domingo, 31 de enero de 2010

Diario de un poeta rolinga en Villa Gesell (parte 9)


4 de enero

En el boliche estaba todo Gesell, hasta las manos de Fillipi. No cabía ni un alfiler, así que tuve que dejar el de gancho que me sostenía las bermudas en el guardarropa y ponerme el pañuelo de cinturón. El lugar tenía dos pisos (uno de parquet y otro de baldosa) y tres pistas para todos los gustos: en una pasaban discos de los Rolling de los años sesenta y setenta, en otra, discos de los Rolling de los años ochenta y noventa, y en la tercera pasaban música de los Ratones y de Viejas Locas. Llegar hasta la barra estaba más complicado que atarse los cordones de las topper en un recital de los estón en River, así que tuve que tirarme un par de pedos silenciosos para que la gente me dejara pasar hasta una barra que atendía una petisa que rebajaba los tragos para sentirse más alta, y que sabía tanto de bebidas como yo de francés. Igual la carta tenía menos renglones que un Haiku: las únicas opciones eran birra, vino de cartón y fernet con cola de carpintero, como lo tomamos nosotros en Berazategui.

Mientras revolvía mi fernet con el dedo para despegar los hielos del vaso de plástico, sentí una mano en la espalda. Un gordo le había tirado una trompada a un flaco que estaba sentado a mi izquierda y sin querer me había pegado a mí. Para evitar otro accidente de esos, me fui chupando los hielos (el fernet y la cola se habían caído al suelo con el golpe) hasta el centro de la pista, donde encontré a Juan con su amigovio. Bailaban Angie muy apretados, pero al rato me di cuenta de que no los unía el amor o la calentura sino la transpiración que los pegoteaba uno a otro. Por suerte para ellos estaban pasando una serie de lentos, ¿pero que iba a pasar cuando empezara el pogo de Satisfaction? Lo bueno era que en esas condiciones Juan y su amigovio difícilmente podrían patear las cuarenta cuadras hasta el medio ambiente, así que esa noche, al menos, lo tenía para mí solo. Era mi oportunidad de pegar minita.

Primero puse en práctica la estrategia de pararme en un pasillo y agarrarle la mano a toda minita que pasara, pero a los dos minutos tuve que empezar a agarrarle las dos manos juntas porque ya me había comido unas cuantas cachetadas. Finalmente, después de hora y media de intentos fallidos, una minita pareció darme bola .Al menos se quedó parada en el lugar sin pedir ayuda a su novio o a algún patovica. Enseguida me di cuenta de que era una mina muy rara. Era rubia, pero increíblemente no tenía las raíces negras como todas las rubias que yo había conocido antes. También el color oscuro de su piel era distinto al color oscuro de las rubias que yo conocía. Se notaba que era producto del sol, porque la bikini le había dejado unas marcas de piel mucho más blanca. Tenía puesta una remera de los Bitels, pero, como estaba buena, en vez de bardearla (cosa que se merecía por llevar la remera de esos putos), me puse a cantarle el único tema de los Bitels que conozco: Aiwonajoliorjen, ese que dice Aiwonajoliorheeeee….

“Bueno, ya me agarraste la mano”, me dijo ella, “¿ahora qué más querés?”

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