martes, 26 de enero de 2010

Diario de un poeta rolinga en Villa Gesell (parte 4)


3 de enero (desde la playa)

Cuando salí de fumarme el faso en el baño, los dos tortolitos estaban bailando y dándose besos de lengua estón al ritmo de Let’s Spend the Night Together. Yo estaba tan fumado y confundido por el olor a garco que salí imitando la patadita de Richards y me puse a cantar y bailar con tanta emoción que casi termino también yo a los besos con los dos putos. Cuando me di cuenta de que mi invicto corría peligro, salí corriendo a darme un chapuzón, a ver si me despabilaba un poco y me concentraba de una buena vez en pegar minita, que para eso es que vine a Gesell. Hacía tanta calor que el mar estaba tan lleno como la pileta de Laferrere, a donde uno de mis cuarenta tíos más cercanos me lleva los domingos. La única diferencia es que acá el agua es muchísimo más fría y tiene un poco de gusto a sal. Igual que como hago cada vez que voy a la pileta, ni bien me metí en el mar aproveché para echarme un cloro, a ver si de esa manera sufría menos escalofríos cuando el agua me llegara a la cintura. Después de barrenar un par de olas en pose de Jagger (descubrí que es la mejor posición para barrenar sin tabla, aunque un poco incómoda para cantar Brown Sugar), decidí salir a tomar sol y encarar minitas. Cuando puse un pie en tierra firme casi me atropella un fanático de Pappo que le había agregado un par de esquíes a su Harley Davidson y manejaba a las chapas por la orilla convencido de que estaba haciendo moto ski.
A los dos minutos en tierra ya estaba otra vez tan seco como mis bolsillos y con un bajón tan grande que me puse a cavar en la orilla a ver si conseguía al menos un berberecho que llevarme a la boca. Mientras hacía el pozo no podía dejar de mirar a una morocha con físico de levantadora de pesas que le daba sin asco a la paleta y a cien gramos de jamón cocido. Al bajar la vista vi que el pozo se había llenado con la saliva que caía de mi boca. ¡Qué bajón! En eso siento un golpe en la nuca. Alguien me había pegado un pelotazo y me desafiaba a un picadito. Al menos eso fue lo que yo entendí al principio cuando el pibe me dijo: “Ey, amigo, ¿hacemo’ un picadito?” En realidad lo que quería era que me pusiera a picar faso y armara un porro grande para que estuviera listo cuando él y sus amigos terminaran de jugar su partidito de fútbol playero. Acepté nomás porque me hicieron un lugar junto a sus novias, que estaban bastante buenas, para que pudiera picar tranquilo. Las minas resultaron ser unas cumbieras hinchas de Villa Dálmine que, al igual que las rusitas de Macabi, pensaban que Rolling Stone eran solamente el nombre de una revista. Como no teníamos ningún tema en común y vi que sus novios pateaban fuerte, en vez de chamuyar les pedí una seda para armar el faso y otras cinco para escribir esta entrada de mi diario.

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