miércoles, 17 de marzo de 2010

Diario de un poeta rolinga en Villa Gesell (parte 24)


5 de enero

¡Por favor! ¡Qué desperdicio de jardín! El parque de la entrada tenía lugar suficiente para armar un jardín botánico y ni los dueños de la casa ni la familia de la rubia habían sido capaces de plantar ni siquiera una mísera plantita de faso. ¿Y a esto le llaman Pinamar? Peor me puse cuando me enteré que el viejo de la rubia tenía campos llenos de vacas y no se le había ocurrido traer al menos una para ver si crecía algún hongo parecido al cucumelo.
Nos abrió la puerta una mucama que estaba más buena que la rubia y que tenía un delantal más cortito y ajustado que el que usaban mis compañeritas de la primaria (ah, qué buena época esa en que podías hacer cualquiera con las chicas del colegio sin miedo a dejarlas embarazadas). “Las señoritas acaban de llegar”, anunció la mucama, “están en el jardín de invierno tomando el té”. Por un momento me ilusioné pensando que tal vez los hermanos de la rubia habían reservado el jardín de invierno para la cosecha propia (ya me conformaba hasta con echarle un champignon al té), pero perdí las esperanzas cuando descubrí a Cacha, la amiga castaña de la rubia, con las manos en las masas finas. Al lado de ella había dos morochas que explotaban (la rubia me había advertido que ellas estudiaban recursos infrahumanos y que habían hecho una pasantía en la industria minera), pero la verdad es que no parecían tener mucha pinta de yiros que digamos. Se veía que eran de la industria minera de lujo, esas que trabajan en hoteles cinco estrellas y les gusta que las llamen “acompañantes”. De fondo se escuchaba la voz del mayordomo, que acababa de servir la merienda y ahora tarareaba bajito el tema de Soda Té para tres.
“Chicas, él es Rolo y vino a ayudarnos con nuestras tesis”, dijo la rubia. “Hola, Rolo”, me saludaron las morochas; la castaña solo hizo una mueca de disgusto. “Qué tal, chicas, ¿todo tranca?”, les dije y me senté en la silla que estaba más cerca de las masas finas, “a ver: qué quieren que les expliqué”. “Primero terminemos de merendar y después empezamos con las preguntas”, sugirió la rubia. “Joya”, dije y me tiré de cabeza sobre el plato con masas. “Me hacés un favor, Castaña, ¿no me alcanzás la tetera?” Como la castaña no amagaba siquiera a responder, agregué: “Che, estaba hablando de ese coso de porcelana con té, no de tu corpiño, ¡Ja!”. Las morochas se cagaron de risa; la rubia me dijo: “Rolo, en casa no acostumbramos servirnos nosotros mismos, papá nos enseñó que tenemos que amortizar el sueldo del mayordomo al máximo, por más bajo sea”, y empezó a hacer sonar una campanita. Si no hubiera visto el rosario que tenía colgado la abuela de la rubia en la playa, hubiera dicho que ella también era una rusita. El mayordomo apareció y se quedó parado con cara de Bill Wyman, esperando las órdenes de la rubia. “James, serías tan gentil de servirnos té a Rolo y a mí. Gracias”. James agarró la tetera y le sirvió primero a la rubia y después a mí. Mientras él llenaba mi taza, le dije: “Gracias, amigo, esa tetera estaba lejísimos. ¿Sabés cómo le dicen en Chile a las teteras que están lejos…? Té remoto, ¡jaaa!”, y le di una palmada tan fuerte en la espalda que terminó volcando la mitad del té sobre la castaña. Por el grito de la mina me di cuenta que el agua del té todavía estaba hirviendo. “Perdoná, Cacha, fue la onda expansiva de mi chiste sobre el té remoto.”

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