La abuela veía fotos de Punta del Este en la revista Caras y se lamentaba en voz alta por haber rechazado la invitación de su otro yerno, que veraneaba ahí. A primera vista calculé que los hermanos de la rubia debían tener entre veinte y veinticinco años, pero cuando abrieron la boca me di cuenta que no eran más inteligentes que cualquier chico de quince años de cualquier escuela primaria de Berazategui. Acababan de ahogárseles dos caballos y cinco petiseros en un partido de water polo, y, aunque yo les había caído peor que la postulación de Pino Solanas para intendente de Pinamar, me invitaron a jugar una tocata porque eran impares. Yo les dije que no porque creía que eso de la tocata era un deporte parecido al del manoseo que practicamos mis amigos y yo en los vagones del Roca, y no daba ni ahí hacer una cosa así con los futuros cuñados. Después la rubia me explicó que la tocata era una especie de partido amistoso de rugby playero, en donde en vez de pisarle la cara al rival simplemente le fracturabas una costilla. Los hermanos de la rubia jugaban a ese deporte para ver a quién le tocaba bañarse último, pero las discusiones para definir quién había perdido duraban tanto que al final no se bañaba ninguno. La madre de la rubia llamaba a ese jueguito “tocata y fuga”.
“Papuchi, Rolo y yo nos vamos a casa. En un rato vienen las chicas a estudiar y él va ayudarnos con la tesis”, dijo la rubia. Desde atrás del diario, el viejo le contestó: “Llevate el Mini Cooper de Pedro y dejale la camioneta a mamá, así no tengo que llevarla ni a ella ni a la abuela en la mía”.

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