sábado, 20 de febrero de 2010

Diario de un poeta rolinga en Villa Gesell (parte 19)


5 de enero


Me tomé un bondi que tenía un cartelito en el parabrisas que decía “Hasta las tetas X Cariló”, y que salió de la terminal más lleno que el 945 que me tomo en la estación de Quilmes y me deja a veinticinco cuadras de casa. En los asientos de atrás viajaba un grupo de voluntarios del cuerpo de bomberos “Llamas de Madariaga”, que habían sido alertados por el locutor de una FM acerca de un boliche que iba a arder esa noche en Pinamar. Aunque yo estaba bastante lejos, escuchaba que hablaban con orgullo de su trabajo. Recién a mitad de viaje me di cuenta que hablaban así porque se habían quedado sin autobomba y pensaban apagar el incendio con autobombo. (Al parecer la habían perdido en una misión suicida, por culpa de un gerente de compras bombero que, en vez de autobomba, les había comprado a unos iraníes un cochebomba usado porque era más barato). Toda el sector medio del bondi estaba ocupado por los suplentes de la cuarta división del C.A.S.I. S.E.R.E.S. H.U.M.A.N.O.S. Rugby Club, que, por el olor a vómito que tenían, seguramente se habían ido de gira la noche anterior. La primera mitad del viaje se la pasaron haciendo pogo en el pasillo (después me explicaron que no era un pogo, sino una práctica de escraun o algo por el estilo), y después, ya más tranquilos, organizaron una competencia para ver quien rompía más ventanillas con la cabeza, incluido el parabrisas del conductor.

Minitas había pocas, apenas un par de remarcadoras de precios agradecidas con el gobierno porque, gracias a la inflación, habían encontrado trabajo, y que se bajaron en el COTO que está justo a la salida de Villa Gesell. Cuando volvimos a enfilar para Pinamar me di cuenta que atrás mío no iba alguien con una radio prendida sino dos chicas que hablaban hasta por los codos, menos mal que los apoyabrazos estaban acustizados. Como no me animaba a sacarles una foto con el celu por encima del asiento para ver qué tal estaban, me puse a escuchar lo que decían. Al principio pensé que eran de Berazategui o de algún lugar de zona sur, porque se comían las “s” finales igual que mi hermana. Lo que no entendía era por qué pronunciaban las “s” que hay entre una palabra y otra como si fuera una “j”. Por ejemplo, en lugar de decir “a mí las olas grandes no me asustan”, decían “a mí la jola grande no me ajustan”. Como los poetas vivimos pendientes de estas cuestiones que no le interesan a nadie, me paré en el asiento, me di vuelta y les pregunté: “Chicas, perdonenmen, ¿de dónde son?” “¿De dónde te creé que somo?”, dijo la que tenía puesta una remera de Ñuls. “Somo de Rosario, ¿o so ciego?”, dijo la otra, que tenía puesta la camiseta de Central. “Uy, son de Rosario, me hubieran dicho y les cantaba Stray Cat Blues” dije y apenas pude esquivar por un flequillo el sombrillazo que me tiró la de Nuls como si yo fuera un canalla, y el bronceador que me revoleó la de Central como si fuera yo un leproso. “Ey, che, me rindo, era un chiste”, dije mostrándoles el pañuelito estón como una bandera blanca. “Ya tenía que salir un porteño de mierda a joderno con el tema de lo gato”, dijo la de Ñuls. Yo no sabía si tomar lo de “porteño de mierda” como un insulto o un halago, lástima que no estuviera ahí la rubia para escucharlo. “No soy porteño, che, soy de Berazategui”. “¿Y dónde queda eso?”, preguntó la de Central. “En zona sur”. “Zona Sur ¿de dónde?” “Del Gran Buenos Aires” “Entonce so de Buenojaire, so porteño”.

De nada sirvió que les jurara que no había estado en la capital más que tres veces en mi vida: esa vez que me bajaron los dientes de leche en la cancha de Boca, la excursión la Parque Rivadavia con la escuela primaria, y el día en que me quedé dormido en el bondi y me desperté en Constitución. No hubo caso, para las rosarinas yo seguía siendo un porteño de mierda. Lo único que llegué a arrancarles era el motivo de su viaje; iban a Pinamar porque en Gesell les habían dicho que ahí era el único lugar de la costa donde se podía pegar faso pinito. Lo peor de todo es que, justo con las rosarinas empezaban a hablar, el flaco que viajaba al lado mío me cagó a putedas y me dijo que me sentase. “Sentate negro cabeza del conurbano”, me dijo. “Ven, chicas”, les dije a las rosarinas antes de que me sentaran de una piña, “él es un porteño, no yo”.

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