miércoles, 10 de marzo de 2010

Diario de un poeta rolinga en Villa Gesell (parte 21)


5 de enero

Después de caminar tres cuadras detrás de las promotoras, llegué a la playa con una carpa tamaño de circo. Por suerte la canaleta de las minitas (las que dejaban a su paso) era Honda, porque precisamente promocionaban esa marca de motos, y la arena que se acumulaba a los costados me cubría hasta por encima de la cintura. Menos mal, porque me pareció que un par de abuelas que había en la orilla me estaban relojeando con sus anteojos de sol sin esquivar el bulto. Yo también las miraba fijo a ellas, a ver si mi saltarín Jack Flash se tranquilizaba un poco, pero en esa playa hasta las abuelas estaban razonablemente buenas, así que no tuve otra que ponerme el pañuelito estón como pareo para poder salir del surco.

¡Qué playa tan rara! En la arena había más rubias que en las porno suecas, y en el mar, más jetesquíes que personas. (Después me enteré que, para ser bañero en Pinamar, además de tener un buen bronceado y unos buenos lentes de sol, también tenías que ser mecánico, para poder salvar al motor de las motos en caso de que se ahogaran.) Como me estaba muriendo de hambre y de sed, y sospechaba que no podía comprar nada en el parador sin antes haber choreado, al menos, a tres personas, decidí probar suerte con un vendedor ambulante de sushi. El tipo resultó ser un oriental hincha de Peñarol que hablaba con voz más grave y pausada que la del Enzo. Al principio me pareció un careta, porque en la lista de precios que me dio había California Rolls, Manhattan Rolls, Dragon Rolls, pero nada de Rock’n Rolls, pero al rato me di cuenta que el yorugua era del palo, porque te ofrecía, ahí mismo y a plena luz del día, la posibilidad de tomarte un sake. Lo que no entendía era por qué mierda la lista de precios indicaba la medida del sake en centímetros cúbicos y no en gramos, pero como costaba un billete (¡cien pe!) di por descontado que una de dos: o bien era mucha, o sino de la buena. El problema era que esa era toda la plata que tenía para tirar hasta el fin de la quincena, y, como no tenía cambio, si pagaba con mi único billete después iba a tener que tomarme el sake con pajita.

Menos mal que soy rápido y al toque me di cuenta que eso del sake era todo un chino. (¿A dónde se vio una merca que sea líquida y venga en botellita de vidrio?) El yorugua no había terminado de destaparlo que yo ya estaba a cincuenta metros de ahí con el billete de cien pe a salvo (me lo puse debajo de esa telita blanca que filtra el meo antes de que moje la malla). En eso siento una voz que me llama desde la orilla: “Ey, Rolo, Rolo, acá, acá, zzoy zzo”. Era la inconfundible voz de la rubia, que me había reconocido porque era el único con la remera de los Rolling Stones con el número 79 (todavía tenía que tirar otros 2 días con esa remera según mis cálculos) en toda la playa. La cuestión ahora era ver cómo hacía yo para reconocerla a ella, porque en la orilla había como unas cincuenta rubias todas idénticas como dos hielos de fernet con cola.

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