martes, 9 de febrero de 2010

Diario de un poeta rolinga en Villa Gesell (parte 16)


4 de enero

La castaña era una mala onda total: abría la boca solo para contradecirme o para corregir mi pronunciación tanto en inglés como en castellano, y lo peor de todo es que no me dejaba acercar a la rubia por ninguno de los costados. Se interponía entre ella y yo como esas señoras que acompañaban a las minas cuando salían por primera vez con tipos, para vigilar que no les metieran mano.
“Chaperonas”, volvió a corregirme la castaña con su tonito de sabelotodo, para mostrarme cuántas palabras raras sabía. “Si fueras una verdadera "chaperona" me dejarías "chapar "con tu amiga, o al menos intentarlo”, le dije. “Además, si seguís corrigiéndome cada vez que hablo nunca vas a aprender los yiros del conurbano”. “Tiene razón, Emily”, saltó la rubia a defenderme, “si no dejás que hable nunca vamos a poder terminar nuestras tesis”, y sacó un cuaderno para tomar apuntes.
Justo en ese momento llegamos a la playa, que a esa altura de la noche estaba más llena que el boliche. Había parejas besuqueándose por todos lados y un bañero que hacía horas extras como conserje. “El sector de tríos es a la izquierda, síganme”, dijo el bañero y nos llevó hasta un fogón donde estaban cantando temas de los Catupecu Machu y de Soda Stereo. La rubia y la castaña se sabían todas las letras, así que no me quedó otra que sanatear haciéndome el que las conocía. La castaña no me dejaba pasar una: llevaba una lista con todos mis errores y me los corregía al final de cada tema. “Es que con el labio hinchado no puedo pronunciar bien”, le decía yo para justificarme.
Cuando comprendí que no había chances de que los violeros consideraran a Jagger, Richards y Watts como el trío de los Estón originales, me acerqué a la rubia y le dije al oído que me acompañara a la orilla “Tengo algo importante que decirte”. No sé cómo hizo la castaña para escucharme, pero fue ella la que respondió. “No puede, tenemos que irnos, le dijimos a su papá que íbamos a estar de vuelta antes de que amanezca”. “Emily tiene razón, tenemos que irnos”, dijo la rubia, “pero venite mañana a Pinamar así vamos a la playa y de paso te hacemos unas preguntas para nuestras tesis”. “Esperen”, dije, “las acompaño a tomar el bondi”. “¿Qué bondi? Nos vamos en la cuatro por cuatro de mamá. La dejamos estacionada acá cerca, en la orilla”, dijo la rubia. “¿Pero saben cómo volver solas a Pinamar?” “Fácil, igual que como vinimos: todo derechito por la orilla hasta llegar a Bunge. Es imposible perderse.”
La castaña se fue sin saludar. La rubia me dio un beso en el cachete y una de sus notitas autoadhesivas con su número de teléfono de teléfono. “Atrás está la dirección del chalecito que alquiló papá”, dijo y se perdió en la oscuridad. Acerqué el papelito al fogón para poder leer:
Submarino Amarillo Nº9
entre Corbeta Misilística Massera
y Lancha Torpedera Liniers
Yo no sabía que Pinamar tenía un puerto, y menos me imaginaba que el puerto pudiera tener “chalecitos”. Menos mal que tengo memoria fotográfico (mis amigos dicen que es un flash), porque acerqué tanto el papelito al fuego que terminó por quemarse. Mientras me chupaba los dedos chamuscados escuché el ruido de un motor que se encendía. A lo lejos se prendieron las luces de la camioneta y la rubia salió arando, levantando una tormenta de arena y atropellando a una parejita en la maniobra. Yo me acerqué hasta la minita, que ya estaba más muerta que viva, y le planté una botella de Vodka vacía que había tirada por ahí, así a la justicia no le quedaban dudas de quién había sido responsable del accidente.

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