sábado, 30 de enero de 2010

Diario de un poeta rolinga en Villa Gesell (parte 8)


4 de enero

Llegué a casa agitado un poco por el susto que me dio la cajera y otro poco por el miedo a encontrar a Juan y a su amiguito en nuestra cama. Solo a mí se me ocurre alquilar un departamento con una sola cama de dos plazas con un flaco que es gay. Por suerte no había rastros de la pareja, más allá de unos forros usados y un tarro de vaselina que encontré en la mesita de luz. En el grabador todavía seguía sonando el disco Still Life, que Juan pone de fondo cada vez que pinta un cogollo recién cosechado para su serie de naturalezas muertas. Otras veces pone algún disco de Robert Plant, me dijo. Yo creo que esta vez dejó el disco sonando para no asustar a los vecinos con sus gemidos durante la siesta y convertir a Gesell en Sodoma y Modorra.
Aproveché entonces que tenía el medio ambiente a mi disposición para cambiar de música. Saqué el compac de Still Life y puse Flashpoint. Después fui a la cocina y me comí tres sándwiches al hilo (no había en todo el medio ambiente un miserable cuchillo para cortar el hilo del salamín) en lo que canta Jagger Start Me Up, el primer tema del disco. Cuando fui a la heladera a buscar algo de líquido para bajar el pan que tenía atorado en la garganta, lo único que encontré fueron las gotitas que se pone Juan para no salir con los ojos rojos en las fotos con flash.
Después de ducharme y practicar unos pasitos de Jagger frente al espejo del baño mientras me planchaba el flequillo, me pusé las topper, el pañuelito y una remera que dice Rolling Stones y tiene el número setenta y nueve en la espalda, que yo siempre creí que era el uniforme de mi escuela secundaria de Berazategui.
Pateé las cincuenta cuadras hasta el centro en menos de dos horas, haciendo escala en la 3 y 120 para jugarme unos fichines en el flipper de los Rolling. Perdí rápido porque me costaba mucho darle a la bola y hacer el pasito de Jagger todo junto, pero eso me ayudó a llegar al centro justo a tiempo para hacer otras dos horas de cola en el boliche que recién abría.
Lamentablemente el patovica me mandó a una fila que era solo de varones, así que mucho no se podía encarar. Adelante mío había dos pibes de treinta que hablaban de las materias que se habían llevado a marzo; atrás había un grupo de rugbiers de zona oeste que venía de destruir un shopping mall por aburrimiento y que ahora pretendía que todos los que estábamos en la fila hiciéramos un mol gigante para entrar al boliche a los empujones sin pagar entrada. Cuando finalmente llegué a la boletería, el patova me miró de arriba abajo y me preguntó: “¿De qué año es Sticky Fingers?” “¡Mil nueve setenta y uno!”, me apresuré a responder. “Bien, pibe, pasá”, me dijo el patova, “aguante los estón”.
¡Aguante los estón carajo!

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